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Algunos atributos de la realidad de la persona
Todo ser humano es «muy raro»… puesto que es único y radicalmente distinto


Por: Tomás Melendo Granados | Fuente: catholic.net



2. Algunos atributos de la realidad

Aunque pueda parecer exagerado, el excursus del parágrafo precedente era imprescindible para sostener cuanto ahora sigue y, en los casos en que fuere necesario, tender un puente entre la metafísica y el personalismo:
• Solo si se concede una consistencia propia a todo aquello que es, y en la medida en que lo sea, cabe fundamentar la real eminencia de la persona respecto al resto de los existentes.
(De ese en la medida en que lo sea, fundamental para cuanto vengo exponiendo, me ocuparé enseguida.)
- Como expone Goethe en el Wilhelm Meister, «La veneración al hombre no puede separarse de la reverencia a lo que está por debajo de él y a lo que está por encima de él».
- En nuestra clave: no cabe cimentarla al margen o en el desprecio del ser… de todo cuanto es: lo personal y lo no personal (aunque el ser de unos y otros sea abismalmente diverso).
De ahí que, en las páginas que preceden, haya intentado determinar en qué consiste ser o ser real… con vistas a exponer más tarde el muy superior modo de ser que corresponde a la persona. Pero tengo plena conciencia de que la respuesta obtenida, aunque fundamental, a muchos les resultará bastante pobre: que los «dejará fríos», según la expresión al uso.
Intentaré, por eso, ahora:
- señalar algunas características que acompañan a todo lo que existe, precisamente por existir (más correcto sería afirmar «por ser»);
- y, de paso, hacer ver que esas propiedades se configuran y modulan —adoptan una forma u otra y son más o menos intensas— según el modo de ser y la categoría de las distintas realidades: en la manera y medida en que estas son, modo y medida que en las personas se torna sublime.

a) Unidad
Los filósofos solemos afirmar que algo posee más realidad, que es más, en el grado en que su cohesión resulta mayor. Y viceversa: que en la proporción en que se mina o socava su unidad se disminuye la entidad o categoría de esas realidades.
Es un modo un tanto complicado de expresar una experiencia común, origen de expresiones de uso frecuente: «la unidad hace la fuerza», «el pueblo unido jamás será vencido», «la familia que reza unida permanece unida»… o incluso títulos de películas, algunas tan excelentes como La fuerza de uno, y de obras dramáticas (el «todos a una» de Fuenteovejuna vendría a subrayar lo mismo, aunque con matices diversos).
Muy pocos ponen en duda que la unidad (no la uniformidad) es un atributo positivo: para el matrimonio y la familia, para un equipo de fútbol, para un colegio, para las empresas y otras instituciones, para el conjunto de la sociedad y de la humanidad… Y, al contrario, que la «ruptura» o la «descomposición» son sinónimos de enfermedad, de muerte, de falta de eficacia o de inutilidad… de no-ser.
Con una sola reserva, ya apuntada: que la unidad no se conciba como absoluta coincidencia u homogeneidad y, en el ámbito humano, como masificación o «borreguismo».
i) La unidad… graduada. Y es que la unidad bien entendida no excluye la variedad y la riqueza, sino que, al contrario, más bien la reclama… y la va exigiendo más conforme nos referimos a realidades de mayor nivel (de ahí que el Ser supremo, el de Dios, sea simultáneamente el más unitario —simple, se llama a veces— y el de mayor riqueza: ambas propiedades en grado sublime e inefable).
• Es aquí, pues, donde entra en juego la jerarquía a que me vengo refiriendo: existen grados de unidad, correlativos a la mayor o menor calidad o grandeza de las distintas realidades.
Por ejemplo, la unidad de una piedra resulta bastante insignificante y anodina… porque la piedra también es «muy poca cosa».
Y esa pobreza se manifiesta fundamentalmente en que:
1) «hay poco que unificar», porque los elementos o partes que la componen son todos prácticamente iguales: falta la riqueza y la necesidad de «unificación» que otorga la variedad;
2) cada uno de esos elementos influye muy levemente en los demás; casi se limita a estar junto a los otros; y una de las pruebas más claras es que si rompo o se quiebra el extremo de una roca, el resto permanece inmutable, no «le sucede» apenas nada.
Estamos, pues, ante una realidad de muy bajo rango, a la que corresponde una unidad e interpenetración de sus elementos también de escaso calado (y viceversa).
El asunto cambia radicalmente cuando nos adentramos en el ámbito de lo vivo y conforme nos referimos o tenemos en cuenta formas superiores de vida. En estos casos, hablamos normalmente de organismos, de muy distinta clase y complejidad.
Lo propio de los organismos es precisamente que:
1) a partir de un determinado nivel, sus componentes son por fuerza distintos entre sí y, en unión con el resto, desempeñan cada uno su propia función… que difícilmente otro puede realizar en su lugar;
- y que sin esa diversidad la vida superior resultaría imposible (si el ojo y el oído, o los pulmones y el corazón, no fueran radicalmente diferentes —a la par que estrecha o vitalmente ligados entre sí— ningún animal podría subsistir ni ejercer sus operaciones propias);
- conforme la unidad sube de rango implica también mayor variedad de órganos y funciones y, como consecuencia, mayor categoría;
2) los componentes de un ser vivo influyen poderosamente unos en otros;
- su unidad no es de mera yuxtaposición, sino de interpenetración recíproca, como ya apunté;
- por eso, en estos casos —y más conforme más nos elevamos en la escala de los seres—, no puedo modificar o dañar una de las partes sin que eso afecte a las restantes, y en ocasiones de forma tan relevante que se destruye el todo;
- la mayor categoría de un determinado ser lleva consigo una unidad cualitativamente muy superior, en la que cada elemento influye más en los restantes;
3) el organismo vivo se «destaca» también operativamente de su entorno, aunque en una medida infinitamente inferior al ser humano:
- frente a las realidades inertes, la planta o el animal gozan de relativa autonomía (que no de independencia):
no reaccionan de manera automática o inmediata ante lo que la afecta (como la leña que se quema en contacto con el fuego),
sino a través de una cierta elaboración interior, derivada de un principio propio, con la que se colma una suerte de hiato sin el que el obrar no se daría: los animales, por ejemplo, perciben lo que les rodea y solo entonces son capaces de obrar, en función de lo conocido.
Como veremos, esto tiene manifestaciones de gran alcance en los seres humanos.
ii) La singularidad. Fue tratada abundantemente en la Introducción a la Antropología, indicando en concreto que ser persona equivale a gozar de una singularidad extrema.
Basta, pues, añadir un par de ideas:
- la primera, y en conformidad con lo que ahora estamos viendo, recordar que la singularidad también tiene grados;
- la segunda, que se trata de algo muy relacionado con la unidad (incluso cabe concebirla como un aspecto, en extremo relevante, de ella).
