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La Universidad como comunidad de buscadores entre professores y alumnos, reflejo de la caridad crist
Educadores Católicos /La Escuela Católica y la Educación

Por: Cardenal Paul Poupard |


Presidente Emerito del Consejo Pontificio de la Cultura y del Consejo Pontificio para el dialogo interrreligioso

Tengo el inmenso placer de compartir con ustedes este encuentro en la Universidad Francisco de Vitoria de Madrid. El antiguo estudiante, capellán y rector universitario, viene hoy a esta universidad para dar mi testimonio sobre la identidad de la Universidad Catolica y deseo hacerlo a luz del pensamiento del Doctor Angélico.

Quisiera reflexionar con ustedes, de la mano de Santo Tomás y guiados por su perenne magisterio acerca del quehacer universitario y, por ende, acerca de la misión de la universidad católica en los comienzos de un nuevo milenio. Santo Tomás, maestro de sabiduría, nos ha legado el arte de hacer las preguntas pertinentes. Hablando de universidad, la pregunta no es cómo ha de funcionar mejor la Universidad Francisco de Vitoria, sino qué ha de ser. Es necesario partir de la preguntas esencial, la pregunta por el telos, el fin de la universidad; sólo una vez respondida esta pregunta será posible resolver los problemas derivados de su funcionamiento. Permítanme, pues, ahora, sentado como ustedes en la escuela de este gran Maestro, compartir estas reflexiones, que les ofrezco con toda sencillez y afecto, a la luz de los años de mi experiencia .

Puesto que tuve el honor de ser durante diez años rector del Instituto Católico de París, heredero de la tradición de la Sorbona en la que enseñó santo Tomás, quisiera introducir nuestra consideración acerca de la misión de la Universidad Católica a partir del discurso pronunciado allí por Juan Pablo II el primero de junio de 1980. Como Rector de aquella Universidad, me correspondió el singular honor de acoger a Juan Pablo II. No corrían tiempos fáciles para la Universidad Católica, acosada por la indiferencia de los gobiernos y por la contestación interna. Muchos católicos comprometidos, acaso de buena fe, no sólo criticaban algunos aspectos de las universidades católicas, su elitismo o su alejamiento de la realidad, sino que algunos llegaban incluso a negar su misma posibilidad de existencia. La Iglesia, se decía, debía renunciar a sus universidades y colegios católicos y vivir sencillamente en la cultura de los hombres de su tiempo, sin privilegios ni ghettos. En aquella encrucijada, la visita del Papa significaba un espaldarazo a la acción humanizadora de la Iglesia en el campo de la enseñanza, en el que había sido pionera durante siglos, y en particular, una apuesta por la universidad católica. Las esclarecedoras palabras que pronunció entonces, y que quiso después recoger en la Constitución Apostólica sobre las Universidades Católicas Ex Corde Ecclesiae, la Charta Magna de las Universidades Católicas, aún resuenan en mi memoria:
Por su vocación la Universitas magistrorum et scholarium se consagra a la investigación, a la enseñanza y a la formación de los estudiantes, libremente reunidos con sus maestros animados todos por el mismo amor del saber. Ella comparte con todas las demás Universidades aquel gaudium de veritate, tan caro a San Agustín, esto es, el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento. Su tarea privilegiada es la de "unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de realidades que muy a menudo se tiende a oponer como si fuesen antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad"1.
La Universidad Católica -decía el Papa- realiza en sí misma la síntesis entre la fe y la razón en fidelidad a su la doble identidad: universidad y católica. No se trata de dos conceptos extraños, ni mucho menos incompatibles, como si sólo forzadamente pudieran darse juntos. Basta mirar a la historia para apercibirse de que la Universidad, tal y como la conocemos hoy, ha nacido ex corde Ecclesiae, del corazón de la Iglesia. En efecto, la existencia de la universidad católica debe su origen último al ejercicio del munus docendi, la misión de enseñar que la Iglesia ha recibido de Cristo mismo: vayan y hagan discípulos, enseñando a guardar cuanto yo les he mandado (cfr. Mt 28,19-20). La Iglesia ha concebido siempre esta misión desde la perspectiva integral de la persona. Porque no se trataba únicamente de transmitir ideas, meros conocimientos que quedan fuera del hombre, sino de formar la persona según el modelo del hombre nuevo, que es Jesucristo: «para llegar al conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).

