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Cuarta palabra: Dios contra Dios, pero con nosotros
Elohí, Elohí, l´má sabaqtani, que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 33 / Mt 27, 45)
La cuarta palabra, en el medio de las siete, hace de corazón de todas ellas y las resume, al modo como en la fuente se halla recogido todo el río. Es una palabra tremenda. Sólo la conocemos por el evangelio de Marcos - y el de Mateo. De las siete, estos evangelistas no traen más que esta palabra misteriosa y, sin embargo, algunos copistas primitivos, al reproducir los textos evangélicos la suprimían o la retocaban. Era muy dura de oir en los labios de Jesús. Pero era tan auténtica y les quedó tan grabada a sus oyentes, que la tradición evangélica griega la sigue recordando en arameo-hebreo, el idioma originalmente empleado por Jesús:
Elohí, Elohí, l´má sabaqtani, que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
La oscuridad se ha abatido sobre Jerusalén al mediodía. Jesús sufre el tormento de la cruz y de la muerte. Pero sufre, sobre todo, el escarnio que le inflinge el Pueblo de Dios, su pueblo, con sus dirigentes a la cabeza; sufre el golpe que le asesta Gestas, con todos los cínicos del mundo, que viven y mueren sin permitir que la verdad logre ni siquiera rozarles la piel; sufre Jesús la muerte humillante de todas las víctimas de la cultura de la muerte: los ancianos, los niños no nacidos o los eliminados por las guerras y por el hambre; sin olvidar la muerte de las víctimas del terrorismo, humilladas, además, por quienes pretenden legitimar o disculpar tal crimen, sistematizado en gravísima estructura de pecado, como si fuera consecuencia casi inevitable de supuestos o reales conflictos nacionales, raciales, culturales o religiosos.
¿Cómo es posible que ante tanto escarnio, tanto cinismo y tanta muerte sean todavía posibles el perdón, la Gloria y la Vida? ¿Cómo? Y además, Jesús ha otorgado, sí, perdón, Gloria y Madre, pero ¿qué ha conseguido realmente con ello? ¿Se ha restablecido el orden? ¿Se le ha dado a cada uno lo suyo? ¿Se han asegurado, con tales dones, la justicia y la paz en el mundo? Parece que no. La oscuridad se cierne sobre Jerusalén y Dios no interviene para imponer la luz de la justicia. Ni siquiera para salvar a su Hijo ¿Es realmente la hora del absurdo? ¿Será verdad que el Padre en el que Jesús confiaba no era más que un Dios de juguete, una ilusión infantil de la Humanidad que, ahora, por fin, va a morir para siempre con el mismo Jesús?
Preguntas como éstas se agolparon seguramente en el corazón de Jesús, que iba a ser roto enseguida por el golpe de la lanza. Son preguntas que a todos nos acechan cada Viernes Santo. Jesús no tenía menos sensibilidad que nosotros, ni ojos menos capaces de ver lo que estaba sucediendo y lo que seguiría sucediendo en este mundo. Al contrario, su capacidad de ver y sentir era infinitamente mayor que la nuestra. Por eso clama, con el grito de la muerte: ¿Por qué? ¿Para qué? Es el grito del justo que sufre en el mundo ante un Dios que calla y que no interviene para salvarlo; es el grito de Job, es el clamor que recoge el Salmo 21, cuyo primer verso salta ahora a los labios de Jesús: Dios mío, Dios mío, ¿por qué?...
La humanidad doliente del Verbo encarnado recoge en ese grito el dolor de todos los que sufren las consecuencias terribles de la injusticia, del cinismo, de la autosuficiencia, de la ceguera de la razón, en definitiva, del pecado. Gestas, como el viejo Adán, también sufría tales consecuencias y se rebelaba. En cambio, Jesús, como nuevo Adán, como el hombre renovado por su completa y libre unión de querer con el Hijo de Dios, se entrega por completo a las cosas del Padre. ¿Qué cosas son esas, a las que ya el Jesús niño se sabía y se quería dedicado?
