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Fundamentos de la Bioética personalista
Iglesia, Sociedad y Política /Derecho, Ética y Moral

Por: Dr. Gonzalo Miranda | Fuente: churchforum.com



Introducción

No hace mucho un autor refería la postura de los médicos italianos en relación con la discusión sobre el tema de la eutanasia: «No ha habido necesidad ni de polémicas, ni de reajustes. Los médicos, con el código en la mano, han dicho tranquilamente, pero también firmemente, que no. Lo han repetido por enésima vez: el código deontológico prevé que el médico asista al paciente hasta el final, no que se ensañe contra él. Si el Estado quiere introducir la eutanasia en el ordenamiento jurídico italiano debe escoger también los hombres que sepan suministrar la muerte. No serán ciertamente los médicos».

Sin embargo, otro autor, americano, también médico, escribe: «Desde aquel momento (cuando vio padecer de cáncer una señora) me convencí de que la eutanasia y el suicidio con la ayuda de un médico son siempre éticos, a pesar de lo que muchas personas piensen o digan». Y más adelante añade: «Ha llegado el momento de dar el ´salto cualitativo´ de enriquecer el concepto de la eutanasia con los enormes beneficios de la experimentación y la donación de órganos»

El contraste agudo, radical, entre estas dos posturas no es contraposición de dos extremos aislados y ajenos a la realidad cultural y social de nuestros días. Es más bien un ejemplo cualquiera de la situación actual en relación con los problemas planteados por la biomedicina: hay tensiones, desacuerdos radicales, posturas profundamente divergentes y hasta contrarias.

En este clima de contrastes, percibimos la necesidad de encontrar una plataforma de pensamiento ético válida y sólida, un fondo en el que se pueda anclar nuestra razón ética, evitando así andar a la deriva.

¿Será de verdad necesario fundar la bioética en la persona?

Perderíamos miserablemente el tiempo si nos dedicáramos a enunciar algunos principios de la llamada «bioética personalista» como si se tratara de una simple opción caprichosa por una escuela o corriente de bioética, entre las muchas que ofrece el mercado actual. Creo que conviene que nos preguntemos tajantemente antes de comenzar: «¿por qué tenemos que fundamentar la bioética en una visión personalista?». Hay otras muchas visiones interesantes: la analista, la contractualista, la utilitarista con sus diversas ramificaciones... ¿Será de verdad necesario fundar la bioética en la persona? Más aún, ¿es de verdad necesario fundar la bioética? ¿No podríamos evitarnos dolores de cabeza y dejar que cada uno se las arregle como pueda y actúe conforme a las intuiciones éticas de su conciencia o guiado por algunos principios generalmente admitidos como válidos?

Quisiera reflexionar con Uds. para ver que la fundamentación personalista de la bioética no es un «capricho intelectual», y menos aún una «opción confesional»: un conjunto de convicciones que puede ser válido para quien profesa la fe católica y hace suya la Revelación; pero que no puede ser aceptada desde una plataforma puramente racional. Me propongo hacer ver que, al contrario, la fundamentación personalista es expresión de una seria reflexión racional sobre la realidad que constituye el centro de la actividad biomédica, a la vez sujeto y objeto de la misma: la persona humana.

Procederé en dos pasos lógicos:

Primero reflexionaré sobre la necesidad de fundar la bioética en una comprensión de la realidad, haciendo ver que, incluso cuando se niega esa posibilidad, es la realidad misma la que se impone a nuestra subjetividad ética.

Segundo. No se trata de cualquier realidad, sino de la realidad de la persona humana: esa persona concreta a la que tengo que tratar médicamente, y esta persona humana que soy yo, y que tiene que decidir cómo tratar a la otra persona. Habrá, pues, que reflexionar sobre el significado profundo de esa realidad que llamamos «persona». A partir de esa base, podremos deducir racionalmente algunos principios fundamentales para la práctica médica, algo así como la estructura ética de una bioética personalista.

Ética y Bioética sobre el fundamento de la realidad

Podría parecer superfluo detenerse en este punto. Y sin embargo, me parece que actualmente no se puede, ni se debe, dar por supuesto, como veremos inmediatamente. Por otra parte, si no se concuerda en esa afirmación mínima, elemental, de que la reflexión ética y la bioética no pueden no surgir de un esfuerzo de comprensión de la realidad, es inútil tratar de presentar unos principios bioéticos que sólo pueden fundarse sobre una comprensión de la realidad, de la realidad de la persona humana: estaríamos construyendo castillos en el aire.

Me parece oportuno e interesante tejer nuestra reflexión no en forma de monólogo intelectual, sino dialogando con algunos autores. De ese diálogo dialéctico podrá surgir un planteamiento más claro y más concreto de lo que intento decir.

Me he fijado especialmente en un conocido autor contemporáneo, Hugo Tristram Engelhardt, y concretamente en su famoso texto: «The Fondations of Bioethics». Me parece singularmente adecuado, porque se refiere exactamente al problema que debemos enfrentar aquí, por la nitidez y sinceridad con que expresa su posición, y por el influjo notable que ese libro ejerce, sobre todo en el ambiente anglosajón.