• En efecto, sostener que todo lo que existe goza de una unidad proporcional a su propio rango: no quiere solo significar que se encuentra dotado de una trabazón interna más o menos densa y rica, sino también que, como consecuencia, se distingue de (y relaciona diversamente con) las demás realidades (conforme es más intensamente lo que es, más se diferencia de todo el resto y más rica y multiforme su relación con cada elemento de la realidad).
• Según explicaban los clásicos, decimos que algo es «uno» (que tiene unidad) porque en su interior no está dividido («in se indivisum»), pero también porque es diferente de todo lo demás («ab aliis vero divisum»).
- Esta segunda «división» —la diferencia—, es lo que a menudo llamamos singularidad (cuando afirmamos que alguien es muy «singular» queremos expresar que es un tanto excéntrico, raro, distinto de lo normal o habitual).
- Y, como he apuntado al tratar de los organismos, tiene su repercusión clara y también progresiva en el modo de obrar: frente a la actividad prácticamente idéntica del mismo tipo de plantas, los animales de igual especie muestran ya algunas particularidades exclusivas de cada uno; y esto se acentúa, hasta poderse hablar de un auténtico salto cualitativo, en los seres humanos, en la medida en que cada uno es dueño de sus operaciones, y estas van dejando su huella «singularizadora» en cada cual.
• No puede, por tanto, sostenerse sin más distingos, cuando nos referimos a las personas, que un cenicero, un abedul o un mastín «son también singulares».
- Lo son, efectivamente, según ya vimos, pero en mucho menor grado y con mucho menor vigor que las realidades personales.
- Desde una perspectiva que atiende a la riqueza y a las modulaciones de la realidad, lo que es más, lo más noble, es también más singular, único e irrepetible.
Por eso, solo cuando esta verdad tan capital se ignora por completo, la igualdad de las personas, interpretada según unos esquemas fuertemente cuantitativos, casi aritméticos, acaba convirtiéndose en la gran aspiración de toda una época.
No se trata de una actitud ni de una reivindicación positivas, y conviene estar atentos.
Porque, de hecho, tal como por lo común se la concibe, esa igualdad «igualitarista» constituye un mal sucedáneo o incluso una falsificación de los mucho más nobles ideales del amor y la justicia:
- representa, si se me permite hablar así, no solo su versión light o descafeinada, sino su perversión:
y es que al magnificar lo común, sacrificando lo concreto, el igualitarismo al que vengo aludiendo ensalza la paridad, pero inmola la diferencia y toda la riqueza a ella ligada;
y esto no puede llevarse a cabo sino a gran precio: a costa de la singularidad, que es también categoría, perfección, personalidad… ser.
(Llegados a este punto, y aun no compartiéndolas por completo, puede resultar oportuno reflexionar sobre las enérgicas y un tanto agresivas palabras de Nietzsche, a las que otras veces he aludido. Aunque no las acepte plenamente, y prescindiendo de las connotaciones políticas, que ahora no hacen al caso, quizá sirvan de revulsivo para plantearnos con más hondura y vigor cuánto nos jugamos —sin ninguna conciencia, de ordinario, ¡y eso es lo peligroso!— al desatender nuestra propia singularidad y singularización y la de cuantos tenemos a nuestro cargo: «Para decirlo pronto y mal, niveladores, eso es lo que son los falsamente llamados “espíritus libres” —como esclavos elocuentes y plumíferos que son del gusto democrático y de sus “ideas modernas”—: todos ellos son hombres carentes de soledad, de soledad propia, toscos y bravos mozos, a los que no se les debe negar valor ni costumbres respetables; solo que son, cabalmente, gente no libre y ridículamente superficial […]. A lo que ellos querían aspirar con todas sus fuerzas es a la universal y verde felicidad-prado del rebaño, llena de seguridad, libre de peligro, repleta de bienestar y de facilidad de vida para todo el mundo: sus dos canciones y doctrinas más repetidamente canturreadas se llaman “igualdad de derechos” y “compasión con todo lo que sufre” —y el sufrimiento mismo es considerado por ellos como algo que hay que eliminar—».)
• Retomando una actitud y un lenguaje más equilibrados y serenos, mucho se ha conquistado en el mundo contemporáneo bajo el banderín de enganche de la igualdad. Pero muy probablemente habríamos ido más lejos atendiendo a las amables exigencias de la justicia y del amor:
- dar a cada uno lo suyo (justicia), y no a todos lo mismo… (que resulta tan injusto como tratar de manera diferente a quienes gozan de idénticos méritos o atributos),
- hasta la entrega total, hasta el holocausto en su sentido más original: desaparecer por completo en beneficio del ser querido…, que es la única manera de «ganarse» a sí mismo, de alcanzar la propia plenitud (amor).
(Y, además, sin necesidad de pagar el costo que han llevado consigo las corrientes igualitarias o «igualitaristas»: una uniformidad homogeneizante donde se pierde irremediablemente la radical originalidad de la persona y, con ella, y en la medida en que es posible, su misma índole y su ser personal
Por tanto, siempre que hablo de «desaparecer» en beneficio del ser querido o incluso de «disolverse» en él —expresión que no suelo utilizar, por dar lugar a equívocos—, en absoluto estoy proponiendo una pérdida de la propia individualidad; sino, muy al contrario, aun cuando ahora no sea el momento de mostrarlo por extenso, un incremento poderoso de la misma y, con ella, del propio ser y perfección).
ii) La «otredad». Cuanto acabamos de ver resulta todavía más claro si atendemos a un nuevo rasgo que caracteriza a todo cuanto existe o, mejor, a cada realidad singular y concreta: y es su índole de «otra» respecto al resto, incluido —¡y con más títulos que ningún otro ser!— el hombre, varón y mujer, más «otros» cada cual que ninguna otra realidad (de ahí que a veces, medio en broma medio en serio, sostenga que todo ser humano es «muy raro»… puesto que es único y radicalmente distinto).
Para aludir a esta propiedad, que en parte no es sino la prosecución de la singularidad tal como acabo de bosquejarla, los clásicos utilizaban el término aliquid. Y, mediante una etimología no del todo clara, pero que respeta su significado más profundo, interpretaban ese aliquid precisamente como alius quid: «otro qué». Cada realidad, según su rango o categoría, es «otra» respecto a todas las demás.
No es difícil advertir lo que hemos ganado al explicitar de este modo lo que ya se encontraba implícito al caracterizar a toda realidad como «una» y «singular».
• Por ejemplo, con el uso del término «otro»:
- advertimos mejor la autonomía (relativa e impropia independencia) de cada ser respecto a los restantes;
- y vemos asimismo intensificarse, junto con su consistencia o soberanía, una cierta «resistencia» u «oposición» al resto: pues, como sostuvo la filosofía al menos desde Aristóteles, nada puede ser distinto de otra cosa sino oponiéndose en cierto modo a ella.