Por ello no faltaron desde los primeros tiempos de la expansión del cristianismo diversos intentos de dar vida a una escuela en la que el saber humano y la transmisión del Evangelio fueran de la mano. Y aunque la aceptación de las ciencias profanas no siempre fue pacífica, -ya Tertuliano se preguntaba qué tenía que ver Atenas con Jerusalén- prevaleció siempre el criterio integrador. Así, San Justino abre en Roma la primera escuela filosófica cristiana, donde imparte a quienes quieran acercarse la verdadera filosofía, la que el Verbo vino a enseñar a los hombres. Años después, la Escuela Catequética de Alejandría se convierte en realidad en una verdadera Universidad Católica ante litteram, donde el objetivo no era sólo la iniciación a los misterios del cristianismo, que en realidad tenía lugar en las catequesis mistagógicas, cuanto una presentación razonable de la fe, capaz de responder a los interrogantes y desafíos que la cultura del tiempo planteaba a la Iglesia. Posteriormente, en la Edad Media, las escuelas monásticas y catedrales evolucionaron naturalmente hacia la configuración de la Universidad, en una búsqueda de mayor autonomía y de la visión integral del saber -universitas studiorum-, en una estrecha relación humana entre alumnos y profesores -universitas alumnorum et magistri-, notas que definen esencialmente la universidad . De ahí la hermosa definición con que la Ley de las Partidas del rey castellano Alfonso X el sabio define la Universidad: «ayuntamiento de profesores y estudiantes por el saber».
Esta búsqueda del saber se realiza en la Universidad Católica, según las palabras del Papa antes citadas, en una tensión armónica entre dos polos que podrían parecer antitéticos: la búsqueda del saber -universidad- y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad -católica. Como Universidad se vincula a la comunidad internacional del saber, el gremio de hombres y mujeres de todo el mundo que han hecho del saber su profesión de vida -no en vano quien enseña en la universidad recibe el título de profesor, aquel que ha hecho profesión de algo-. Por la segunda, en cambio, muestra su explícita vinculación a la Iglesia, local y universal, sin avergonzarse del Evangelio ni renegar ante la comunidad universitaria de su procedencia.

Estas dos vocaciones podrían parecer difícilmente conciliables. ¿Qué sentido tiene investigar, si ya se conoce la respuesta a lo que se investiga? Y sobre todo, ¿qué libertad puede haber para investigación si en definitiva hay en la Iglesia una autoridad a quien corresponde enseñar la verdad? Este temor de muchos de nuestros contemporáneos puede nacer de una inadecuada percepción de la autonomía de las realidades terrenas, que el Concilio Vaticano II sancionó en uno de los más bellos y audaces pasajes de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes. En efecto, según el Concilio,
la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios (ibid.).
Es precisamente el reconocimiento de la bondad del orden creado de las cosas lo que permite a la Iglesia defender la existencia de una universidad católica. Evocando la figura de Santo Tomás, Chesterton decía que «nadie logrará entender la filosofía tomista, o la católica, sin darse antes plena cuenta de que su parte fundamental es el elogio de la vida, el elogio del ser, el elogio de Dios como creador del mundo»3 .

De ahí que las notas de su doble vocación -universitaria y católica- no puedan nunca oponerse como antitéticas. Diremos más aún: su relación no puede ser extrínseca, como si la fe viniera a ser simplemente un complemento que viene a añadirse desde fuera a una realidad que ya está completa en sí misma, y que podría perfectamente prescindir de la fe. No: si Jesucristo es la plenitud de la revelación, si es verdad, como dice de nuevo el Concilio, que «Cristo nuestro Señor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (Gaudium et spes, 22), entonces el modelo auténtico de lo humano, en todas sus dimensiones, se halla en la fe. La visión que ofrece la fe será siempre la culminación del saber, el conocimiento superior que desborda, mas no anula, el conocimiento humano.