El punto de partida de Engelhardt es muy claro: vivimos en una sociedad laica pluralista. Una sociedad en la que no es ya posible pensar en la concordancia de las diversas y contrastantes visiones éticas de los diversos grupos o personas. Predominan las divergencias y controversias sobre temas como la contracepción, el aborto, la destinación de los recursos sanitarios, etc.. Por otra parte, no podemos conformarnos con que cada uno haga lo que le parece sin preocuparse por la rectitud ética de sus acciones. Se requiere un esfuerzo de reflexión racional para justificar las propias opciones. No un esfuerzo de mera descripción de lo que la gente piensa en una determinada sociedad, sino «un esfuerzo por considerar las razones y determinar cuáles deberían ser aceptadas por individuos racionales imparciales, libres de prejuicios y no condicionados por una cultura, interesados únicamente por la coherencia y la fuerza de la argumentación racional».

Ahora bien, dada la situación de pluralismo en que nos encontramos, no podemos pretender que valga más la visión de un grupo que la de los otros. En la sociedad hay diversas «comunidades morales», cada una con «una visión concreta común del bien». Ninguna de ellas puede pretender tener la verdad, ni menos aún lograr que los demás acepten su visión. Sólo habría cuatro modos posibles para lograr resolver las controversias sobre la corrección de las diversas líneas de conducta: el uso de la fuerza, la conversión de una parte a la concepción de la otra, una argumentación sólida, o procedimientos concordados.

El uso de la fuerza debe ser excluido. «La fuerza, de por sí, no posee autoridad moral». La conversión a los valores profesados por una comunidad se ha demostrado irrealizable.

También el tercer camino, el de obtener autoridad moral a través de argumentos racionales está destinado al fracaso. La razón es que para dar argumentos racionales hay que «apelar a un sentido moral particular»; es decir, quien pretende argumentar racionalmente lo hace, necesariamente, desde la base de una serie de convicciones precedentemente asumidas, que no son compartidas por los demás.

Tomemos, por ejemplo, el enfoque llamado «consecuencialista». Engelhardt hace ver que en el fondo presupone una ética no-consecuencialista, porque no es posible establecer qué acción conviene realizar en función de sus consecuencias previsibles si no se sabe ya antes qué consecuencias son mejores y cuáles peores, es decir, «para valorar las consecuencias es necesario un criterio moral».

Algo parecido habría que decir del «intuicionismo», de la «teoría de la elección hipotética», del «análisis de la racionalidad, de la neutralidad o de la imparcialidad», y del recurso a la estructura de la realidad propia del «derecho natural».

Todos esos intentos fracasan necesariamente porque «todas las opciones morales concretas presuponen que se puede identificar un sentido moral particular dotado de autoridad. La dificultad está en el dar fundamento a cualquier sentido moral concreto particular», «para establecer racionalmente como moralmente autorizada una particular .

La conclusión parece clara y contundente: nos queda sólo un camino de solución, «la única esperanza que queda es la solución a través del acuerdo». Estamos, pues, ante una expresión singularmente pura de la llamada «ética contratualista».

Todo este razonamiento parece lógicamente perfecto. Y sin embargo hay en él una contradicción intrínseca que me deja verdaderamente perplejo. Es admirable ver que el autor no se da cuenta de que su propuesta adolece exactamente de lo mismo que achaca él a los demás intentos. Según Engelhardt la solución por él propuesta, el contractualismo, es la única válida por que es la única que «no compromete en relación con ninguna particular visión moral concreta de la vida moralmente buena». Esta afirmación, simplemente no es cierta. El autor tiene una visión moral concreta, y muy clara, determinante; para él hay un valor fundamental: la tolerancia y la convivencia pacífica.

Toda su preocupación, desde el inicio del libro, está en lograr establecer una base para la solución pacífica de las controversias en bioética. Para él «la noción de la comunidad pacífica, ... es el núcleo de la ética laica». Por ello postula lo que él mismo llama «moral del respeto recíproco». Por más que él niegue que esa ética está «fundada sobre una preocupación condicional por la paz», y apele al concepto kantiano de «condición trascendental, una condición necesaria de posibilidad para una esfera general de la vida humana y de la vida de las personas en general», es evidente que toda su reflexión está montada sobre la suposición de que debemos buscar por encima de todo la convivencia pacífica, en la tolerancia, el respeto mutuo; por eso, por ejemplo, se debe respetar la libertad de cada individuo, por eso se impone la práctica del consenso informado en la asistencia sanitaria, por eso podemos hacer aquello en lo que están de acuerdo todos los que están implicados en ello, por eso ninguno puede usar la fuerza con autoridad contra los inocentes no conformes, etc.

Es tal la fuerza de su convicción en relación con ese valor que llega a afirmar que «aunque gran parte de la ética es irremediablemente subjetiva y relativa, hay también un núcleo conceptual objetivo y absoluto. Hay una estructura intersubjetiva de la ética en virtud de su misma concepción como alternativa a la solución de las disputas mediante la fuerza». La misma ética es concebida en función del valor de la convivencia pacífica, «como alternativa a la solución... mediante la fuerza».

