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Me lo han robado
A ti, amigo lector, se dirigen estas ideas, con la intención de contagiar al menos un ápice de la alegría y la paz que transmite la entrega


Por: Rafael González-Villalobos | Fuente: interrogantes.net



Introducción: el porqué de estas líneas

Las páginas que tienes entre las manos no persiguen pasar a la historia por su calidad literaria –y mejor así, porque en caso contrario la frustración del autor sí que sería histórica–. Tampoco pretenden ser recordadas por su aportación al pensamiento filosófico o teológico –en este caso el desencanto sería de grado superlativo–. Ni siquiera se busca que constituyan un medio para el sustento de la numerosa prole del autor –no tengo intención de que mis hijos pasen hambre, mientras Dios me de los medios para mantenerlos dignamente, y desde luego no parece que estas líneas sean candidatas a figurar en ningún ranking de best sellers–.

El origen de lo que tienes delante es totalmente subjetivo, y se fundamenta en aquella frase de la Sagrada Escritura: de la abundancia del corazón habla la boca. Es decir, responde a la necesidad de todo ser humano de comunicar a quien lo quiera escuchar la inmensa alegría que llevamos dentro. Probablemente, esta sea la palabra clave que ilumine todo lo que sigue: alegría.

La alegría de haber visto a lo largo de los últimos años cómo la familia iba creciendo en número de componentes, con la aportación personalísima de cada uno de ellos.

La alegría de haber contemplado el crecimiento individual de cada uno de los hijos en todos los elementos de su personalidad: como ser humano –inteligencia, virtudes, ...– y como hijos de Dios.

La alegría de haber sido testigos privilegiados del florecimiento de decisiones libérrimas de entrega de sus propias vidas a Dios y a los demás.

Por eso, existe un impulso interior que lleva necesariamente a difundir esa alegría a los demás, a desear que otras muchas personas puedan participar de ese gozo. Y, en ocasiones, la boca, se queda corta para hablar de la abundancia del corazón, y se hace necesario coger la pluma o el tratamiento de textos para decir a quien lo quiera escuchar: ¡No seas majadero! ¡Deja a un lado ideas preconcebidas y miedos sin fundamento, y métete de lleno en la aventura de la felicidad!


A quién va dirigido

Estas ideas van dirigidas a...

Podría intentar la definición de los posibles destinatarios de estas páginas. Pero, además de que será destinatario todo aquel que lo desee, permíteme que te hable en primer lugar de dos familias que conocí hace algún tiempo.


Caso 1: María y Carlos

María y Carlos se conocían desde muy jóvenes. Los padres de ambos eran amigos y las familias tenían un trato frecuente. De hecho, Carlos era compañero de curso del hermano mayor de María. Al principio, Carlos veía a la que luego sería su mujer como “la pesada de la hermana de su amigo, que además era una pequeñaja”. Estaba entonces bastante lejos de adivinar lo que sería el futuro.

Los dos habían crecido en el ámbito de una familia profundamente cristiana, y sus respectivos padres se habían preocupado de transmitirles una formación completa y consistente. Para ello, habían elegido cuidadosamente un colegio adecuado y coherente con las enseñanzas que sus hijos recibían en casa.

Con el paso de los años, María dejó de ser “esa pequeñaja” para pasar a ser “María”, y Carlos ya no era “ese chico que no me deja en paz”, sino que era “Carlos”.

Demos un salto en el tiempo: Carlos y María se casaron con veintiséis y veinticuatro años, respectivamente. Un año después nació Santiago.

Puedes imaginarte –posiblemente no sea necesaria la imaginación, bastará con la memoria– la enorme alegría que inundó la casa: durante el noviazgo habían hablado en muchas ocasiones de sus hijos: cómo serían, qué nombre les pondrían, cómo les iban a educar... No siempre estaban de acuerdo, sobre todo en los matices. Pero compartían una visión y un proyecto común.

Recogiendo las enseñanzas y el ejemplo de sus familias, tanto María como Carlos eran personas de profunda vida cristiana, así es que, de manera natural, educaron a sus hijos en esa vida de fe. Desde muy pequeños comenzaron a enseñarles oraciones cortas y elementales; a hablarles de la Virgen, su Madre; de los Ángeles Custodios... A medida que iban creciendo, la formación ganaba en consistencia. Pronto comenzaron a asistir a la Misa de los domingos con sus padres y, aunque a los niños se les hacía larga, entendían que estaban en la Casa de Dios y su comportamiento era absolutamente adecuado.

Una de las decisión capitales en el seno del matrimonio se planteó en el momento de escolarizar a Santiago. Cerca de casa existía un centro docente. Ventajas: al estar tan cerca, el niño podría comer en casa e, incluso, dormir una pequeña siesta antes de volver a clase por la tarde; además, esa cercanía permitía a sus padres asistir con menos esfuerzo a las entrevistas con los profesores y a las reuniones de padres; por último, aunque no por ello menos importante, el coste del colegio era prácticamente nulo, porque se trataba de un centro subvencionado. Inconvenientes: no existía un ideario claro –en realidad, María y Carlos opinaban que no existía ideario– tanto en lo que se refiere a educación de la persona como en lo tocante a formación en la fe. Claro que, a lo mejor, esas carencias se podían suplir en casa...