Fiel a esta vocación originaria, la Universidad Católica ha de evitar la tentación de adaptarse servilmente a las exigencias del mercado y transformarse simplemente en una escuela profesional de alto nivel. La Universidad no puede reducirse a una fábrica de titulados, ni ha de regirse sólo por criterios de eficiencia y rendimiento económico, por muy necesarios que estos sean. Sus alumnos no pueden ser calificados de «jóvenes profesionales», como pomposamente proclama la publicidad de algunas universidades, buscando arrancar clientes a la competencia. Quienes en ella enseñan no son funcionarios, sino profesores, es decir, aquellos que han hecho profesión de consagrarse al estudio de la verdad. El objetivo de la Universidad no es únicamente conseguir la inserción en el mercado de trabajo, sino antes y sobre todo, la búsqueda de la verdad, en esa relación única que se establece entre el maestro y el alumno, verdadera comunión de vida, «ayuntamiento», en las palabras del rey sabio. Decir Universidad es decir universalidad en el saber, la pasión por el conocimiento en toda su extensión, de la que participan todas las facultades, para superar la fragmentación de saberes en que tiende a encerrarse el conocimiento.

Así pues, la misión propia de la universidad, y principalmente de la Universidad católica, es la «diakonía de la verdad», el servicio apasionado a la verdad . Para la Universidad Católica, ésta es su manera de servir, al mismo tiempo, a la dignidad del hombre y a la causa de la Iglesia, que tiene «la íntima convicción de que la verdad es su verdadera aliada ... y que el saber y la razón son fieles servidores de la fe» .

Colocar en el primer puesto el servicio a la verdad no es una simple cuestión metodológica; es una opción grávida de consecuencias. Significa colocar en el centro de la comunidad universitaria a la persona humana, dotada de capacidad racional y de voluntad libre, que es quien experimenta el gozo por la verdad, y el inagotable deseo humano de encontrar el esplendor de la belleza, la perfección y gloria de la obra y de su artífice. Esta visión conlleva al mismo tiempo el horror a la mentira y a la impostura, el vivo deseo de evitar todo sofisma y de aprisionar la verdad en la injusticia, como previene San Pablo. Preferir la verdad a la mentira no es solamente un acto propio de la capacidad cognoscitiva del intelecto humano, sino también un acto propio de la libertad que busca el bien, y con ello, la realización plena del sentido de la existencia.
Hablar de verdad en la cultura contemporánea constituye una provocación y un desafío. Los hombres de nuestro tiempo desconfían de quienes parecen sentirse muy seguros de la verdad, secuestrada a menudo por los políticos para sus intereses. La pregunta de Pilatos -¿qué es la verdad?- parece haberse convertido en el distintivo de nuestro tiempo. No sabemos, se nos dice, si existe una verdad, ni tampoco si es posible conocerla. Y se nos invita a desconfiar de la personas que se sienten muy seguras de la verdad, que es una palabra demasiado fuerte para nuestros oídos educados en el pensamiento débil.

Por el contrario, la «diakonía de la verdad» significa el compromiso de no contentarse con verdades parciales, fragmentarias y dispersas, establecer permanentemente el paso del fenómeno al fundamento (Fides et Ratio, 83), de las cosas a las causas, sin darse tregua en esta búsqueda de la verdad. Nietzsche definía el nihilismo como la falta de la finalidad, de la pregunta por el por qué. Debemos reconocer que vivimos en un ambiente intelectual enrarecido por el nihilismo que ha renunciado al gozo por la verdad, y por ello, expuesto a la tentación de un uso instrumental y pragmático de la verdad. No hay mayor forma de corrupción que la intelectual, que consiste en aprisionar la verdad en la injusticia y llamar mal al bien.
Naturalmente, el servicio a la verdad no excluye, sino que fomenta la tarea de estudiar los graves problemas contemporáneos y de elaborar proyectos de solución que concreticen los valores religiosos y éticos propios de una visión cristiana del hombre6. Dicho de otro modo, la diakonía de la verdad exige que la Universidad Católica sea pionera en la investigación en todas las disciplinas que se imparten en ella. Seminarios, laboratorios, publicaciones, el fomento de la creatividad y el espíritu crítico, el deseo de mejorar, deben formar parte del acervo de valores propios de una universidad católica, que no puede limitarse a vivir de lo que se investiga en otras partes. Está llamada a ofrecer una contribución original a la luz de su visión del hombre. Y si es cierto que no hay una matemática cristiana ni una física cristiana, no lo es menos que en todos los campos, la fe ha sido un poderoso incentivo para la investigación. Y cuando se trata de la aplicación de la ciencia mediante la técnica a la realidad, la visión cristiana del hombre no puede dejar de influir en la búsqueda de soluciones que tengan en cuenta el hombre integral o, según la expresión de Pablo VI en Populorum Progressio: todo el hombre y todos los hombres7.