Desde luego, concuerdo plenamente con su apreciación del valor de la paz y de la tolerancia. Pero hay que reconocer que también en este caso estamos ante una «concepción concreta de la naturaleza de la vida moralmente buena»; también Engelhardt «apela a un sentido moral particular». Si queremos ir a fondo en nuestra fundamentación de la ética tenemos que preguntarnos radicalmente: ¿quién ha dicho que todos tengan que estar de acuerdo con el principio de la tolerancia y del respeto mutuo?

En una sociedad pluralista puede haber personas y grupos -de hecho los hay- que piensan que es necesaria la instauración, aunque sea por la fuerza, de un orden moral conforme a ciertos valores considerados por ellos irrenunciables; y prefieren la defensa de esos valores a la tolerancia pasiva de ciertos desórdenes e injusticias que ellos consideran precisamente «intolerables». Ellos son parte de la sociedad pluralista. No estarán dispuestos a establecer un consenso en relación con algo que consideran «no negociable».

¿Cómo superar esa controversia?

De las cuatro vías hipotéticas delineadas por Engelhardt ellos rechazan la última, la del consenso, y prefieren la primera si es necesario: la imposición por la fuerza. ¿Cómo se les puede convencer de que deben aceptar el consenso? ¿por la fuerza? Curiosamente, Engelhardt diría que sí. El admite el uso de la fuerza contra quienes, no aceptando plenamente su ética del consenso, violan la autonomía de los demás, porque no pueden apelar coherentemente, para condenar el uso de la fuerza, a un principio que han rechazado. Me parece evidente que su razonamiento se vuelve contra él: si alguien utiliza la fuerza contra quien la utilizó porque rechazó el principio del no uso de la fuerza, está él mismo rechazando ese principio y podría ser él mismo tratado con la fuerza.

Antes de presentar su solución, y tras haber descartado las otras, Engelhardt escribe un párrafo que titula «al borde del nihilismo». El único modo de no caer en él sería acoger la ética del consenso. Yo creo que acogiendo sus razones daríamos un paso al frente, y caeríamos en él.

Y estoy convencido de que en realidad el único modo de evitarlo es reconocer la capacidad de la razón humana de encontrar y exponer razones válidas que justifiquen una determinada opción ética. Creo que el error de fondo de Engelhardt, como de muchos teóricos actuales de la bioética y de la ética en general, es el rechazo de la posibilidad de encontrar argumentos racionales válidos, por culpa de la radical desconfianza racional que ha envenenado el pensamiento moderno y contemporáneo.

Engelhardt rechaza la posibilidad de resolver los dilemas morales apelando a las estructuras de la realidad

No me voy a entretener aquí en la demostración de la capacidad de la razón para conocer la realidad y deducir de ella principios éticos razonables, firmes y convincentes. Nos llevaría muy lejos. Prefiero hacer notar que, en realidad, todos actuamos y razonamos sobre la base de esa convicción, aún cuando teóricamente la neguemos.

La cosa es evidente en el caso de Engelhardt. Como decía antes, el autor rechaza la posibilidad de resolver los dilemas morales apelando a las estructuras de la realidad, porque primero habría que demostrar el carácter normativo de la realidad, cosa que considera imposible. Sin embargo, detrás de algunos de sus juicios morales se esconde una concreta comprensión de la realidad como criterio determinante, normativo.

Un ejemplo: a lo largo de su escrito afirma repetidas veces que el derecho al aborto no puede ser discutido, porque negarlo sería violar la autonomía de las mujeres que lo desean. Sin embargo, afirma también insistentemente que no se puede usar la fuerza y practicar la violencia contra seres inocentes sin su consentimiento. Evidentemente, el feto que según él puede ser eliminado con el aborto, no puede dar su consentimiento. Luego, si se puede usar la fuerza contra él, y no se puede usar la fuerza contra seres inocentes sin su consentimiento, será porque el feto no es un «ser inocente», es decir, no es un ser humano.

En el fondo, Engelhardt puede sostener el derecho al aborto basado en su comprensión de la realidad, de la realidad del embrión o el feto como no humano, o mejor, como un ser que pertenece a la especie humana, pero no es persona. De hecho, más adelante dedicará bastantes páginas a defender que los fetos no son personas, como no lo son los niños, los retrasados mentales y quienes se encuentran en coma.

No me interesa por ahora discutir su concepto de persona. Me interesa solamente hacer ver que él hace exactamente lo que rechaza en teoría: establece unos criterios éticos en función de su comprensión de la realidad: es la realidad del feto como no persona y la del adulto consciente como persona la que establece una diferencia entre el comportamiento moral en relación con uno o con otro: la realidad es, para él, moralmente normativa.

Engelhardt y la autonomía

Lo mismo habría que decir del principio de «autonomía» que constituye el principio fundamental en el sistema ético del Autor. Se debe absolutamente respetar la autonomía de cualquier persona. Pero ese principio supone la comprensión de la persona como ser autónomo, libre; supone una antropología. Y supone también la convicción de que ese modo de ser de la persona libre es normativo, debe ser respetado: estamos ante una antropología normativa.