Son las cosas de la justicia de Dios. Porque Dios no deja de lado su justicia. El pecador morirá para siempre por su pecado. Si alguien se niega a la Vida eterna, no la tendrá. Pero Dios no habrá dejado de ofrecer el remedio más eficaz e inimaginable, haciendo en Cristo una justicia divina. A saber: cargando sobre sí mismo la muerte del pecador. Lo ha escrito muy bien el Papa en su encíclica Dios es amor: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor (nº 10). Por darle al pecador todas las posibilidades de salvación y de Vida, por estar con nosotros, aun en nuestro desvarío, Dios llega a ponerse contra sí mismo, al entregarse (nº 12) a la muerte en su Hijo. Jesús sabe que ésas son las cosas de Dios. Por eso, aun sufriendo realmente el abandono del Padre - que, en el sentido que acabamos de decir, se ha puesto en contra de él - Jesús conoce también que es así como se cumple plenamente toda la justicia: la del amor de un corazón divino apasionado por sus creaturas.
¿Por qué? - Porque se ha de cumplir la justicia de Dios.
¿Para qué? - Para que así se nos revele lo que es amor en su forma más radical (ibid.); y, en definitiva, quién es Dios de verdad y a qué podemos y debemos aspirar.
¿Sabían esto los judíos? No lo podían saber del todo. Ellos conocían, es cierto, que Yahvé amaba con pasión a su Pueblo. Sabían que Dios tenía un corazón que se le revolvía en su interior ante la infidelidad de los suyos (cf. Oseas 11, 8-9); sabían que los profetas (Is 52, 13-53) y los salmos (21; 30; 68) hablaban del sufrimiento redentor padecido ante un Dios silencioso, por un misterioso siervo sin nombre, quien, a pesar de todo, no renegaba nunca del Altísimo. Pero no sabían que quien daba cumplimiento real a tales misteriosas promesas era precisamente aquél a quien ellos habían colgado de aquella cruz.
Sin saberlo los hombres, la justicia quedaba reconciliada con el amor.
La cuarta palabra, en el medio de las siete, hace de corazón de todas ellas y las resume, al modo como en la fuente se halla recogido todo el río. Es una palabra tremenda. Sólo la conocemos por el evangelio de Marcos - y el de Mateo. De las siete, estos evangelistas no traen más que esta palabra misteriosa y, sin embargo, algunos copistas primitivos, al reproducir los textos evangélicos la suprimían o la retocaban. Era muy dura de oir en los labios de Jesús. Pero era tan auténtica y les quedó tan grabada a sus oyentes, que la tradición evangélica griega la sigue recordando en arameo-hebreo, el idioma originalmente empleado por Jesús:
Elohí, Elohí, l´má sabaqtani, que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
La oscuridad se ha abatido sobre Jerusalén al mediodía. Jesús sufre el tormento de la cruz y de la muerte. Pero sufre, sobre todo, el escarnio que le inflinge el Pueblo de Dios, su pueblo, con sus dirigentes a la cabeza; sufre el golpe que le asesta Gestas, con todos los cínicos del mundo, que viven y mueren sin permitir que la verdad logre ni siquiera rozarles la piel; sufre Jesús la muerte humillante de todas las víctimas de la cultura de la muerte: los ancianos, los niños no nacidos o los eliminados por las guerras y por el hambre; sin olvidar la muerte de las víctimas del terrorismo, humilladas, además, por quienes pretenden legitimar o disculpar tal crimen, sistematizado en gravísima estructura de pecado, como si fuera consecuencia casi inevitable de supuestos o reales conflictos nacionales, raciales, culturales o religiosos.
