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El drama del suicidio
El suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio


Por: SS Juan Pablo II | Fuente: Encíclica Evangelium vitae



Capítulo III No matarás la ley santa de DiosEl suicidio

66. Ahora bien, el suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala. 83Aunque determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general. 84 En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del antiguo sabio de Israel: « Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir » (Sb 16, 13; cf. Tb 13, 2).

Compartir la intención suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado « suicidio asistido » significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en primera persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera cuando es solicitada. « No es lícito —escribe con sorprendente actualidad san Agustín— matar a otro, aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya vivir... para librar, con un golpe, el alma de aquellos dolores, que luchaba con las ligaduras del cuerpo y quería desasirse ». 85 La eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que sufre, debe considerarse como una falsa piedad, más aún, como una preocupante « perversión » de la misma. En efecto, la verdadera « compasión » hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes —como los familiares— deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos —como los médicos—, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo incluso en las condiciones terminales más penosas.

La opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que otros practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega además al colmo del arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir. Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser como Dios « conocedores del bien y del mal » (Gn 3, 5). Sin embargo, sólo Dios tiene el poder sobre el morir y el vivir: « Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39; cf. 2 R 5, 7; 1 S 2, 6). El ejerce su poder siempre y sólo según su designio de sabiduría y de amor. Cuando el hombre usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad y de egoísmo, lo usa fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida del más débil queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las personas.

67. Bien diverso es, en cambio, el camino del amor y de la verdadera piedad, al que nos obliga nuestra común condición humana y que la fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado, ilumina con nuevo sentido. El deseo que brota del corazón del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente la tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas humanas se desvanecen. Como recuerda el Concilio Vaticano II, « ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen » para el hombre; y sin embargo « juzga certeramente por instinto de su corazón cuando aborrece y rechaza la ruina total y la desaparición definitiva de su persona. La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se rebela contra la muerte ». 86

Esta repugnancia natural a la muerte es iluminada por la fe cristiana y este germen de esperanza en la inmortalidad alcanza su realización por la misma fe, que promete y ofrece la participación en la victoria de Cristo Resucitado: es la victoria de Aquél que, mediante su muerte redentora, ha liberado al hombre de la muerte, « salario del pecado » (Rm 6, 23), y le ha dado el Espíritu, prenda de resurrección y de vida (cf. Rm 8, 11). La certeza de la inmortalidad futura y la esperanza en la resurrección prometida proyectan una nueva luz sobre el misterio del sufrimiento y de la muerte, e infunden en el creyente una fuerza extraordinaria para abandonarse al plan de Dios.

El apóstol Pablo expresó esta novedad como una pertenencia total al Señor que abarca cualquier condición humana: « Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos » (Rm 14, 7-8). Morir para el Señor significa vivir la propia muerte como acto supremo de obediencia al Padre (cf. Flp 2, 8), aceptando encontrarla en la « hora » querida y escogida por El (cf. Jn 13, 1), que es el único que puede decir cuándo el camino terreno se ha concluido. Vivir para el Señor significa también reconocer que el sufrimiento, aun siendo en sí mismo un mal y una prueba, puede siempre llegar a ser fuente de bien. Llega a serlo si se vive con amor y por amor, participando, por don gratuito de Dios y por libre decisión personal, en el sufrimiento mismo de Cristo crucificado. De este modo, quien vive su sufrimiento en el Señor se configura más plenamente a El (cf. Flp 3, 10; 1 P 2, 21) y se asocia más íntimamente a su obra redentora en favor de la Iglesia y de la humanidad. 87 Esta es la experiencia del Apóstol, que toda persona que sufre está también llamada a revivir: « Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia » (Col 1, 24).

83. Cf. S. Agustín, De Civitate Dei I, 20: CCL 47, 22; S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 6, a. 5. regresar

84. Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo 1980), I: AAS 72 (1980), 545; Catecismo de la Iglesia Católica, 2281-2283. regresar

85. Epistula 204, 5: CSEL 57, 320. regresar

86. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 18. regresar

87. Cf. Carta ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), 14-24: AAS 76 ( 1984 ), 214-234. regresar







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