No tiene nada de extraño ni de condenable que también Engelhardt razone en función de su comprensión de la realidad. Lo malo es que no se dé cuenta de ello, y niege teóricamente la posibilidad de razonar como él mismo razona. La negación de esa posibilidad lleva a muchos a soslayar el esfuerzo necesario para buscar honesta, humilde y tenazmente la verdad de las cosas. De ese modo, nunca pueden fundamentar sólidamente, «real-mente», sus sistemas o juicios éticos. De ahí la sensación de relatividad precaria, y hasta de montaje artificial que provocan muchos de los intentos actuales de fundamentación bioética.

Bioética de los principios

Es significativo, en este sentido, el vivaz debate que se ha encendido en Estados Unidos entre la llamada «bioética de los principios» y la «bioética de las virtudes». A la primera corriente, llamada también «principialismo», propuesta y difundida sobre todo por Beauchamp y Childress en su famoso «Principles of Biomedical Ethics», se le hacen actualmente algunas críticas serias, que evidencian la precariedad de ese «paradigma de los principios». Una de las críticas es precisamente la falta de fundamentación de todo el sistema sobre la base de una determinada concepción de la realidad, sobre todo de la realidad del hombre.

De hecho, Beauchamp y Childress anotan al inicio de su libro que la referencia a una teoría ética que justifique los principios bioéticos depende de una determinada comprensión del mundo y de la naturaleza del hombre (lo que ellos llaman «factual beliefs»). Pero se quedan en esa observación, sin sacar sus consecuencias, y sin analizar la determinada comprensión de los «factual beliefs» en los que se basa la teoría ética que justifica sus principios. De ese modo, sus famosos principios de autonomía, beneficencia, no maleficencia y justicia se encuentran como suspendidos en el aire, sin un apoyo riguroso sobre el terreno de la realidad; y sobre todo, no se posee un criterio claro y objetivo para establecer algún tipo de jerarquía entre esos cuatro principios y resolver los frecuentes y difíciles conflictos que se suelen producir entre ellos.

Bioética de las virtudes

Algunos proponen, pues, como alternativa, la «bioética de las virtudes», que pone la atención, no en unos principios externos a la persona sino en la experiencia subjetiva del sujeto moral. Hay sin duda en ello un enriquecimiento real de la reflexión bioética. Sin embargo, tampoco ese esfuerzo es suficiente.

El concepto de «virtud» dice relación al bien moral del sujeto: «virtuoso» es el hombre bueno; no buen músico, buen literato o buen filósofo... sino bueno en cuanto hombre. Solemos decir, simplemente, «es un buen hombre» o es un «hombre bueno», o una «mujer buena», así, sin más. Es evidente que ese concepto de virtuoso, y por tanto el de virtud, presupone una comprensión de lo que es bueno; pero para saber cuál es ese bien moral se requiere una comprensión de lo que es un «buen hombre», de un buen hombre en cuanto hombre; es decir, se requiere una comprensión de lo que es el hombre en cuanto hombre: una comprensión de su ser y de su deber ser.

Por otra parte, la actuación virtuosa del sujeto moral, del médico por ejemplo, sería un concepto vacío si no hiciera referencia directa al bien objetivo de la persona afectada por esa actuación: el paciente. Pero, de nuevo, para saber cuál es el verdadero bien del paciente, es preciso tener una comprensión de la realidad del ser humano.

Una ética mínima. Principio de la universalización

Me parece también interesante, en esta misma línea, la concepción de la bioética presentada por Diego Gracia en algunos de sus escritos, sobre todo en su importante obra «Fundamentos de bioética». El defiende la posibilidad de elaborar una «ética mínima», no confesional, que pueda ser obligante para todos. Para él, «la moderna ética médica aspira a ser universal y por tanto va más allá de los meros convencionalismos morales. Una cosa es que la razón humana no sea absoluta, y otra que no se puedan establecer criterios universales». Para ello, el principio básico será lo que él llama «principio de la universalización»: «si considero que en una determinada situación es justo hacer algo, puedo estar seguro de ello solamente si puedo exigir que todos los demás hombres, encontrándose en la misma situación, pueden hacer lo mismo». Porque, dice, es admitido como apriori que «un acto es bueno cuando es universalizable».

Siguiendo a Zubiri, Gracia considera que el juicio moral se funda solamente «formalmente» en la razón. El juicio moral nace del encuentro del sujeto con la realidad, pero en cuanto que esta representa para el sujeto una posibilidad de autorealización, es decir, un valor. En ese sentido, la aprehensión de la realidad, no es como dicen algunos, simplemente «premoral», sino «protomoral».

Hay en esto, me parece, una profunda intuición: la moralidad no radica en la realidad, en la naturaleza en cuanto tal. La moralidad surge siempre y exclusivamente en la subjetividad de la persona, en lo que llamamos su «conciencia». En este sentido, la aprehensión de la realidad no es «moral», y podemos llamarla, con Gracia, «proto-moral»: una realidad que induce, provoca, y guía el juicio moral. Sin embargo, considero que sería insuficiente reducir el anclaje del sujeto en la realidad como una relación puramente formal. Creo que es la realidad misma, en cuanto y como es comprendida por el sujeto, la que actúa sobre su experiencia moral como dato que presenta una exigencia objetiva, no creada por él, ante la cual él ha de optar libremente y responsablemente.