(Al aplicarla al universo humano y, más en particular, a las relaciones inter-personales, veremos el cúmulo de implicaciones prácticas que encierra esta verdad teórica… como sucede con cuantas efectivamente lo son).

b) Verdad
i) A modo de introducción. Ahora prefiero analizar la respuesta que lo real demanda al ser humano.
• Y lo primero que debe subrayarse al respecto es precisamente que la realidad: no solo «hace posible» esa contestación, sino que, en el sentido más fuerte de estos vocablos, la exige: la impera o reclama.
Se trata de una afirmación que requiere multitud de esclarecimientos, en buena parte derivados también de la imposibilidad —al menos la que yo experimento— de hallar una terminología capaz de expresarlos con corrección.
• Al sostener que lo real se impone en cierto modo al hombre, puesto que demanda con autoridad algo de él, hay que añadir de inmediato:
• que las personas en absoluto quedan excluidas de esa «realidad-que-se-impone», sino que, al contrario, lo realizan de un modo mucho más acusado;
• y esto, por un motivo muy neto: porque precisamente su categoría en el ser es superior:
son más intensamente reales que cualquier otro existente (como vimos, esa es la razón de que las denominemos personas)
y, en consecuencia, solicitan con mayor vigor y perentoriedad la respuesta adecuada… de las restantes personas.
ii) Una distinción al menos operativa. Por consiguiente, si queremos medio entender lo que estoy planteando, es menester distinguir —solo para estos efectos y contra el uso habitual de los vocablos— entre «persona» y «yo».
Limitándonos a los varones y mujeres:
• los llamaremos personas precisamente en cuanto se destacan de todo el universo material por la sublimidad de su ser: en cuanto que son de un modo mucho más noble e intenso que los meros «animales» y «cosas»;
• hablaremos de «simple yo», sin embargo, cuando no se tiene en cuenta el ser que me constituye como persona, sino, por expresarlo de manera relativamente compleja —pero no encuentro otro modo, ¡paciencia!, los ejemplos ayudarán—, solo el yo que resulta de ese ser… sin el ser que lo fundamenta;
• cuestión que se torna relativamente clara al advertir que en tales circunstancias, y para entendernos, el valor de algo o de alguien se medirá absoluta y exclusivamente por la relación que guarde conmigo;
- mi opinión, solo por ser la mía, con independencia de las razones que la sustenten, gozará del más radical de los derechos para imponerse sobre cualquier otra;
- lo que yo realice, por el hecho de haberlo hecho yo, ¡y nada más!, será superior a lo que pudieran llevar a cabo las restantes personas;
- o, en el sentido contrario, algo o alguien será considerado mejor o peor en la exclusiva medida en que me produzca un beneficio: una utilidad, un placer… aunque no vaya más allá del simple caerme bien;
- del mismo modo, si yo quiero o deseo algo, los intereses o incluso los derechos de los demás palidecerán hasta desaparecer por completo: quedarán anulados;
- a su vez, los méritos (reales o presuntos) que yo alegue eliminarán de raíz, por ser los míos, a los que pudieran presentar las restantes personas… justo porque ninguna de ellas son «yo»;
- y los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito, aunque así, reunidos y enunciados de manera tajante y sucesiva, pudieran parecer una exageración.
• A ese ego desarraigado del ser lo llamamos a veces pura subjetividad, origen del subjetivismo en su acepción peyorativa y del egocentrismo o egoísmo, en un lenguaje ya más cotidiano: la exaltación del yo que pone entre paréntesis los derechos de la «realidad», especialmente de la humana, de las otras personas (y de la mía misma en cuanto que es —y es persona— y no en cuanto mera subjetividad).
Lo más gracioso, e incluso cómico si no resultara dramático, es que con semejante postura, el yo que pretende garantizarse acaba por autodestruirse también teóricamente, al suprimir el fundamento real de su supremacía. (Lo muestran patentemente los últimos resultados de ciertas filosofías, que, siguiendo la huella del desprecio por el ser, prosiguen eliminando a Dios —Ser supremo—, para después declarar inexistente o inconsistente —«muerto» o más bien «aniquilado»— al propio hombre: es el nihilismo contemporáneo).
Y es que, en efecto, si el hombre destaca sobre todo lo infrahumano y puede ejercer un respetuoso dominio sobre ello, es justo porque su ser goza de una calidad infinitamente mayor que la del resto. Al margen de esa grandeza efectiva o real, cualquier pretensión o intento de sobresalir (¡o imponerse!)… se torna puro arbitrio.
Si prescindimos del ser que la constituye, la persona ya no es superior a nada. Paradójicamente, en virtud de esa opción con la que pretendía enaltecerse, y que subraya el ego en detrimento del ser, sencillamente… no es (o mejor, «es como si no fuera»)… y de ningún modo puede ser más noble que nada.

• Conclusión: en el respeto o reverencia al ser se afirman de manera simultánea: la supremacía indiscutida e indiscutible de la persona y el obligado miramiento a lo inferior a ella (en cuanto que, aun cuando en menor proporción que el hombre, también lo meramente físico es, tiene por tanto un valor… y reclama una respuesta proporcionada).
A la inversa, el intento de exaltar la dignidad humana de espaldas y como poniendo en sordina la consistencia del ser, de todo lo que posee el acto de ser y en el grado y medida en que lo ejerce, ha traído como fruto las aporías propias de la modernidad; al término:
- la depredación de la naturaleza, indefensa ante el ego humano todopoderoso, y justamente denunciada por los ecologistas, aunque a veces de manera inconsistente;
- y el imperio caprichoso de unos hombres sobre otros.
¿Razones?
Pues que, según sugería, al exaltar de forma incondicionada la subjetividad y menospreciar el ser (propio y del resto) no existe ningún motivo serio que impida al poder-arbitrio del más fuerte imponerse sobre los más desamparados.
En este sentido, y como prueba por contraste, tiene razón Michel Schooyans cuando sostiene que los dos grandes pilares de la civilización occidental se apoyan, como en su base, en una consolidada actitud de deferencia y veneración hacia lo real en cuanto que es.
Sin esa disposición de fondo, ni la ciencia ni el derecho hubieran sido posibles.
- Ni el auténtico conocimiento científico, si faltara la convicción de que la realidad posee una consistente congruencia, derivada en fin de cuentas de la firmeza y relativa estabilidad de su ser: que es como es… y no de cualquier modo.
- Ni tampoco la justicia, pues el dar a cada uno lo suyo (unicuique suum) remite en última instancia a las exigencias de unas realidades que, siendo como son, demandan y anticipan su propio cumplimiento perfectivo y, como consecuencia, lo que «se les debe»: en el hombre, de manera privilegiada, pero también en lo infrapersonal.