Consecuentemente, la universidad católica tiene su nota característica en la primacía de la formación integral de la persona sobre la capacitación laboral. Esta formación integral recibía, en tiempos de santo Tomás, el nombre de sapientia, es decir, aquella forma superior de conocimiento en la que se integran los distintos saberes. Esta sapientia indica, ante todo, una mayor interdisciplinariedad. Con frecuencia, tenemos que constatar un lamentable alejamiento entre facultades de una misma universidad, que a menudo ignoran lo que hacen los departamentos vecinos. Cuando era rector solía decir bromeando que parecía como si el rector fuera el único que sabía que en el Institut Catholique había una facultad de ingeniería junto a la de teología o filosofía.

La Universidad es un lugar privilegiado para ampliar los horizontes abriéndose a la totalidad del saber humano. Acaso no estuviera tan equivocada aquella universidad inglesa que exigía a sus alumnos obtener un diploma en humanidades antes de comenzar los estudios de Medicina. El estudio de las humanidades no podrá ser nunca un estorbo, porque en definitiva no es sino el estudio del hombre, tal y como lo ha descrito la literatura, lo ha reflejado el arte, se ha pensado a sí mismo en la reflexión filosófica y se conoce en su andadura histórica. Tal era la idea del Cardenal Newman. Para él, la universidad, antes que enseñar artes liberales, -como se denominaban las especialidades en la antigüedad-, había de ser un Studium Generale. Sin esta interdisciplinariedad corremos el riesgo de que las alicortas y miopes visiones de la utilidad inmediata ocupen el centro de la verdad.

Pero formación integral, o sea, sapientia, significa sobre todo el crecimiento como persona en todos los órdenes. Los antiguos se verían sorprendidos al comprobar que la universidad no siempre hace mejores a quienes enseñan o quienes aprenden. Y no les faltaría razón. ¿De qué nos serviría formar excelentes técnicos, médicos, abogados, empresarios, si carecen de una visión armónica del saber y del mundo, si no están preparados para hacer frente a los problemas éticos y morales que el ejercicio de su profesión les va a plantear inexorablemente? Personalmente les confesaré mi temor a vivir en un mundo dominado por expertos sin alma, a merced de especialistas que saben casi todo acerca de muy poco y casi nada acerca de todo lo demás, de las cosas que verdaderamente importan.
De no ser así, ¿qué clase de Universidad sería aquella que por aumentar su rendimiento con vistas a satisfacer la demanda de puestos de trabajo en el mercado, elimina como superfluas las grandes cuestiones de la existencia humana, Dios, el sentido de la vida, la muerte, la justicia, la paz tal y como se nos presentan en la literatura, la historia, la reflexión ética y la búsqueda del fundamento de las cosas? ¿Qué médicos, informáticos, fisioterapeutas, periodistas, ingenieros, publicistas serán aquellos que saben cómo funcionan las cosas, pero no para qué? ¿De qué sirve construir puentes, proyectar complejos industriales, diseñar sofisticados programas informáticos o conocer las más avanzadas técnicas de cultivo celular, si no sabemos para qué los queremos? La sociedad de la hipertrofia de los medios y de la atrofia de los fines, -en expresión de mi admirado Paul Ricoeur- corre el riesgo de convertirse en alguna de las peores pesadillas diseñadas por las novelas de ciencia ficción: el mundo sometido a la racionalidad técnica instrumental, en la que el hombre es considerado únicamente un engranaje anónimo del complejo mecanismo social, considerado en función de criterios de eficiencia y rentabilidad. Un mundo donde no hay sitio para aquello que no sea útil.
Cuanto hemos dicho acerca de la misión de la Universidad Católica, puede resumirse en el ideal que los antiguos griegos denominaban paideia, un ideal de formación y de crecimiento de la persona8 . Esta paideia cristiana deviene el principio inspirador de toda la vida universitaria. No se trata simplemente de algunas orientaciones pedagógicas concretas, ni de un código de comportamiento universitario. Lo mismo que el adjetivo católico aplicado a una universidad no puede limitarse a un añadido que designa la titularidad de la propiedad de la Universidad, que permanecería sustancialmente idéntica si fuese estatal o privada. Ser católica no puede limitarse simplemente al hecho de que en el curriculum se incluyan algunos cursos de teología o a la oferta de actividades de voluntariado social extracurriculares. Ni siquiera la presencia de una capellanía en la universidad, con la celebración institucional de algunos actos religiosos, basta para hacer que una universidad católica lo sea verdaderamente. Esta paideia cristiana, que constituye la dimensión católica de la universidad, debe permear sus fibras íntimas, las relaciones entre los miembros de la comunidad académica, la configuración de los planes de estudio, las actividades de la Universidad. De otro modo, estaríamos negando la capacidad que tiene el Evangelio para inspirar un modelo educativo y humano, pues la fe vendría a añadirse al final sobre un proyecto de hombre ya completo, como un simple adorno.