El mismo Gracia Guillén, cuando explica el «principio de universalización», comenta que «no es sólo un principio formal», porque «implica un presupuesto axiológico determinante, es decir que todos los hombres, en cuanto sujetos, son iguales, y además que, en cuanto iguales, no pueden ser discriminados...». Otra vez encontramos el mismo proceso mental: una comprensión determinada del ser de los hombres (que todos son iguales), lleva a un juicio ético determinado (que ninguno puede ser discriminado). De nuevo, es la realidad misma del hombre la que, no de un modo puramente formal, lleva a una conclusión ética.

Por otra parte, me parece que una correcta comprensión de su «principio de universalización» ayuda a ver que no puede tratarse de una universalización meramente formal. Dice el autor que «algo es bueno si es universalizable»; en realidad habría que decir al contrario: algo es universalizable si es bueno. Cuando yo actúo pensando que mi acción es moralmente buena, en el fondo, implícitamente, estoy pensando que cualquier persona, exactamente en las mismas condiciones internas y externas en las que yo me encuentro, haría bien si actuara de ese modo. Estoy pensando también, implícitamente, que cualquier persona que conociera exactamente todas las circunstancias en las que me encuentro debería aprobar mi actuación. Si dijera que no, significaría que no estoy convencido de que yo actúo bien. Es mi convicción de que lo que hago es en sí bueno lo que me hace pensar que esa acción sería universalizable, no al revés. «El principio de universalización» podría constituir un auxilio metodológico, una especie de experimento mental, que ayudaría a discernir la propia convicción de la bondad/maldad de un determinado comportamiento; pero no es él la base última del juicio moral .

La reflexión ética es un ejercicio de la razón

El análisis de la obra de Engelhart, de la discusión actual entre la ética de los principios y la ética de las virtudes, y esta breve alusión al planteamiento de Gracia, han mostrado la necesidad de referirse a la realidad, sobre todo a la realidad del hombre, para fundar cualquier juicio ético. Si consideramos la naturaleza misma de ese tipo de juicios, comprendemos que no puede ser de otro modo. La reflexión ética es un ejercicio de la razón, y en cuanto tal, es apertura al ser, a la realidad en sí. La comparación con el ejercicio de la razón no ética puede ayudarnos a comprender este punto fundamental.

Los escolásticos distinguían entre «razón especulativa» y «razón práctica». Una es la capacidad de comprender el ser; la otra es la capacidad racional de conocer el deber ser, es decir el bien o mal moral; y por tanto es la que puede guiar mi actuación desde la comprensión moral de la realidad.

Ahora bien, la razón especulativa se realiza verdaderamente sólo en la apertura al ser de las cosas. No le basta buscar un acuerdo mínimo por consenso: se orienta necesariamente hacia la búsqueda de lo que es. No basta que concordemos que 2 más 2 son cuatro o cinco... Me interesa saber si es así en la realidad (si presté a alguien dos billetes de mil y luego otros dos, no me importa si por consenso se estableció que suman 3: yo exijo cuatro).

Algo parecido sucede con la razón práctica: debe razonar en la apertura al ser para comprender el deber ser. No basta el consentimiento, o la formulación de un juicio sobre bases puramente formales. La conciencia ética, osea la razón práctica, se realiza plenamente como tal cuando se abre intencionalmente al ser de las cosas, buscando la verdad moral.

Se habrán dado cuenta de que frecuentemente me he referido a «una comprensión» o «mi comprensión de la realidad». Efectivamente, no puedo pretender que mi comprensión coincide total y perfectamente con la realidad, y menos aún que agota toda la realidad. No puedo pretender tener la verdad y toda la verdad de las cosas. La verdad no se posee, se busca. Pero tampoco puedo renunciar a mi capacidad de buscar la verdad y de alcanzar cierta comprensión verdadera de lo real, aunque no sea nunca perfecta o absoluta.

Es necesaria la humildad intelectual, que me llevará a estar dispuesto siempre a revisar mi comprensión de las cosas cuando encuentre razones válidas para hacerlo. Pero también es necesario el «coraje de la verdad». Sólo ese coraje nos hace capaces del coraje del diálogo, de la apertura sincera al parecer del otro, en la búsqueda común de la verdad.

Me he entretenido en estas consideraciones sobre el anclaje de la reflexión ética y bioética en la realidad, porque, como decía al inicio, creo que no podemos hoy darlo por supuesto, y que la comprensión de este punto es definitiva para poder fundamentar la ética y la bioética.

La realidad de la persona humana y los principios de la Bioética personalista.

Como decía al inicio, la atención a la realidad que debe caracterizar a toda reflexión ética, se especifica de modo singular en la realidad concreta de la persona humana. Por una parte, la persona humana es el objeto principal de la biomedicina; por otra, es también persona el sujeto de la misma: investigador, médico, asistente de enfermería... La persona, pues, habrá de constituir el centro y el criterio de las consideraciones de la bioética. Si no es así, será irremediablemente una bioética «descentrada».