iii) Ciencia para saber y ciencia para manipular.

Aunque resulte un tanto simplificadora y esquemática, la comparación entre Aristóteles y Descartes puede ponernos en el camino adecuado para comprender más a fondo en qué sentido la realidad debe considerarse verdadera.
- Quizá con más insistencia que ningún otro filósofo anterior a él, Aristóteles había recalcado que todo aquello que existe resulta verdadero, digno de ser conocido (en el fondo es lo que late bajo la afirmación que inicia su Metafísica: «todo hombre desea por naturaleza saber»… porque la realidad, sobre todo las personas, reclama ser conocida).
- Descartes, en un texto que se ha hecho famoso, afirma sin tapujos que no: que el hombre debe dejarse de «teorías» y buscar solo aquel tipo de conocimiento que le permita dominar la naturaleza en provecho propio (¿no suena esto tremendamente actual?).
- Por consiguiente, si se toma en serio esta afirmación —y Descartes pretendía nada menos que cambiar con ella el rumbo de la humanidad… cosa que en buena parte se ha llevado a cabo—, ahora resulta que todo lo que existe no se muestra «digno de ser conocido», sino más bien manipulable, susceptible de ser manufacturado, para ponerlo al servicio del hombre.

• La radicalidad y el alcance universal que tanto Aristóteles como Descartes pretenden para sus respectivas propuestas habrían permitido adivinar que también el hombre se incluía de manera virtual en el proyecto de dominio cartesiano (aun cuando el hecho de que el filósofo francés hablara de «la humanidad» como un bloque compacto situado frente a la Naturaleza pudiera enmascararlo).
- Pero la inquietante marcha de los más recientes «adelantos» científicos y biomédicos, instrumentación genética y presunta clonación incluidas, nos exoneran de tal «vaticinio»: pues manifiestan ya bien a las claras en qué medida incluso una persona (¡cientos, miles…!) puede convertirse en objeto manufacturable… y manipulable en manos de otras (aquí el «bloque compacto» ha desaparecido a favor de los individuos más fuertes).
- Y la insatisfacción creciente de la civilización contemporánea —neurosis y depresiones por una parte, postmodernidad por otra— podría quizás alertarnos de los peligros implicados en semejante exaltación del yo y desprecio del ser (en el sentido que antes indicaba).
• Y es que lo que de derecho resulta maniobrable, instrumental, no es la realidad en cuanto tal —todo cuanto existe—, sino solo aquellas realidades que lo son de una manera muy pobre (lo que es en menor grado, si se me permite la expresión).
- A esas sí les corresponde ser «herramientas», «útiles» puestos plenamente al servicio de otros. Pero no en cuanto reales, repito… y espero que algo se me entienda; sino precisamente en cuanto su realidad o categoría es muy tenue o, retomando lo que acabo de apuntar, en cuanto resultan «poco reales».
- Por el contrario, como ya hemos visto afirmar a Kant, los seres de rango superior, las personas, de ningún modo pueden definirse como simples instrumentos para ser utilizados: más aún, la primera norma de la moral kantiana, que ya conocemos, impone que jamás sean tratados como meras herramientas.
• En resumen, justo porque la pretensión de Descartes se extiende virtualmente a todo lo que existe, la técnica moderna, después de ejercitarse sin freno en «el dominio de la Naturaleza» puramente material, acabará por anular las barreras que impiden someter a una persona a los deseos y caprichos de las restantes.
- Es simple cuestión de congruencia: el resultado de sustituir
la verdad por la maniobrabilidad,
la filosofía especulativa por la práctica, en la terminología cartesiana,
o la ciencia para saber por la ciencia para manipular (o meramente técnica), como lo interpreta Schumacher.
iv) Las exigencias de la verdad. Si quisiéramos resumir con una sola frase lo primero que la realidad reclama del hombre, podríamos tal vez decir que todo lo que existe, en la proporción exacta de su propia nobleza o categoría, pide que se lo conozca; y lo hace no exclusiva ni principalmente para ser manipulado, sino para «ser afirmado» a través del conocimiento humano y para que el hombre disfrute con ese saber.
• Con un deje de metáfora, el grito inicial de lo real, provisto de todo el vigor de un auténtico reclamo ético, podría expresarse como sigue: «¡Escúchame!, ¡atiéndeme!, ¡conóceme!… que para algo soy: no me desprecies, refugiándote en el recurso subjetivo-relativista de la mera opinión; hay cosas acerca de mí que pueden saberse con certeza y, por lo mismo que pueden, deben ser conocidas de ese modo».
• Al sostener, por tanto, que la realidad es verdadera, no quiero decir tan solo que puede ser conocida, que es inteligible… como solía afirmase en los manuales al uso.
Se trata más bien de una exigencia, de un imperativo de enormes repercusiones para la orientación de cualquier vida humana (como veremos): todo lo que es reclama que se lo conozca en la misma medida en que es.
Más, por tanto, lo que posee un ser más noble y elevado. Por eso, si se atiende a las exigencias que la realidad impone en este extremo, lo necesario postula una atención más esmerada que lo contingente, lo inmutable más que lo sometido a cambio, lo eterno más que lo perecedero, lo permanente más que lo fugaz…
• La norma podría sonar: hay que (esforzarse por) conocer cada realidad en la proporción exacta que reclama su ser, su consistencia interna.
No es esto, sin embargo, lo que hoy suele vivirse.
• No es difícil advertir que nos encontramos en medio de una civilización enfrascada obsesivamente en lo insubstancial,
- mientras rechaza a menudo incluso la simple sugerencia de reflexionar con hondura sobre las coordenadas que definen la esencia y el destino del hombre (¡qué aburrimiento!, ¿para qué sirve ese rollo?).
• Una cultura, por ejemplo:
- Que entroniza lo pasajero y abandona lo eterno.
- Que magnifica lo material y desconoce el espíritu.
- Que opta por la cantidad, en detrimento de la cualidad.
- Que trivializa hasta lo más sublime.
- Que atiborra a sus ciudadanos de in-formación y les dificulta (también por ese exceso de datos amorfos y en ocasiones irrelevantes) la posibilidad de formarse seriamente…
(En otras ocasiones he estudiado con detenimiento lo que acabo de sugerir. Pienso que no es necesario hacerlo de nuevo. Un vistazo un tanto crítico a algunos —¡bastantes!— medios de comunicación basta para confirmarlo.)
c) Bondad
i) La bondad es exigente… Pero, enlazando por pura comodidad expositiva con el párrafo precedente, los modernos mass-media ejercitan un influjo todavía más poderoso en lo que atañe al bien.
Pues, en cuanto bueno, todo lo que es reivindica también una réplica, una contestación por parte del hombre, aunque de distinta naturaleza que la que solicita como verdadero.