En este contexto, adquiere una enorme actualidad la famosa Carta a un estudiante de Santo Tomás de Aquino9 , en la que el santo ofrece a fray Juan, un joven estudiante, algunos consejos para mejorar el estudio. Entre estos consejos se encuentran, como no podía ser menos, algunos referidos al método de estudio, con algunas sugerencias interesantes: El uno, «proceder de lo más fácil a lo más difícil», es el típico proceso de análisis. El trece, «atender a lo que se lee y escucha», consiste en centrar toda la atención en las lecturas o en las clases. De aquí la recomendación doce: «retener en la memoria cuanto de bueno se escuche, sin importar quién lo haya dicho», pues es al que ha escuchado a quien le servirá. El consejo catorce no presenta mayor dificultad, ya que se trata, simplemente, de aclarar, en lo posible, las dudas. El quince es memorizar, a la vez que entender, lo mas que se pueda, la materia de estudio. Finalmente, la advertencia dieciséis consiste en no estudiar aquellos temas que desborden nuestras capacidades intelectuales o el tiempo que podamos dedicar a meditarlos.

Sin embargo, junto a estas recomendaciones, santo Tomás recuerda que para el estudio no basta únicamente un método de estudio adecuado, sino que es necesario además un modo de vida coherente. He aquí el programa de vida que ofrece santo Tomás: «tres: depura tu conciencia; cuatro: No abandones el tiempo dedicado a orar; seis: Muéstrate amable con todos; once: no dejes de imitar los ejemplos de los santos y hombres buenos;». En su aparente sencillez, santo Tomás recuerda que la búsqueda de la verdad , y por tanto el estudio, es una facultad que implica a todo el hombre. La Universidad debería ser precisamente el lugar donde uno no sólo aprende más cosas, adquiere más conocimientos, sino, sobre todo, donde uno es más, se hace más hombre, mejor hombre, donde crece su humanidad.

Santo Tomás concluía su breve carta advirtiendo al joven estudiante: «Siguiendo esas indicaciones, echarás ramas y darás frutos útiles en la viña del Señor Altísimo, mientras vivas. Si sigues estos consejos, podrás alcanzar aquello a lo que aspiras»10 .