Para evitar caer en un cierto academicismo abstracto, en un ejercicio formal de raciocinio deductivo que podría parecer gratuito, voy a tejer mis reflexiones a partir de la consideración vivencial de lo que cualquier operador sanitario podría descubrir, debería intentar descubrir, en su contacto profesional con los pacientes. A través de ella, reflexionando sobre la realidad de la persona, podemos ir formulando una serie de «principios» de bioética: los principios de una bioética personalista, que pueden iluminar los múltiples aspectos y problemas que debe afrontar la bioética en nuestros días.

Ese organismo que no funciona manifiesta conciencia de sí mismo, de su sufrimiento y su necesidad de curación

Lo primero que noto, al pensar en mi contacto con el paciente a quien atiendo, es que me encuentro ante un enfermo. Considerado en cuanto tal, se trata sencillamente de un «organismo que no funciona correctamente». Es objeto de mis conocimientos científicos y de mi intervención médica sobre él. Pero no es sólo eso. En algún momento, ese enfermo me dice algo así: «Doctor, haga todo lo que pueda, por favor; si supiera lo que estoy sufriendo...». Ese organismo que no funciona manifiesta conciencia de sí mismo, de su sufrimiento y su necesidad de curación. Hay ahí una autoconciencia, un centro unitario, un Yo. Vuelvo sobre mí, y recuerdo que también yo sufro y gozo, y actúo como un todo unificado en algo que designo con ese monosílabo magnífico y misterioso: Yo.

El enfermo me dice, quizás, que no quiere que le aplique esa terapia; la rechaza a pesar de mis consejos. Tengo que aceptar que es un Yo libre, capaz de querer y de rechazar y de elegir. Por su libre voluntad, él es responsable de que se le administre o no ese fármaco: es responsable en parte de su futuro, como es responsable también de su pasado. El se ha ido haciendo a sí mismo, ha ido construyendo su existencia paso a paso en cada libre elección. De algún modo, como dicen los filósofos, él es «causa sui». Frente a su libertad se encuentra la mía: tengo que decidir si habré de respetar su rechazo o debo aplicarle la terapia incluso contra su voluntad. También yo soy responsable de mis actos y decisiones. Soy un Yo libre, responsable, causa de lo que hago y de lo que soy.

Percibo también que por mi condición de Yo libre, soy yo quien da sentido a mis actos y a mi ser mismo. Yo tengo valor y sentido en mí mismo y por mí mismo; no soy simplemente un medio en función de alguna otra realidad, por sublime que sea. Tengo que reconocer, pues, que también él, el enfermo, es fin en sí mismo. He de respetarlo en cuanto tal de modo absoluto, independientemente de cualquier otra consideración, así como los demás han de respetarme a mí.

Estas primeras consideraciones me llevan ya a la formulación de dos principios fundamentales que habrían de iluminar toda reflexión en el campo de la biomedicina.

El enfermo no es simplemente un enfermo, un organismo que no funciona correctamente; es un yo responsable y libre, una persona igual que yo. Es él, en cuanto persona digna de respeto, el centro de todas mis actividades, y su verdadero bien debe ser el criterio de mi actuación, su medida y su fin.

Por otra parte he notado que tanto él como yo disponemos de nuestro ser personal en cuanto seres libres; y que de esa libertad nace inexorablemente el sentido de nuestra responsabilidad. Libertad y responsabilidad son dos caras de una misma moneda. No puedo juzgar éticamente sobre mi comportamiento considerando exclusivamente mi capacidad de elegir y decidir: soy éticamente responsable de mis elecciones y decisiones.

Cualquier cosa que afecte a mi cuerpo, me afecta a mí como persona.

Sigo reflexionando sobre mi paciente. En realidad sólo algunas funciones de su organismo se encuentran disminuídas. Sin embargo, todo él se ve afectado por esa situación; todo él está pendiente de su salud corporal. Me dicen que cuando estaba sano era una persona alegre y dinámica. Su mal físico afecta hondamente también a su yo interior. Debo concluir que su cuerpo no es un cuerpo extraño a su núcleo interior; él no «tiene» un cuerpo; él «es» su cuerpo. También yo soy un todo uno compuesto de elementos diversos; también yo soy mi cuerpo. Cualquier cosa que afecte a mi cuerpo, me afecta a mí como persona.

Me inquieta su rechazo de la terapia que le propongo. ¿Por qué lo hace? Descubro quizás que mi paciente tiene miedo a las consecuencias del tratamiento; o quizás -sucede alguna vez- ha decidido renunciar a ese tratamiento lenitivo porque desea ofrecer su dolor por alguna persona querida... Hay en ello algo que no explican los manuales de medicina. El miedo que experimenta un ser humano ante un posible mal futuro, independiente de una amenaza presente y sensible, indica en él una proyección interior que transciende los parámetros del tiempo. La asunción del propio dolor, dándole un sentido que va más allá de sí mismo, habla de su capacidad de auto-trascendencia.