A través de unos amigos, conocieron otro colegio que les causó muy buena impresión. Desde la primera entrevista con el director se dieron cuenta de que les ofrecían lo que estaban buscando: una formación integral para su hijo, que abarcaba la vertiente intelectual, su educación como persona y una formación cristiana que marchaba paralela a la que ellos transmitían en su casa. Este centro presentaba dos inconvenientes: por una parte, se encontraba alejado de su domicilio: eso suponía que Santiago tendría que madrugar más; en segundo lugar, era bastante más costoso porque carecía de subvención.

Después de varias conversaciones, decidieron que su hijo iría al segundo colegio. Para ello, habría que reducir gastos en la creciente familia –para entonces ya había llegado Teresa, la segunda de los hijos–.

Demos otro salto en el tiempo. Santiago tiene quince años. Desde hace dos, suele asistir los sábados a un club juvenil con varios compañeros de clase. María y Carlos están encantados, porque conocen el ambiente que allí se respira y lo ven como una continuidad de lo que se vive en casa y en el colegio. Además, Santiago va muy contento ya que practica el baloncesto, que es su auténtica pasión. Y por si fuera poco, le hablan de ser mejor en casa, de ayudar a sus padres y hermanos, de preocuparse por los demás... ¡Que más quieren unos padres para un hijo en edad adolescente!

Cierto día, a la vuelta del club, Santiago da a sus padres la gran sorpresa: ellos le habían notado inquieto desde hacía algún tiempo, pero lo habían atribuido a la edad. “Estará enamorado”, pensaban. Carlos había iniciado alguna conversación con su hijo, pero este prefería no decir nada. Y Carlos respetaba su intimidad. Sin embargo, ese sábado fue Santiago el que dijo a sus padres que quería contarles algo “sin hermanos delante”. Esa fue la primera sorpresa. La segunda era lo que les quería contar: había decidido entregar su vida a Dios.


Caso 2: Pedro y Teresa

Pedro y Teresa se conocieron en la Universidad: eran compañeros en la facultad de derecho. Desde el primer curso, Pedro se había fijado en Teresa: guapa, agradable en el trato, buena compañera... Solo tenía un “defecto”: era una “chapona”. Teresa, en cambio, no parecía reparar en exceso en Pedro. Sin embargo, a medida que iba conociéndole mejor, le empezaba a gustar aquel chico. Le llamaba la atención que, siendo simpático, era muy respetuoso con las compañeras de clase, algo poco habitual. Además, era un buen amigo: siempre disponible para ayudar en lo que fuera necesario. Su pequeño utilitario era conocido como “el taxi”, porque Pedro siempre estaba dispuesto a llevar a quien quisiera a su casa. A Teresa se le quedó muy grabado el día que, tras un largo examen que terminó a las nueve de la noche, Pedro salió quejándose de un fuerte dolor de cabeza. De hecho, no iba a asistir a la tradicional cerveza en el bar de la facultad. Al dirigirse a la salida, un compañero le pidió que le trasladara hasta su casa porque tenía prisa, a lo que Pedro se prestó sin aludir a su jaqueca.

Teresa pertenecía a una familia de tradición cristiana, si bien en su casa la prioridad era que se educara como una “buena persona”: trabajadora, generosa, sincera... Sus padres no practicaban: la Misa dominical quedaba fuera del plan si no encajaba con el horario que habían previsto, algo que sucedía con gran frecuencia.

Pedro provenía de una familia alejada de la fe. Por alguna reminiscencia del pasado, su padre no pisaba la Iglesia desde hacía varios años. Su madre, asidua devoradora de todo libro que caía en sus manos, había “decidido racionalmente” permanecer al margen de toda cuestión religiosa, tanto en su vida personal como en la educación de sus hijos. Sin embargo, años después Pedro resumía en dos ideas la educación que había recibido en su casa: la primera, le habían enseñado a ser “un hombre íntegro”, forjado en las virtudes humanas –lealtad, generosidad, reciedumbre...–; la segunda, le habían inculcado el respeto a los demás –ese respeto que a la larga le sirvió para que Teresa reparara en él–. En este sentido, Pedro recordaba que, a pesar del distanciamiento de sus padres con respecto a la Iglesia, jamás había escuchado de ellos una palabra de menosprecio hacia el Papa, los sacerdotes o las religiosas; es más, su padre no toleraba esas expresiones en su presencia.

Teresa empezó a manifestar una cierta correspondencia hacia Pedro en el segundo curso, y en tercero ya eran novios. Se casaron dos años después de terminar la carrera, cuando ambos habían encontrado trabajo.

Al año siguiente llegó Pilar. Omitiremos aquí las reacciones por ser comunes a las manifestadas por Carlos y María.