Por ello, queridos amigos, es necesario recordar que la misión de la Universidad Católica no está completa sin la referencia a la evangelización. Pero una evangelización con el estilo y el acento propio del quehacer universitario. Esta misión comporta dos aspectos. En primer lugar, un aspecto subjetivo o personal: la evangelización de las personas. En esta perspectiva, «la Iglesia entra en diálogo con las personas concretas -hombres y mujeres, profesores, estudiantes, empleados-, y por medio de ellos, aunque no exclusivamente, con las corrientes culturales que caracterizan ese ambiente» . No olvidemos que a lo largo de la historia, la Universidad ha sido lugar de encuentro con Cristo vivo, gracias a las amistades surgidas en su seno, a la acción persuasiva y eficaz del profesor, o a la labor callada y humilde del personal no docente. En la Universidad de París, Ignacio de Loyola ganó para Cristo un grupo de compañeros que ofrecieron después su vida al servicio del Evangelio. El beato Federico Ozanam, desde su cátedra de la Universidad de París, daba testimonio público de su fe desde la cátedra y de la misericordia de Dios con los pobres a través de las Conferencias de san Vicente de Paúl.

Pero existe además un aspecto objetivo de esta evangelización, que consiste en la evangelización de la cultura, o sea, en «el diálogo entre la fe y las diversas disciplinas del saber». En el contexto de la Universidad, la aparición de nuevas corrientes culturales está estrechamente vinculada a las grandes cuestiones del hombre, al sentido de su ser y de su obrar y, en particular a su conciencia y a su libertad. «A este nivel, es deber prioritario de los intelectuales católicos promover una síntesis renovada y vital entre la fe y la cultura» . También hoy es necesario anunciar a Jesucristo en los salones y los pasillos de la Universidad, en la conversación íntima, en diálogo alma a alma, o públicamente desde el estrado, en la capilla, a través de los diversos actos organizados por la Universidad.
No quisiera concluir sin mencionar un elemento insustituible en la configuración de este proyecto universitario. Me refiero a ustedes, queridos amigos profesores y profesoras. En la comunidad universitaria, todos son importantes. Pero indudablemente, la responsabilidad mayor recae sobre los profesores. La Universidad será lo que sean sus profesores, no sólo por su competencia científica y profesional, sino sobre todo por el testimonio límpido de su fe, por su humanidad plena y realizada en la que se unifican existencialmente la verdad, el bien y la belleza. Quiero por ello terminar ahora dirigiéndome a ustedes, queridos amigos para animarlos a vivir en plenitud su vocación de académicos cristianos. Permítanme que recurra para ello a una imagen tomada de la mitología y la literatura clásica romana: Eneas. Eneas es el héroe de la epopeya virgiliana, antecesor de la dinastía Julia, que huye de Troya cargando sobre sus espaldas al anciano padre Anquises, un gesto que le valió en la antigüedad el epíteto de pío. Y al mismo tiempo lleva de la mano a su joven hijo Ascanio. Eneas representa así el lazo de unión entre el pasado, en la figura de Anquises, y el futuro encarnado en Ascanio. El profesor universitario está llamado a desempeñar este papel frente a sus alumnos. Por una parte, lleva consigo todo el bagaje intelectual y existencial de las generaciones precedentes, y por ello puede convertirse en un punto de referencia seguro. Al mismo tiempo, conduce de la mano a las nuevas generaciones hacia regiones que él mismo ignora.

Queridos profesores, permítanme que les haga una invitación, que es al tiempo un ruego, como uno que conoce la universidad: sean maestros de sus alumnos y no sólo docentes. Dedíquenles todo el tiempo que sea necesario, sin tasarlo mezquinamente. Prolonguen la lección en el trato personal con sus alumnos, estimulen en el trato personal con ellos, la pasión por el saber, el deseo de aspirar a metas más altas, de no conformarse con los logros adquiridos. Demuéstrenles con su vida que es posible realizar la síntesis entre el conocimiento y el amor: que a un mayor conocimiento del mundo y de la realidad, corresponde una vida moral más íntegra, que saber más significa también ser más sabio y, por tanto, mejor. La Universidad católica, si quiere sobrevivir en medio de la despiadada competencia de nuestro tiempo, no necesita sólo de expertos, sino sobre todo de maestros.