Cabría desplegarla en tres momentos:
1) en primer lugar, lo bueno pide que se lo apruebe, que nos adhiramos a él: también verbalmente, pero sobre todo con las fibras más íntimas de nuestro ser (y, en su caso, de nuestro obrar), con toda nuestra persona;
2) a continuación, lo que se encuentra dotado de bondad postula que se desee sinceramente su plenitud, su perfeccionamiento, el despliegue enriquecedor que hará que sea lo que debe (llegar a) ser;
3) por fin, nuestra «contestación» a lo bueno nos llevará, en la medida de lo posible, a apoyar ese proceso de mejora con nuestra propia actividad, a cooperar con los hechos para que el bien triunfe.
ii)… y hay que saber estar a su altura. Todo lo que disminuya el alcance de esta respuesta, por suprimir uno o más de sus elementos, equivale —en lo que está de nuestra parte— a cercenar la realidad, a no considerarla tal como es. Pero, por proseguir en la vía antes embocada, el bombardeo informativo al que, con más o menos voluntariedad, nos sometemos hoy día, acaba por inhibir en nosotros la posibilidad de vibrar operativamente, tal como exigiría la bondad o maldad de lo que nos circunda.
Ahora bien, si lo que existe en cuanto que existe solicita una respuesta que no le doy, la consecuencia más clara es que, también desde este punto de vista, el universo deja de ser percibido y vivido como real… y se difuminan las fronteras entre lo existente y lo imaginario.
• Lógicamente, ningún hombre tiene la obligación de responder con todas sus consecuencias a la bondad o malicia de cuanto los medios de comunicación —por referirme al caso más patente y difundido— ofrecen a su conocimiento. Su misma índole espacio temporal se lo impide. No van por ahí los tiros.
- Lo radicalmente peligroso es que la reiterada exposición a realidades ante las que no puede reaccionar promoviendo su bien o sofocando su mal,
vaya atrofiando en él cualquier capacidad de respuesta…
y termine por comportarse frente a su entorno real e inmediato —¡ese que sí está a su alcance y sobre el que debe influir!: la auténtica realidad, no la que ofrecen, a veces falsificada, los media— de idéntica forma a como se relaciona con lo que se sitúa fuera de su ámbito de acción.
(No pocos estudios experimentales muestran que este proceso ha afectado a buena parte de nuestros conciudadanos).
• Y es natural. El niño expuesto durante años a millares de escenas de violencia que no solo no repudia, sino que acaba incluso por aprobar y buscar… y de las que se hace «protagonista» a través de determinados videojuegos; el adulto que ve desfilar ante él cada día, en el telediario y demás informativos, atrocidades que exigirían una actuación decidida con vistas a suprimirlas; el ciudadano que se acostumbra a simples condenas verbales de atentados por parte de quienes —pudiendo, tantas veces— no mueven un dedo para poner término a esos despropósitos…,
- ¿cómo no irán todos ellos habituándose a desproveer a la realidad de su constitutivo temple de bondad o malicia, que demanda una respuesta?,
- ¿cómo no habrán de finalizar por enfrentarse con las inmediaciones de la familia, el trabajo o la comunidad política con la misma atonía y carencia de incisividad que les imponen los medios de comunicación?,
- ¿cómo no habrían de retraerse a lo privado?
• Porque incluso la simple aprobación o desaprobación —honda, sincera y comprometida—, de la multiplicidad de acontecimientos de los que tiene noticia sometería a cualquier ser humano a una tensión afectiva de tal calibre y magnitud que solo personas de especial riqueza son capaces de soportar.
- La conclusión parece clara: de manera no siempre consciente, se evitan las respuestas personales en los tres niveles a los que antes aludíamos. Y se extiende casi por instinto ese modo de comportarse a la totalidad del propio mundo. En consecuencia, el universo así mutilado se va tornando chato, insubstancial, monocorde, casi inexistente… e incapaz a su vez de poner en resonancia a un hombre constitutivamente abierto a la verdad y al bien y a la belleza… pero de manera artificial y como por costumbre habituado a desentenderse de ellos.
• Y surge el aburrimiento: un tedio sin precedentes, universal, derivado —perdón por este nuevo barbarismo aparente— de una realidad-sin-ser.
Se buscan, entonces, e incluso ansiosamente, sucedáneos: sexo, droga, emociones «fuertes» y cada vez más alambicadas e incluso antinaturales…
• El incomparable éxito de los denominados «culebrones» y de los reality shows se explica en parte por cuanto ofrecen un sustitutivo a la exigencia humana de removerse y obrar ante lo bueno y lo malo:
- un débil substituto que reemplaza la reacción vital y efectiva por una simple conmoción sentimental (a veces necesaria, mas nunca suficiente),
- pero que brinda al sujeto la «justificación» provocada por la pequeña y superficial sacudida que puede soportar una existencia sin auténtica pasión por la realidad, a la que se ha privado de cualquier sentido.
iii) De nuevo la revolución. El motivo de todo ello tal vez pueda situarse en la opción radical por uno mismo, a la que me vengo refiriendo.
• Desde esta perspectiva, lo que suele calificarse como olvido del ser sería el resultado de una actitud egocéntrica, que hace depender el valor de cualquier realidad de la relación que guarda con el yo: las cosas y las personas no valen ya en sí mismas (por lo que son), sino exclusivamente por mí y para mí (por su relación conmigo).
• Se impone, por tanto, una auténtica revolución. Algo que, remedando la expresión bíblica, podría enunciarse como: «hacer que mengüe el yo, para permitir que crezca el ser… ¡también, paradójicamente, el propio!».
- No es algo nuevo en absoluto. Los mejores exponentes de la filosofía clásica consideraban bueno al conjunto de lo existente justo porque existía, porque participaba, en una u otra medida, de la perfección que otorga el ser.
- Como consecuencia, la enumeración de las realidades provistas de bondad resultaba inacabable.
Me viene a la mente, entre muchos, el conocido pasaje de Agustín de Hipona: «porque es buena la tierra con sus altas montañas, sus onduladas colinas, sus campos llanos; bueno es el terreno variado y fértil, buena la casa amplia y luminosa, con sus habitaciones dispuestas con armoniosas proporciones; buenos los cuerpos animales dotados de vida; bueno es el aire templado y saludable; buena la comida sabrosa y sana; […] bueno es el hombre justo y buenas las riquezas que nos ayudan a quitarnos problemas de encima; bueno el cielo con el Sol, la Luna y las estrellas; buenos los ángeles por su santa obediencia; buena la palabra que instruye de modo agradable e impresiona de manera conveniente al que la escucha; bueno el poema armonioso por su ritmo y majestuoso por sus sentencias».