¿Cómo es posible que ante tanto escarnio, tanto cinismo y tanta muerte sean todavía posibles el perdón, la Gloria y la Vida? ¿Cómo? Y además, Jesús ha otorgado, sí, perdón, Gloria y Madre, pero ¿qué ha conseguido realmente con ello? ¿Se ha restablecido el orden? ¿Se le ha dado a cada uno lo suyo? ¿Se han asegurado, con tales dones, la justicia y la paz en el mundo? Parece que no. La oscuridad se cierne sobre Jerusalén y Dios no interviene para imponer la luz de la justicia. Ni siquiera para salvar a su Hijo ¿Es realmente la hora del absurdo? ¿Será verdad que el Padre en el que Jesús confiaba no era más que un Dios de juguete, una ilusión infantil de la Humanidad que, ahora, por fin, va a morir para siempre con el mismo Jesús?
Preguntas como éstas se agolparon seguramente en el corazón de Jesús, que iba a ser roto enseguida por el golpe de la lanza. Son preguntas que a todos nos acechan cada Viernes Santo. Jesús no tenía menos sensibilidad que nosotros, ni ojos menos capaces de ver lo que estaba sucediendo y lo que seguiría sucediendo en este mundo. Al contrario, su capacidad de ver y sentir era infinitamente mayor que la nuestra. Por eso clama, con el grito de la muerte: ¿Por qué? ¿Para qué? Es el grito del justo que sufre en el mundo ante un Dios que calla y que no interviene para salvarlo; es el grito de Job, es el clamor que recoge el Salmo 21, cuyo primer verso salta ahora a los labios de Jesús: Dios mío, Dios mío, ¿por qué?...
La humanidad doliente del Verbo encarnado recoge en ese grito el dolor de todos los que sufren las consecuencias terribles de la injusticia, del cinismo, de la autosuficiencia, de la ceguera de la razón, en definitiva, del pecado. Gestas, como el viejo Adán, también sufría tales consecuencias y se rebelaba. En cambio, Jesús, como nuevo Adán, como el hombre renovado por su completa y libre unión de querer con el Hijo de Dios, se entrega por completo a las cosas del Padre. ¿Qué cosas son esas, a las que ya el Jesús niño se sabía y se quería dedicado?
Son las cosas de la justicia de Dios. Porque Dios no deja de lado su justicia. El pecador morirá para siempre por su pecado. Si alguien se niega a la Vida eterna, no la tendrá. Pero Dios no habrá dejado de ofrecer el remedio más eficaz e inimaginable, haciendo en Cristo una justicia divina. A saber: cargando sobre sí mismo la muerte del pecador. Lo ha escrito muy bien el Papa en su encíclica Dios es amor: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor (nº 10). Por darle al pecador todas las posibilidades de salvación y de Vida, por estar con nosotros, aun en nuestro desvarío, Dios llega a ponerse contra sí mismo, al entregarse (nº 12) a la muerte en su Hijo. Jesús sabe que ésas son las cosas de Dios. Por eso, aun sufriendo realmente el abandono del Padre - que, en el sentido que acabamos de decir, se ha puesto en contra de él - Jesús conoce también que es así como se cumple plenamente toda la justicia: la del amor de un corazón divino apasionado por sus creaturas.
¿Por qué? - Porque se ha de cumplir la justicia de Dios.
¿Para qué? - Para que así se nos revele lo que es amor en su forma más radical (ibid.); y, en definitiva, quién es Dios de verdad y a qué podemos y debemos aspirar.
¿Sabían esto los judíos? No lo podían saber del todo. Ellos conocían, es cierto, que Yahvé amaba con pasión a su Pueblo. Sabían que Dios tenía un corazón que se le revolvía en su interior ante la infidelidad de los suyos (cf. Oseas 11, 8-9); sabían que los profetas (Is 52, 13-53) y los salmos (21; 30; 68) hablaban del sufrimiento redentor padecido ante un Dios silencioso, por un misterioso siervo sin nombre, quien, a pesar de todo, no renegaba nunca del Altísimo. Pero no sabían que quien daba cumplimiento real a tales misteriosas promesas era precisamente aquél a quien ellos habían colgado de aquella cruz.
Sin saberlo los hombres, la justicia quedaba reconciliada con el amor.