Al igual que les sucedió a los protagonistas del primer caso, Pedro y Teresa se enfrentaron con la gran decisión: ¿a qué colegio mandamos a Pilar? Tras informarse cuidadosamente de las diferentes opciones, centraron el debate en tres centros: el primero, el colegio público que les correspondía por el lugar de residencia; el segundo, un centro regido por religiosas, también relativamente cercano a su casa; finalmente, un centro privado bilingüe. Las ventajas del colegio público se resumían en la cercanía y el bajo coste. Del colegio religioso les atraía la atención personalizada y el cariño que veían hacia los alumnos. Por motivos obvios, no les parecía relevante que transmitieran a Pilar una adecuada formación en la fe. Por último, en el tercer centro apreciaban el hecho de que fuera bilingüe, una muy aceptable calidad de la enseñanza, y la prioridad que en el ideario del colegio se otorgaba a la formación humana de la persona: formación exigente en las virtudes humanas. Desde el punto de vista religioso, este centro se manifestaba “neutral”: ni entraba ni salía.

A pesar de que económicamente era el más gravoso, Teresa y Pedro se inclinaron finalmente por el colegio bilingüe.

A medida que pasaban los años, Pilar destacaba entre sus compañeros como una alumna trabajadora –obtenía unos resultados brillantes–, buena compañera apreciada por todos –pronto fue elegida delegada de curso–, y correcta en el trato con los profesores. Realmente, era una digna hija de sus padres.

A los trece años había formado una pandilla con otros compañeros de la clase. Solían reunirse de vez en cuando, habitualmente en la casa de alguno de ellos, a merendar y a ver algún vídeo. De manera especial, había entablado una amistad más profunda con Luisa, otra compañera. Este trato agradaba a Pedro y a Teresa porque Luisa era muy parecida a Pilar: trabajadora, buena amiga... Conocían a sus padres: compartían con ellos la mayor parte de las inquietudes y prioridades en materia de educación de los hijos. A diferencia de ellos, los padres de Luisa eran profundamente cristianos, y habían educado a su hija de acuerdo con esos principios. Evidentemente, en ese punto no había coincidencia, pero a Pedro y a Teresa no les parecía mal, porque apreciaban y valoraban el cariño y la lealtad que mostraban hacia Pilar tanto Luisa como sus padres.

A los quince años, la pandilla había perdido fuerza, y Pilar y Luisa hacían planes por su cuenta. Comenzaron a asistir, junto con otro grupo de chicas amigas de Luisa y con las que Pilar pronto congenió, a un hospital de niños para jugar con ellos y entretenerles, los sábados por la tarde. Al mismo tiempo, todas ellas recibían una visión cristiana del sufrimiento y del servicio a los demás. A Pedro y Teresa les parecía muy bien que su hija prestara parte de su tiempo a “otras personas que habían tenido menos suerte en la vida”. Además, veían en esa actividad un modo de fortalecer a Pilar y de que aprendiese a valorar lo que tenía.

Con dieciséis años, un sábado a la vuelta del hospital, reunió a sus padres después de cenar y les comunicó su decisión: había visto claro que quería dedicar su vida a Dios y a servir a los demás.


A quién va dirigido

Posiblemente ahora será más fácil explicar quienes son los destinatarios fundamentales de estas páginas:

Van dirigidas a María y Carlos, y a aquellos padres que, como María y Carlos han ido poniendo las bases para que sus hijos estén en disposición de recibir la llamada de Dios, mediante una educación profundamente cristiana.

Van dirigidas a Teresa y Pedro, y a cuantos como ellos también han puesto a sus hijos en situación de escuchar esa misma llamada, en ocasiones sin saberlo, a través de una educación igualmente sacrificada para conseguir mujeres y hombres de una pieza.

Van dirigidas a todos aquellos padres que, sin identificarse plenamente con María, ni con Carlos, ni con Teresa, ni con Pedro, se han encontrado con la “sorpresa” de una hija o un hijo que toma la decisión de poner su vida entera al servicio de Dios y de los demás.

Van dirigidas a cualquier madre o padre que, por las edades de sus hijos, se encuentre en situación potencial de verse incluido en cualquiera de los tres grupos anteriores.

A todos ellos y a ti, amigo lector, se dirigen estas ideas, con la intención de contagiar al menos un ápice de la alegría y la paz que transmite la entrega.

Publicado en Folletos MC, "Me lo han robado".


1. ¿Por qué llama Dios?

2. La llamada, signo de predilección

3. La respuesta

4. ¿Por qué mi hija/hijo?

5. ¿No son demasiado jóvenes?

6. ¿Y si se equivocan?

7. ¿Qué hacer en el momento?

8. ¿Qué hacer después?

9. Pasos para conseguir la vocación de los hijos

10. Cuatro sugerencias para que Dios no le complique la vida a un hijo

Apéndice: Una generosidad "egoísta"

Epílogo: Carta a un/una rebelde









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