Elenco singular que encuentra eco en los justamente famosos versos de Jorge Luis Borges titulados Otro poema de los dones: «Gracias quiero dar al divino / laberinto de los efectos y de las causas / por la diversidad de las criaturas / que forman este singular universo, / […] por el amor, que nos deja ver a los otros / como los ve la divinidad, / por el firme diamante y el agua suelta, / […] por el fulgor del fuego / que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo, / por la caoba, el cedro y el sándalo, / por el pan y la sal, / por el misterio de la rosa / que prodiga color y que no lo ve / […] por los minutos que preceden al sueño, / por el sueño y la muerte, / esos dos tesoros ocultos, / por los íntimos dones que no enumero, / por la música, misteriosa forma del tiempo».
• Por el contrario, en perfecta coherencia con los principios en que se inspiran, algunos pensadores contemporáneos, centrados de manera obsesiva en un yo carente de ser,
- rechazan de forma absoluta todo aquello que, de un modo u otro, no se reduzca o quede por completo referido a ese yo;
- y «sufren» a los demás seres humanos como un inevitable peligro, que amenaza sin remedio a la propia «realización» egotista:
¿Cómo no recordar aquí las conocidísimas palabras de Jean Paul Sartre, uno de los más cualificados representantes de la desatención al ser, cuando sostiene con total convencimiento que «el infierno son los otros»?

d) Belleza

Se trata probablemente de uno de los atributos de lo real más controvertidos hoy en día. Por otro lado, es aquel que en la tradición filosófica clásica ha sido menos desarrollado… o cuyo tratamiento en menor medida o menos lúcidamente ha llegado hasta nosotros.
En el contexto del presente trabajo, y por ahora, querría tan solo hacer unas breves consideraciones.
i) La belleza objetiva. La afirmación «sobre gustos no hay nada escrito» tiene sin duda vigencia en ciertos dominios. Hoy, sin embargo, ha adquirido un valor prácticamente universal e incluso de defensa un tanto agresiva: se aplica de manera indiscriminada a todo lo que alguien pretende bello, para descalificarlo con un «eso será para ti», al tiempo que se extiende un culto bastante incisivo a lo feo y horripilante, a lo monstruoso… lo que algunos denominan feísmo.
¿Cómo interpretar todo ello? Cabría contestar lo que afirmaba con frecuencia y fina ironía Antonio Millán-Puelles: «No, no, sobre gustos sí hay mucho escrito, montones de bibliotecas; lo que sucede es que usted no lo ha leído».
Y no sería una salida de tono.
• En el fondo, semejante modo de responder apunta con elegancia y un deje de sincera y condescendiente comprensión a tres verdades fundamentales:
1) existe una belleza objetiva;
2) esta aumenta o disminuye, y se manifiesta más o menos claramente, a tenor de la categoría de las distintas realidades que la encarnan (esta segunda afirmación la considero de importancia excepcional, como enseguida expondré);
3) en cualquier caso, para captarla es preciso de ordinario una educación esmerada y esforzada, un aprendizaje.
• Atendamos a la objetividad.
Uno de los problemas para apreciarla radica en que hoy, culturalmente —es decir, de forma bastante extendida aunque con múltiples y loables excepciones—, la belleza se entiende en un sentido muy pobre, meramente exterior, y se aplica a un ámbito muy restringido y también depauperado: al de las simples realidades sensibles o incluso artificiales, producidas por el hombre.
Pero, según se acaba de sugerir, como los elementos que componen esta esfera son los que gozan de menor categoría o entidad, resulta muy difícil discernir cuáles entre ellos son realmente hermosos y cuáles no.
• Sucede algo semejante a lo que vimos al estudiar la bondad.
- Advertimos en aquel momento que, en efecto, existen realidades cuyo «valor» se encuentra determinado exclusivamente por su relación al sujeto que lo aprecia: bienes de grado ínfimo que suelen calificarse como «útiles» o «placenteros».
Una marca de cerveza, un determinado color o diseño, o incluso un concreto rasgo de la fisonomía externa de un ser humano, tendrán valor para quienes efectivamente aprecien esa bebida, prefieran la tonalidad o el modelo en cuestión o reaccionen ante el pelo rubio con mayor agrado que ante el moreno, o viceversa.
Pero se trata, de aspectos de lo real dotados de muy tenue consistencia (casi, casi, como anticipaba y dentro de ciertos límites, la que les otorga el gusto o las preferencias del sujeto que en cada caso se enfrente a ellos).
- No ocurre lo mismo, sin embargo, con las realidades de mayor calibre. Ninguna persona normal y medianamente formada acepta sin inmutarse el que alguien haga sufrir o dé muerte a otro ser humano, o incluso a un animal, por la sencilla y exclusiva razón de que disfruta al hacerlo.
- La vida de una persona, por limitarnos al caso más claro, es un bien en sí, infinitamente digno —casi un absoluto—, en ningún modo dependiente de antojos o preferencias.
Cosa bastante similar a lo que ocurre con otro enorme friso de realidades, cuya valía se afirma por sí misma, con independencia de educaciones, culturas, idiosincrasias personales…
Incluso cuando la interpretación de los actos que deben adscribirse a las correspondientes virtudes pudiera variar a tenor de las coordenadas espacio-temporales, la valentía, la gratitud y el desprendimiento, o, en otros ámbitos, la paternidad o la amistad, gozan de tal calibre que a nadie le es lícito menospreciarlos;
y si ese desprecio tiene lugar habrá que achacarlo como defecto, a veces grave, a la persona o civilización que incurre en él y no a la falta intrínseca de categoría de aquello que algunos se permiten relegar;
estamos, como apuntaba, ante un problema de educación, de aprendizaje, de perfeccionamiento personal;
(en cambio, y aunque a la mayoría de los latinos nos parezca una aberración, los anglosajones que así obran tienen «todo el derecho» a saborear el jamón cocido e incluso anteponerlo a la maravilla de las variedades del de «pata negra»… pese a que a bastantes de nosotros nos parecería mucho más «inteligente y humano» que mejoraran sus preferencias).
• Pues algo análogo habría que sostener respecto a la belleza: conforme se trata de una hermosura de mayor calado, menos dependerá de los «gustos» individuales.
Por eso, frente al prejuicio subjetivista que mencioné hace unos instantes y a cuanto lleva consigo, sostiene un autor contemporáneo:
«Lo que estoy sugiriendo es que cuando describimos un paisaje o una obra de arte como bellos hay ciertos rasgos característicos que se pueden reconocer y razonar. Esta visión se encuentra en vivo contraste con aquella tan ampliamente extendida en el mundo moderno según la cual “la belleza está en el ojo del espectador”. La belleza sería enteramente una cuestión de gusto personal y no existiría ningún criterio objetivo respecto a ella».
