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Cuaresma y Semana Santa

El que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra
Juan 8, 1-11. Cuaresma. ¡Qué distintos son los pensamientos de Dios y los de nosotros, los hombres!


Por: P. Laureano López | Fuente: Catholic.net



Del santo Evangelio según san Juan 8, 1-11
Mas Jesús se fue al monte de los Olivos. Pero de madrugada se presentó otra vez en el Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles. Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?» Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acuasarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?» Ella respondió: «Nadie, Señor». Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más».

Oración introductoria
Confío mi pasado a tu misericordia, el presente a tu amor y el futuro a tu providencia. Jesús, en este día vengo a pedirte la paz, la prudencia, la fuerza, la sabiduría y la humildad para ser un mejor cristiano. Revísteme de tu gracia, Señor, y haz que en este día yo te glorifique con mis buenas obras.

Petición
Señor, concédeme la gracia de valorar tu amor misericordioso. Concédeme, Dios mío, la fuerza para no caer en las tentaciones y la humildad para pedir perdón por mis pecados.

Meditación del Papa Francisco

«¡Quien de vosotros esté sin pecado, tire la primera piedra contra ella!»”. El Evangelio, con una cierta ironía, dice que los acusadores se fueron, uno a uno, comenzando por los más ancianos.

Y Jesús se queda solo con la mujer, como un confesor, diciéndole: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? ¿Dónde están? Estamos solos, tú y yo. Tú ante Dios, sin las acusaciones, sin las habladurías. ¡Tú y Dios! ¿Nadie te ha condenado?». La mujer responde: «¡Nadie, Señor!», pero ella no dice: «¡Ha sido una falsa acusación! ¡Yo no he cometido adulterio!» Reconoce su pecado y Jesús afirma: «¡Yo tampoco te condeno! Ve, ve y de ahora en adelante no peques más, para no pasar por un momento tan feo como este; para no pasar tanta vergüenza; para no ofender a Dios, para no ensuciar la hermosa relación entre Dios y su pueblo». ¡Jesús perdona! Pero aquí se trata de algo más que del perdón: Jesús supera la ley y va más allá. No le dice: '¡El adulterio no es pecado!' Pero no la condena con la ley. Y este es el misterio de la misericordia de Jesús. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 7 de abril de 2014, en Santa Marta).

Reflexión
"Te pido, Señor, que no me midas con la vara de tu justicia sino que sea medido con la de tu misericordia infinita".

¡Qué distintos son los pensamientos de Dios y los de nosotros, los hombres! El pasaje evangélico que nos presenta a Jesús, a la mujer adúltera y a los fariseos nos ayuda a contemplar el rostro amoroso y misericordioso de Cristo. A los escribas y fariseos, que eran considerados los grandes sabios, maestros y doctores de la ley, no les gusta ver que la gente siga y escuche a otro Maestro. Jesús va cumpliendo su obra de predicación y la gente lo escucha, porque saben que enseña con autoridad y, sobre todo, con su ejemplo. Los escribas y fariseos, con el corazón lleno de hipocresía, presentan a Jesús la mujer adúltera. Se acercan al Maestro, no porque busquen realmente saber cómo piensa o cuál es su doctrina sino para tentarlo.

¿Aplicará la ley? ¿Será justo? ¿Será compasivo? Para cualquier respuesta, humanamente esperada, tenían motivos para acusarle. Pero olvidaban que la Persona que estaba enfrente de ellos no sólo era verdadero Hombre sino verdadero Dios.

Todos nosotros somos conscientes de nuestra debilidad y de la facilidad con la que caemos en le pecado sin la gracia de Dios. Cristo nos hace ver que sólo Él puede juzgar los corazones de los hombres. Por ello, los que querían apedrear a la adúltera se van retirando, uno a uno, con la certeza de que todos mereceríamos el mismo castigo si Dios fuera únicamente justicia. La respuesta que da a los fariseos nos enseña que Dios aborrece el pecado pero ama hasta el extremo al pecador. Así es como Dios se revela infinitamente justo y misericordioso.

Al final del evangelio vemos que Cristo perdona los pecados de esta mujer y a la vez le exhorta a una conversión de vida. Para esto ha venido el Hijo de Dios al mundo, para redimirnos de nuestros pecados con su pasión y muerte.

El periodo de cuaresma nos ofrece constantes oportunidades para aplicar las enseñanzas de Cristo. Los padres, en algunas ocasiones, deberán corregir a sus hijos. En esos momentos sepamos corregir lo que está mal y al mismo tiempo dejar la puerta abierta al amor, al perdón, a la reconciliación. Cuando tenemos que hacer ver un error a alguien, podemos buscar cómo hacerlo de la mejor forma para que no se mezclan mis buenas intenciones con algunas pasiones desordenadas.

Recordemos el ejemplo vivo de tantos sacerdotes que, cuando nos acercarmos al sacramento de la reconciliación, saben ver la desgracia del pecado, pero al mismo tiempo acogen con amor al pecador así como Cristo lo hizo con la mujer adúltera.

Propósito
Aprender a perdonar las molestias que me puedan causar los defectos de los demás.

Diálogo con Cristo
Jesucristo, gracias por el infinito amor que me tienes y por todas las veces que me has perdonado. Somos débiles y con facilidad nos alejamos de Ti. Ayúdame, Señor, a caminar por el sendero de tu amor y extiende tu mano para levantarme de la caídas. Te ofrezco mi esfuerzo y la lucha de cada día por ser un mejor cristiano.

“Sólo quien ha experimentado primero la grandeza puede ser convincente anunciador y administrador de la misericordia de Dios”. (Benedicto XVI, 11 de marzo de 2010)


 

Preguntas o comentarios al autor H. Francisco Rosas



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