Pienso en mí mismo, y reconozco que también yo experimento el miedo ante un posible mal futuro, como experimento la esperanza ante lo que puede venir... También yo he sabido alguna vez sacrificarme por otros, transcendiéndome mí mismo.

Tanto mi paciente como yo somos seres «trascendentes», capaces de actos y actitudes que no están determinados por las dimensiones espacio-temporales propias de todo lo material. Ha de haber en nosotros una dimensión trascendente, no material, es decir «espiritual».

Ahora bien, la dimensión corporal y la dimensión espiritual no están en mí como dos elementos yuxtapuestos. Yo soy mi cuerpo y soy también mi espíritu. Es éste otro principio basilar para toda consideración bioética: la persona humana es un todo único, compuesto de elementos diversos, es una «unitotalidad». El sentido de finalidad y dignidad propio de su ser personal se extiende a cada uno de sus componentes. Su cuerpo no es simplemente un cuerpo: es el cuerpo de una persona, parte integrante de su único ser corporal y espiritual a un tiempo. Merece y exige todo mi respeto.

Por otra parte, comprendo también que el bien de ese todo podría justificar y hasta exigir el sacrificio de alguna de sus partes: es el llamado «principio de totalidad».

El estudio de la enfermedad de mi paciente me lleva al análisis de su «historial». Vengo a saber que su gestación y parto fueron normales; que muy pequeño sufrió el sarampión; que fue operado de apendicitis; que más tarde tuvo problemas digestivos, o circulatorios... Pero Comprendo bien que no puedo reducirlo a una «historia clínica»: tengo ante mí una «historia personal», o mejor, una «persona histórica». Es un Yo único que ha pasado por diversos estadios de desarrollo, tanto físico como psíquico, y hasta espiritual. Es el mismo Yo ahora y hace 5, 10, 25 años... Es el mismo hoy y el día que nació, y cuando estaba en el seno de su madre. El mismo.

También yo soy el mismo que hace 5, 10, 25 años; simplemente, yo soy yo, el mismo siempre, aunque hayan ido cambiando muchas cosas en mí. La persona es un «continuum», desde el momento en que comienza a existir hasta el momento de su muerte.

Eso significa que yo soy siempre yo, siempre una persona digna de respeto independientemente del estado en que me encuentre. Cuando duermo no dejo de ser yo, aunque no sea consciente, ni me exprese en cuanto tal; si algún día perdiera la capacidad de comunicarme, o aún de pensar, seguiría siendo yo; como era yo antes de adquirir parcial o plenamente esas capacidades, que sólo poco a poco fui conquistando. Y lo mismo tengo que decir de mi paciente, aunque quizás no pueda en este momento comunicarse con el mundo exterior, o se prevea que no podrá hacerlo nunca más.

No faltan quienes afirman que no todos los seres humanos, o no siempre, son personas. Lo recordábamos al analizar el texto de Engelhardt. Semejante afirmación nace de una errónea concepción de la realidad personal del ser humano. Se dice que persona es aquella realidad que es autoconsciente, racional, capaz de comunicarse con los demás: «Lo que distingue a las personas es el hecho de que pueden ser conscientes, racionales y sensibles al valor de un regaño o de una felicitación. Los fetos, los infantes, los minusválidos mentales graves y los enfermos en estado vegetativo persistente son casos de seres que, aunque sean humanos, no son personas. Ahora bien, el principio del respeto de la autonomía y su elaboración en moralidad del respeto recíproco se refiere solamente a los seres autónomos. Se refiere sólo a las personas».

Es cierto que nosotros conocemos cuándo algo es una «persona» gracias a esas manifestaciones. Pero no es cierto que sólo si se dan esas manifestaciones se está ante una persona.

Considero que puede ayudarnos en esta reflexión acudir al origen mismo del concepto que estamos manejando, para profundizar en su significado. Como recordábamos hace un momento, el concepto de persona surgió en el ámbito de la teología de la Iglesia primitiva, a partir e sus reflexiones sobre la Trinidad (tres personas y un solo Dios) y la cristología (dos naturalezas en una sola persona). Para expresar su pensamiento, los teólogos acudieron al vocablo griego ´prosopon´ y su equivalente latino: persona. El prosopon (o persona) era la máscara que usaban los actores antiguos en las representaciones teatrales clásicas. Una máscara que hacía que, mientras no se veía el rostro del que actuaba, su voz resonara fuertemente ("per-sono" = resonar por todas partes). Por ello, significaba también "personaje", aquél que es representado a través de la máscara del actor.

Es interesante, a este propósito, notar que entre los teólogos latinos el vocablo perdió el significado antiguo de máscara y se identificó con el significado del término griego ´ipostasis´, es decir substrato, fundamento, aquello que realmente es, en oposición a su apariencia. De hecho, el desarrollo ulterior del concepto recogió perfectamente esa conexión directa con la realidad profunda, metafísica, de quien es llamado persona. En la edad media Boecio acuñó su famosa definición: «persona est naturae rationabilis individua substantia». Santo Tomás, en la misma línea, dirá: «omne individuum rationalis naturae dicitur persona». Se trata, sí, de alguien que posee la cualidad de la "racionalidad". Pero no es su ejercicio o manifestación lo que determina que sea persona, sino la posesión de la naturaleza racional.

