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Autor: | Editorial:



Precaución para mortificar el egoísmo y propia voluntad

Lo segundo que se debe tener en cuenta prudentemente aquí es que toca al amador fiel, al modo de abeja laboriosa, circunvolar con las alas de razón y consideración sobre los dones del Amado, pasados y presentes. Con el aguijón de la discreción caritativa delibere y guste para no entretenerse en ningún regalo. Convierta todas las cosas en bien espiritual alabando y dando gracias. Vuele con afecto hacia la unidad del amor divino, en la cual desee permanecer con Dios para siempre.

El abandono de la voluntad

Por el contrario, mientras su voluntad no esté encendida por el fuego del amor conforme al beneplácito de Dios, no está todavía limpia de plata o plomo. Es decir, nuestra voluntad no ha sido aún purificada de la propiedad con que se busca y tiende hacia sí misma. ¡Oh propiedad venenosa, qué gran impedimento eres para aquellos que tratan de aventajarse en la virtud! Tú abusas de los regalos de Dios y los haces inútiles para los hombres.

Por eso, nadie debe fácilmente pensar que, por el hecho de verse con gracia y amor sensibles, ha llegado a la santidad. Surgen muchos deseos y sensaciones ordinariamente en el hombre que son tenidos por grandes, cuando no son otra cosa que apetitos innatos o búsqueda de si mismo. Muchos, en cambio, toman las novedades y curiosidades por indicios de gran santidad.

Inconstancia de la naturaleza

Especialmente antes de los cuarenta años la naturaleza es muy versátil, inconstante y afectuosa. Se busca a sí misma con frecuencia en lo que hace: el provecho del gusto espiritual, recreación y consuelo, aun sin darse cuenta la misma naturaleza. Donde el hombre piensa que está fomentando la vida espiritual, resulta estar alimentando la propia naturaleza y el gusto sensible, fortificando la propia voluntad inmortificada. Debe insistir con mayor deseo y diligencia en la continua mortificación y abandono de sí mismo. Piense sobre todo en la perfecta asimilación con Cristo, según el hombre exterior e interior, en lo humano y en lo divino, en la pureza e intensidad del amor, dirigiéndose a Dios y descansando tan sólo en el que es dador de todo bien.

Amor ferviente

Para esto propiamente sirve el cuarto grado del amor, que llaman ferviente. Quedaron ya explicados los tres primeros, al hablar de la consurrección de la vida activa, en el capítulo XXII. Este es propio de quienes se acercan al Amado con gran fervor. No sufren término medio entre Dios y ellos, de suerte que su amor nace de Él directamente. Nada buscan más que a Dios con pureza y desnudez.

Para mejor llegar a esto y en ello perseverar, debe el hombre acostumbrarse a ofrecer afectuosa y amorosa acción de gracias. Esforzarse al punto en ofrecer a Dios con amoroso desahogo todos los dones recibidos, gracias, virtudes, espirituales consuelos, etc., reconociendo perfectamente que él no ha recibido esas cosas por sí mismo o sus méritos, sino puramente de la profunda y generosa bondad de Dios. Confiese también que él es indigno de todas las mercedes recibidas del Señor, con sincero reconocimiento de las propia vileza. Es la mejor manera de disponerse a recibir muchos dones.




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