Queridos amigos: nuestra misión en el mundo de la Universidad, como en el mundo, es ser portadores del Evangelio de la esperanza. Sabemos que hay muchas cosas que no van bien, o no tan bien como quisiéramos. La paz y la convivencia pacífica, la justicia social, en esta tierra madrileña y en el mundo entero aparecen tan frágiles o tan lejanas, que cunde el desánimo. Pero Dios no deja de actuar, no ha abandonado el mundo a su suerte. Es necesario saber leer los signos de los tiempos y descubrir, en medio de las convulsiones de nuestro mundo, las esperanzas y los anhelos de los hombres de nuestro tiempo, que constituyen puntos de anclaje para el anuncio del Evangelio. Es necesario redescubrir la virtud de la esperanza, la hermana menor de las virtudes, como decía Péguy. La Constitución Pastoral Gaudium et spes sigue conservando plena actualidad y debe constituir una guía segura para orientar la misión del laico en el mundo, y en particular en el mundo universitario. Quisiera concluir precisamente estas reflexiones tomando unas palabras de Gaudium et spes, que constituyen un desafío y un llamado a la esperanza: «Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar» (Gaudium et Spes, 31).

APÉNDICE

Carta exhortatoria a fray Juan
Puesto que me preguntaste, Juan carísimo en Cristo, de qué modo debes aplicarte para adquirir el tesoro de la ciencia, este es el consejo que te doy:
1º que por los riachuelos y no de golpe al mar procures introducirte, ya que conviene ir a las cosas difíciles a través de las más fáciles.
2º Por tanto, este es mi consejo y tu instrucción. Sé tardo para hablar e incorpórate tarde a los coloquios;
3º depura tu conciencia.
4º No abandones el tiempo dedicado a orar;
5º ama permanecer en tu celda, si quieres ser introducido donde está el vino añejo.
6º Muéstrate amable con todos;
7º no pretendas conocer con todo detalle las acciones de los demás.
8º con nadie te muestres muy familiar, porque las familiaridades originan desprecios y suministran materia para sustraerse al estudio;
9º en lo que dicen o hacen los mundanos no te impliques de ninguna manera;
10º apártate del discurso que pretende explicarlo todo;
11º no dejes de imitar los ejemplos de los santos y hombres buenos;
12º sin importarte a quién oigas, encomienda a la memoria lo que se diga de bueno;
13º lo que leas y oigas, esfuérzate en entenderlo;
14º acerca de los asuntos dudosos, cerciórate;
15º y preocúpate de guardar cuanto puedas en el cofre de la mente, como quien ansía llenar un recipiente;
16º no pretendas lo que es más alto que tú.
Siguiendo esas indicaciones, echarás ramas y darás frutos útiles en la viña del Señor Altísimo, mientras vivas. Si sigues estos consejos, podrás alcanzar aquello a lo que aspiras"
Santo Tomás de Aquino
Notas

1 JUAN PABLO II, Ex Corde Ecclesiae (15-8-1990) n.1.
2 Cfr. P. POUPARD, Iglesia y culturas. Orientaciones para una pastoral de la inteligencia, Edicep, Valencia-México 1998. Cap. II: «La universidad, la Iglesia y el Estado», pp. 35-41.
3 G. K. CHESTERTON, Santo Tomás de Aquino, Espasa-Calpe, Madrid 1948, p. 94.
4 Cfr. P. POUPARD, Buscar la verdad en la cultura contemporánea, Ciudad Nueva, Santiago 1995.
5 JUAN PABLO II, Constitución Apostólica "Ex Corde Ecclesiae", 4.
6 Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA-CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS-CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Presencia de la Iglesia en la Universidad y en la Cultura Universitaria, Ciudad del Vaticano 1994, 15.
7 «Para ser auténtico, el desarrollo ha de ser integral, es decir, debe promover a todos los hombres y a todo el hombre» PABLO VI, Populorum Progressio, n.14.
8 He desarrollado este tema más ampliamente en mi libro P. POUPARD, Le christianisme à l´aube du IIIe millénaire, Plon-Mame, Paris 1999. Cfr. también Inteligencia y afecto. Notas para una paideia cristiana, UCAM, Murcia 2001.
9 Una edición reciente de la carta, con interesantes comentarios, en A. LOBATO-J.A. MARTÍNEZ PUCHE, Tomás de Aquino, el santo, el maestro, Edibesa, Madrid 2001.
10 Ibid.
11 Presencia de la Iglesia en la Universidad y la cultura universitaria, p. 13.
12 ibid.

Preguntas y comentarios al autor de este artículo




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El sentido busca al hombre


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