Y añade:
«Es evidente que a menudo la gente no está de acuerdo con lo que se considera bello, sin embargo, el mero hecho de que cuando se dan estos desacuerdos podamos hablar, exponer razones de nuestros juicios, ser comprendidos y, quizás, cambiar un tanto nuestro parecer, indica que existen algunos criterios de juicio compartidos. Del mismo modo, en el caso de desacuerdo en temas morales el simple hecho de que podamos hablar con aquellos cuyas ideas son distintas de las nuestras indica la existencia de una base común».
• El tema resulta muy amplio y no admite un tratamiento adecuado en los parámetros de este escrito. Pero considero imprescindible enunciar algunas indicaciones respecto a su influjo en nuestros conciudadanos, en particular en los más jóvenes.
ii) Consecuencias de la incapacidad para discernir lo bello. En definitiva, cuanto quiero sostener podría resumirse en tres breves asertos:
• La delicadeza de espíritu, muy relacionada con l’esprit de finesse de Pascal, depende en gran medida de la educación estética de cada persona, de su capacidad para captar los matices de lo realmente bello; y esa aptitud determina, en mayor proporción de lo que a menudo se piensa, las posibilidades de conocer la verdad y obrar el bien.
Detallando un poco:
1) de acuerdo con uno de los personalistas más cercanos a la metafísica, Jean Mouroux, estimo que «el arte [y la belleza], bajo cualquiera de sus formas, es una necesidad esencial del hombre: que ejerce una influencia enorme sobre él y que plantea graves problemas a la sociedad moderna»;
2) considero asimismo que, igual que para descubrir la verdad y para amar y procurar el bien, para apreciar la belleza es necesario un empeño continuado, tendente a la adquisición de un conjunto de hábitos que nos «connaturalicen» con lo hermoso; gracias a ellos se instaura, además, en quien los cultiva lo que conocemos como buen gusto, mesura, miramiento, delicadeza en el trato con las personas y cosas, prestancia, pudor, decoro, elegancia, compostura en las situaciones más diversas, etc.;
3) opino, por fin, que, como esa formación interior solo se lleva a cabo en contadas ocasiones, buena parte de lo que hoy se ofrece a nuestros muchachos (y adultos) como «arte» y «cultura» los incapacita para descubrir el genuino y más hondo valor de la realidad o, lo que es lo mismo, para esforzarse unitariamente por aspirar al conocimiento de lo verdadero, la realización del bien y el goce contemplativo de bellezas de más alto rango que las que frecuentan normalmente, y capaces de enriquecer de manera soberana su humanidad, a veces un tanto contrahecha o maltratada.
En este sentido cabría entender las siguientes palabras de Suárez, que, con sutil ironía y tal vez un exceso de generalización, considera como uno de los «logros» más preocupantes de los últimos decenios la sustitución del «concepto de “cultura”, juzgada como elitista —en música, teatro, ensayo, conferencias— por otra popular. Esta última es la que moviliza a los jóvenes en torno a cantantes que pueden comunicar un estado de ánimo próximo a la histeria colectiva y la que arrastra en las competiciones deportivas convertidas ya en espectáculo».
Y, abundando, en el mismo tema, escribe: «Las masas comienzan despreciando todo lo que es elitista, distinguido o sencillamente diferente de sus propios gustos: el deterioro del vestir, buscando una promiscuidad en el mal gusto y repudiando todo aquello que puede considerarse elegante es una de sus muestras […]. Reducen la música a una exaltación frenética de los sentidos y convierten el deporte en un espectáculo lleno de pasión. Los productos literarios tienen que ser “actuales”, es decir, escandalosos y que halaguen el profundo sentido de desprecio a todo lo que es excelente. Una editorial ya no puede permitirse el lujo de publicar obras minoritarias, de aquellas que han de permanecer mucho tiempo y venderse con cuentagotas: necesita el “best-seller”, es decir el que se despacha rápidamente por millares; al cabo de unos meses ese libro desaparecerá sin dejar huella. El culto al cuerpo, el lenguaje promiscuo, verdadera germanía, la procacidad y la “revolución sexual” son la consecuencia».
iii) Esteticismo de consumo. Dando un paso más en la misma línea, cabe afirmar que la falta de educación estética constituye uno de los impedimentos más graves para el desarrollo de la persona, por cuanto —entre otras cosas— la torna inhábil para captar los bienes de mayor nivel y la inclina hacia el materialismo consumista.
La primera idea ha sido gráficamente expresada por Inger Enkvist, en un libro cuya lectura recomiendo vivamente a cuantos, de un modo u otro, nos dedicamos a tareas educativas.
Sostiene la especialista sueca: «las personas que no llenan su cerebro están “vacías”. No disponen de la herencia cultural que deben conocer para poderla usar; […] tampoco pueden buscar experiencias gratas, por ejemplo a través del arte, ya que también el arte exige aprendizaje y entrenamiento […]. De lo único que pueden disfrutar las personas de este perfil es de las vivencias que crean éxtasis, por ejemplo las drogas, puesto que es la única clase de deleite que no reclama ninguna forma de disciplina o entrenamiento anterior».
Como apunté en la Introducción a la Antropología. La persona, esta falta de autodesarrollo constituye una de las causas más comunes de la homogeneidad masificadora tan propia de nuestro tiempo. Masificación que se une peligrosamente a otra característica básica del modo de enfrentarse nuestros chicos y chicas con lo bello, que podría ser calificada como una cierta tosquedad o rudeza.
Ahora en opinión de Dale, mientras «la formación estética» implica el cultivo de «la vida emocional interna», un gusto no educado busca a menudo «el disfrute cuantitativo, una gran cantidad de elementos de estímulo de los sentidos, lo cual equivale a una vida emocional embotada. Según este autor, el gusto primitivo se caracteriza por una atracción por las sensaciones, por lo extravagante, lo grotesco, las acciones rápidamente cambiantes y los colores chillones. En cierta estética moderna, como en los video-clips musicales, no se busca la belleza, que se entiende como débil, sino que se mezclan colores y sonidos fuertes, imágenes violentas e impulsos sexuales de una manera que psicológicamente puede llamarse infantil. El efecto se basa en una fusión rápida de elementos dispares que el espectador no alcanza a analizar, un bombardeo a los sentidos acompañado por una música extática».
• Aunque un cierto acostumbramiento displicente nos lleve a restar importancia al asunto, la verdad es que produce efectos devastadores en la medida en que impide el desarrollo interior de algunos jóvenes (y adultos), reduciendo su intimidad a una suerte de vacío átono y gris, esterilizado por la acumulación casi grotesca de potentes y extravagantes estímulos epidérmicos.
