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Renovación personal
Juan Pablo II ha invitado repetidas veces a una purificación de la memoria a todas las personas y asociaciones


Por: Jutta Burggraf | Fuente: El ecumenismo: una tarea para todos



Capítulo 1

Lo señalado con respecto a las relaciones de los cristianos con los no creyentes, se puede aplicar también a los católicos en relación con sus hermanos separados. ¿Cómo puede un católico atreverse a decir que en su Iglesia se encuentra la “plenitud de la verdad y de los valores”, si su vida personal está llena de mentiras y de egocentrismo? ¿O cómo puede hablar con un mínimo de autoridad sobre la “plenitud de gracia”, si todos en su alrededor se sienten encogidos y paralizados, lejos de experimentar la alegría de la redención? Según atestiguan los Evangelios, en la compañía de Jesucristo todos se encontraban cómodos y se sabían acogidos y protegidos. Podían dejar sus cargas, descansar y recuperar la alegría de vivir.

Si queremos hacer una labor ecuménica eficaz, hace falta mirar por encima del triunfo o del fracaso que tantas veces obstaculizan nuestra vista; por encima de las peleas cotidianas que nos quitan hasta las fuerzas más vitales. “El pecado es el cáncer de la desunión de los cristianos,” se ha dicho. Hace falta mirar a Cristo y aprender de Él. No podemos contentarnos con algunos cambios superficiales en nuestra vida personal o en nuestra relación con los demás. Dios nos pide la audacia de realizar una sincera renovación interior, y su ayuda no nos faltará. Nos pide una auténtica conversión del corazón, que no exige exclusivamente cualidades “morales”, sino también un nuevo modo de ver, de apreciar y de juzgar, es decir, una nueva “visión de fe”. Con relación a nuestros hermanos separados, ésta consiste en olvidar rencores históricos, en liberarnos de determinados prejuicios o planteamientos estrechos y soportar, por otro lado, serenamente la incomprensión y la desconfianza que siempre pueden darse mientras existan hombres sobre la tierra.

La reforma -tan necesaria y siempre actual- empieza por los que tienen más autoridad en la Iglesia. “Purifica a Roma, y el mundo se purificará”, fue uno de los lemas en el siglo XVI. Pero debería alcanzar a todos y cada uno de los cristianos. “No se da verdadero ecumenismo sin conversión interior –afirma el Concilio Vaticano II-. Los anhelos de unidad nacen y maduran a partir de la renovación espiritual, de la abnegación de sí mismo y de la efusión generosa de la caridad.”

Sólo cuando dejamos entrar a Dios en todos los abismos de nuestro ser, en todas nuestras rigideces y amarguras, su gracia penetra hasta las capas más profundas de nuestro corazón y les da su calor, las “acrisola”. De nosotros espera Dios una sincera colaboración, que consiste en remover las barreras y abrirnos cada día de nuevo a su amor. Así, en la unión con Cristo, una persona adquiere cada vez más inquietud ecuménica. Brota en ella “una necesidad generosa y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que denuncia y refleja la conciencia, a modo de un examen interior ante el espejo del modelo que Cristo nos dejó de Sí mismo.”

Tal como la falta de amor engendra desuniones, la “santidad de vida” puede considerarse como el “alma” o motor de todo el movimiento ecuménico. Es significativo que Juan Pablo II haya invitado repetidas veces a una purificación de la memoria a todas las personas y asociaciones. Sabemos bien que la memoria no es sólo una facultad relativa al pasado; por el contrario, influye profundamente en el presente. Lo que recordamos afecta, con frecuencia, a nuestras relaciones con los demás. Si una herida del pasado queda en la memoria, esta herida puede llevar a una persona a encerrarse en sí misma; puede traducirse en una cierta resistencia a encontrarse de una manera serena entre los demás, y puede dificultar o incluso impedir una amistad. Teniendo esto en cuenta, el mismo Papa, en un acto solemne, ha pedido perdón al mundo por los pecados pasados y presentes de los cristianos. Podemos estar seguros de que una persona contribuye más a la unidad de la Iglesia cuando procura transmitir el amor de Dios a los demás, que cuando se dedica a los diálogos teológicos más eruditos teniendo un corazón frío. Estamos llamados a establecer entre todos los fieles ”un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de uno beneficia a los otros mucho más que el daño que su pecado les haya podido causar.”







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