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¿Una partícula maldita o divina?
Cuando encontramos unas pinturas rupestres de inmediato nos preguntamos por sus autores, pero cuando descubrimos la complejidad del cosmos y no queremos preguntarnos por su autor


Por: Francisco Rodríguez Barragán | Fuente: ForumLibertas



Este verano se ha anunciado ampliamente el descubrimiento de una partícula, no sé si real o virtual, necesaria para completar el Modelo Estándar de la Física de Partículas, cuya existencia había predicho hace casi medio siglo el científico Peter Higgs.

Desconozco cuál pueda ser la importancia de este hecho, aunque pienso que la enorme inversión del Colisionador de Hadrones, tiene que justificarse de alguna manera, máxime si necesita más financiación.

De todas maneras, bienvenido sea el descubrimiento del “bosón”, aunque su vida sea tan efímera como una fracción de nanosegundo. Estoy seguro que el ingenio humano podrá encontrarle futuras aplicaciones prácticas a esta partícula, como las encontró para los electrones, protones, neutrones, fotones, etcétera, que están presentes en nuestra vida diaria.

Si la observación del universo nos ha mostrado su inmensidad, su complejidad y su belleza, estimulándonos a llegar cada vez más lejos, el estudio de lo infinitamente pequeño también nos ha mostrado una creciente complejidad. El átomo de los griegos no es una masa compacta de materia, sino un sistema complicadísimo de partículas que interaccionan entre sí en un espacio casi vacío. Cada vez que los científicos alcanzan una nueva cota, aparecen nuevas incógnitas, para seguir avanzando y descubriendo realidades que estaban ahí y que nosotros no hemos fabricado.

Cuando encontramos unas pinturas rupestres o unos monumentos megalíticos, de inmediato nos preguntamos por sus autores ¿quiénes hicieron esto? En cambio cuando descubrimos la complejidad del cosmos y del microcosmos, no queremos preguntarnos por su autor, es más, muchos parecen esforzarse para demostrar que tal autor es innecesario, que no existe porque no ha podido probarse “científicamente” su existencia.

Si todo resulta sujeto a “número, peso y medida” (Sb.11,21), resulta más difícil de creer que ello sea obra del azar que creer en una inteligencia creadora y ordenadora. Claro que si tenemos que admitir la existencia de Alguien tan grande y poderoso como para crear todos los universos, también tendremos que admitir que Él nos hizo y nos dotó de razón e inteligencia, por lo cual estamos obligados, al menos, a darle gracias.

Si la vida del bosón es efímera, la del hombre también lo es, pues “aunque uno viva setenta años y el más robusto hasta ochenta, todo es fatiga inútil porque pasan a prisa y vuelan” (Salmo 89). Por mucho saber científico que un hombre acumule, no le servirá para eludir la muerte. Negar que haya algo más allá es arriesgado. Lo que el hombre, con esfuerzo, va descubriendo debe llevarle a preguntarse humildemente, no con la soberbia del autosuficiente, por la Verdad (con mayúscula) que todo lo sostiene.

Esta tensión entre la ciencia y la fe está presente en la misma presentación de la noticia del descubrimiento del “bosón” al llamarla partícula maldita o partícula divina, aunque solo sea un paso más en la investigación que llevará a los científicos a unos horizontes cada vez más dilatados, que deberían llevarnos a reconocer al autor de tanta maravilla.







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