Se trata de una realidad muy amplia y significativa, que va desde la música hasta las revistas, películas y vídeos que frecuentan los chicos, y desde el estruendo atronador de los lugares en que se divierten hasta los estímulos químicos —alcohol y droga, principalmente— que les hacen «coger el punto»…
En semejante sentido, y solo como botón de muestra de cuanto acabo de esbozar, conviene prestar atención a las siguientes reflexiones de Bloom, «uno de los pocos críticos de la sociedad que se atreve a comentar el tema de la música rock en relación con la educación, exponiéndose así a la ira de los jóvenes. El argumento de Bloom es el siguiente: ser civilizado implica que las fuerzas psíquicas de uno se canalicen y se formen, mientras que la música rock no exige ningún aprendizaje, sino que está basada en fuerzas no formadas, irracionales, y en añoranzas sexuales. Estima que probablemente nunca antes se ha encontrado una clase de arte que se dirija directamente hacia los niños y jóvenes y que esté claramente relacionado con una rebelión contra los adultos.»
A lo que añade:
«¿Tiene alguna importancia para el trabajo escolar lo que los jóvenes escuchan en su tiempo libre? Bloom piensa que sí porque los sentidos de los jóvenes podrían embotarse, y cuando encuentran una obra armoniosa construida sobre matices delicados tienen dificultad para interesarse por ella y apreciar su valor. Del mismo modo, es difícil que la educación llegue a interesarlos puesto que sus sentidos están alimentados con impresiones muy fuertes. La música rock también tiene consecuencias para su vida adulta, puesto que la vida adulta común y corriente les parece descolorida».
iv) Más en concreto. La cita, con los armónicos que evoca y a los que apunta, admitiría un cúmulo de comentarios. Basta señalar:
1) por una parte, el desorbitado acostumbramiento de nuestros jóvenes a un bombardeo de impresiones, a veces desgarradas, en todos los ámbitos de la sensibilidad:
- desde el monótono mascar chicle o el desordenado y extemporáneo distraer el gusto con alimentos o bebidas más o menos exóticos,
- pasando por el sucederse de sonidos estentóreos, imágenes y cambios de luz en los momentos de diversión… o incluso en los de pretendido trabajo,
- hasta llegar a la exposición a sensaciones fuertes —la atracción hacia lo terrorífico, lo violento o lo macabro, curiosamente más difundida esta última entre las chicas que entre los chicos—, que despiertan y conmocionan pasajeramente su emotividad, pero no los hacen crecer interiormente porque carecen de la enjundia o densidad de ser necesarias para desarrollar a la persona humana; y
2) por otra, que la proporción en que ese conjunto de incitaciones superficiales llegan a ser imprescindibles contribuye, en su ausencia o incluso provocado por ellas mismas:
- a aletargar su inteligencia
- y, derivadamente, al aburrimiento casi endémico de tantos alumnos dentro y fuera del ámbito escolar.
Tedio que, como anuncié y según han comentado filósofos como Kierkegaard o Camus y psiquiatras como Frankl, constituye una de las plagas más devastadoras del mundo presente y una de las claves para comprender actuaciones aparentemente nada inteligibles de algunos de nuestros (adultos y) muchachos.
(Y esto, tómese a modo de digresión, también en los centros educativos, donde de unos años a esta parte parece haberse impuesto la obligación irrenunciable no solo de enseñar y formar a los alumnos, sino «antes», de entretenerlos y divertirlos; «antes», porque si semejante objetivo no se consigue, la entera labor queda por completo desautorizada… si es que llega a llevarse a cabo: el profesor o el maestro pueden ser despedidos por incompetentes.
- Estimo que la cuestión no se plantea con la misma virulencia en la enseñanza pública y en la privada. Pero también considero que, salvadas las distancias —no siempre unidireccionales ni homogéneas—, una y otra se encuentran «tocadas» por la dolencia que acabo de apuntar: la imperativa e indiscriminada obligación de conseguir el «aprender sin esfuerzo», que la enseñanza se convierta en «juego».
- Tal vez por eso no resulte irrelevante, como simple estímulo para las propias reflexiones, reproducir la descripción de un estado de cosas que se reitera en algunos organismos estatales:
«La frase me siento como un payaso, expresada con gran afectación […] por una profesora de ESO, resume en cinco palabras gran parte de los sentimientos que los docentes tienen hoy en día con respecto a su labor diaria. Al haber sido responsabilizados por completo de la motivación de sus alumnos —a quienes desde pequeñitos se está transmitiendo la idea de que son los maestros y la escuela quienes de forma unilateral deben motivarles—, sometidos a un predominio de los aspectos lúdicos de la enseñanza y a la desvalorización de los contenidos, de los conocimientos y del esfuerzo intelectual, e inmersos en un contexto administrativo, legal y burocrático que les deja indefensos ante el incumplimiento por parte de algunos alumnos de las más mínimas normas de convivencia o comportamiento, los profesores se encuentran con que uno de los escasos recursos —y no siempre posible— de que disponen consiste en distraer a los alumnos y tratar de captar su atención.
Sin embargo, este eventual estímulo de la curiosidad del alumno, que en sí mismo no es nada desdeñable, ha alcanzado un nivel tal de degeneración en el sistema educativo actual, que se ha convertido en “ponerse cada día el traje de payaso y montar el show”, en un intento de conseguir que los alumnos estén físicamente quietos en sus mesas, que atiendan, o que simplemente no atenten contra las mínimas normas de convivencia».)
Aunque he anticipado que estos déficits afectan de manera muy desigual a las distintas instituciones y centros, y que, por consiguiente, la cita puede pecar de generalización excesiva, tal vez no esté de más un mínimo de examen para apreciar si en el caso de quienes nos dedicamos a la enseñanza —o a la educación, en su más amplio sentido— están o no poniendo alguna traba al auténtico crecimiento de nuestros tutelados… con lo que eso lleva consigo para la entera sociedad en que nos desenvolvemos.
Y, en cualquier caso, subraya la relevancia que posee para la persona una auténtica comprensión de la belleza y sus aledaños, así como la educación correspondiente para saber gozar de ellos.
Trataré ambos extremos en el próximo capítulo.
e) La inclinación a obrar
Antes de adentrarme en él quisiera tan solo aludir temáticamente a una de las propiedades más relevantes de que goza cualquier realidad y que de un modo u otro han aflorado ya a lo largo de todo el capítulo: su tendencia a obrar y perfeccionarse mediante esas operaciones.
Me limitaré a unos breves apuntes:
i) Un más y un menos. En primer término, querría dejar claro que también aquí se cumple ese especie de ley fundamental que ha actuado como fondo de todo lo hasta ahora expuesto y que cabría llamar principio de proporción o de progresión.
• Es decir, que, según acabo de anotar: la capacidad y la propensión a obrar resultan proporcionales al ser de cada realidad, y crecen, por tanto, a medida que nos elevamos en la escala jerárquica de los existentes.
Aunque la cuestión podría matizarse, parece bastante claro que la actividad «desplegada»







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