Nosotros accedemos al significado de la persona a través de las manifestaciones de su racionalidad, es cierto . Pero eso no significa que sean las manifestaciones mismas la que constituyen la personalidad. Ellas son la "máscara" a través de la cual resuena la persona, el "personaje", el "substrato".

Es falso decir que no hay persona cuando no se dan todavía las manifestaciones de la personalidad. Un individuo no es persona porque se manifiesta como tal, sino al contrario, se manifiesta porque es persona. «Agere sequitur esse». Si veo un ser que se mueve, comprendo que está vivo; pero no viceversa: si no lo veo moverse no puedo afirmar que está muerto; tendré que acudir a otros criterios de juicio. Si veo a un ser que habla, ríe, ama, etc. puedo estar seguro de que es una persona; pero no viceversa: aunque no hable, ría o ame, no puedo afirmar que no es persona; tengo que acudir a otros criterios.

Y el criterio fundamental se encuentra en la naturaleza propia de ese ser. Cuando veo un ser que pertenece a la especie biológica del perro, comprendo que tiene "naturaleza canina" aunque no manifieste todavía, o temporalmente, las potencialidades de esa naturaleza. Cuando veo un ser de la especie biológica del hombre, comprendo que tiene "naturaleza humana". Y a ese ser que tiene naturaleza humana, naturaleza racional, lo llamamos persona.

Por tanto, es persona en su ser, no en sólo en su obrar, aunque yo lo deduzca por éste. Lo debo respetar aunque cesara de manifestarse como tal (si entrara en estado de coma, por ejemplo).

Terminada esta especie de «excursus», vuelvo a mis reflexiones sobre la realidad global de mi paciente y de mí mismo. Y percibo ahora precisamente éso: que existimos él y yo, dos personas distintas, pero irremediablemente relacionadas. De algún modo, él «está en mis manos», pero está también influyendo sobre mí, con su palabra o sus silencios, o simplemente con su presencia enferma y necesitada. Me doy cuenta de que esa mutua relación es «relación de responsabilidad»: mis decisiones y acciones le afectarán a él directamente (y también viceversa). No puedo escapar de esta «relación de responsabilidad»: podría desentenderme de él; pero hacerlo le afectaría a él de algún modo.

En realidad, si lo pienso bien, me doy cuenta de que toda mi existencia está tramada de relaciones múltiples, en las que mis acciones u omisiones inciden sobre los demás, así como las de ellos han incidido e inciden sobre mí. Somos responsables todos los unos de los otros. Pero no constato solamente el hecho de que vivimos en relación; si lo pienso un momento, me doy cuenta de que en el fondo me realizo a mí mismo, la parte más auténtica de mí mismo, solamente cuando vivo abierto a los demás. De algún modo percibo que si alguien vive egoístamente, herméticamente encerrado en sí mismo, es menos hombre. Lo mismo he de concluir sobre mí mismo.

Esa apertura al otro, en la mutua responsabilidad, se traduce en el sentido de solidaridad. Otro principio fundamental de la bioética personalista: solidaridad-subsidiaridad. El primer término del binomio me recuerda que debo actuar responsablemente en relación con los demás (mi paciente, los colegas, el equipo asistencial, los familiares... y la sociedad en general). De ello deduzco, por ejemplo, que en caso de necesidad sería aceptable donar algún órgano que no sea imprescindible para salvar la vida de otro: sería una mutilación; pero no quedaría disminuido como persona, dado que mi mayor realización la encuentro en la donación generosa a los demás. Se comprende fácilmente la enorme proyección que el criterio de solidaridad habrá de tener en relación con los diversos problemas de la bioética, como los trasplantes de órganos, la ética de la destinación de los recursos sanitarios, etc.

El segundo polo del binomio, subsidiaridad, me recuerda que la solidaridad empieza por el respeto de la autonomía de cada individuo. El «subsidium» era un cuerpo del ejército romano que estaba en retaguardia, dispuesto a acudir en auxilio del grupo que se encontrara en ayuda. Subsidiaridad es, pues, atender a las necesidades de los demás sin sustituirles en su capacidad de decidir y actuar. Implica que las instancias superiores de la sociedad, como gobiernos y organizaciones internacionales, no deben suplantar, sino ayudar, a las instancias inferiores: asociaciones, instituciones, familias, individuos.

Mis reflexiones, a partir de la realidad del paciente que tengo delante y, por reflejo, sobre mí mismo, me han llevado muy lejos. Me han llevado, sobre todo, al descubrimiento de unos cuantos «principios» (en el sentido de «inicio» y de «fundamento») sobre los cuales se construye la bioética personalista. Una ética que descubre y mantiene como centro de todas sus consideraciones a la persona, y que busca permanentemente anclar sus reflexiones y conclusiones en el terreno firme de la realidad, singularmente la realidad de la persona humana.



(Conferencia pronunciada en el I Simposium Europeo de Bioética, Santiago de Compostela V-1993)