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TERCERA PARTE:VIDA CONTEMPLATIVA ESPIRITUAL. TRATADO PRIMERO: Preparación de la vida contemplativa espiritual. Aptitud para la vida contemplati
La segunda etapa en el camino hacia Dios se llama vida contemplativa espiritual, que, como se dijo en el capítulo XIV está figurada por Raquel. Era hermosa, pero infecunda al principio de su matrimonio (Gén 29), si bien que después tuvo hijos.
Asimismo la vida contemplativa es con frecuencia estéril al principio, porque no somos mortificados, la desconocemos y no estamos avezados a ella. Efectivamente, al principio no se sabe vivirla con provecho y se usa mal de ella, entreteniéndose desordenadamente en los dones de Dios. Nadie en realidad se dedica a cultivarla con fruto, fuera de los íntimos amigos de Dios.
Los siervos fieles necesitan permanecer fuera hasta ser invitados a compartir la familiar amistad. Entonces aprenden a despreciar toda consolación externa y quietud, buscando únicamente el gozo interior hasta el punto de que los sentidos exteriores pierden su operación. Porque estas almas viven como ciegos que ven; como sordos que oyen. Lo dice la Esposa: «Yo dormía, pero mi corazón velaba» (Cant 5,2). Que significa: mi corazón está en vela, actuando internamente con tal vigor, que a los sentidos exteriores nada llega para poder percibirlo.
La interna y amorosa consurrección, el acceso a Dios y la permanente inhesión en El se hacen tan sabrosos y apetecibles que cualquier cosa de fuera resulta cruz. Quienes esto alcanzan son atraídos tan profundamente a la unidad y soledad del corazón que parecen estar cien millas alejados de los demás.
Para dar a conocer algo de esta vida, lo iremos exponiendo de acuerdo con el método establecido en tres puntos: preparación, ornato y progreso o consurrección. Ante todo, necesitamos prepararnos a la vida espiritual contemplativa, si queremos disfrutar de familiaridad con Dios.
Impedimentos de la vida contemplativa
Consiste el primero en que el cuerpo padezca algún defecto natural, lesivo y penoso. El alma, por natural condición, depende del cuerpo. Cualquier padecimiento corporal, defecto notable o simple dolor distrae al alma de la contemplación. Por ejemplo: cuando el hombre tiene mucha hambre, sed, frío, calor, enfermedad; a no ser que a todo se sobreponga por una gracia sobreabundante del Señor. Por eso, al hombre que Dios llama a la verdadera vida contemplativa, le enseña a regir su cuerpo con discreción, para que se mantenga fuerte al servicio del espíritu en todas las cosas.
El segundo consiste en ocuparse de cosas externas, aunque sean buenas y virtuosas. El polvo metido en los ojos impide ver; la preocupación por asuntos de fuera ciega los ojos de la inteligencia y nos priva de contemplar la luz.
Lo tercero es el remordimiento de conciencia por los pecados. La contemplación requiere pureza de alma, pero el remordimiento altera la paz necesaria. Cierto que debemos sentirnos pecadores; el tiempo de la contemplación requiere olvidarse de los pecados. Contemplar es unir nuestro espíritu al de Dios; detenerse a pensar los pecados viene a ser un muro entre Dios y nosotros. Bien podríamos, sin embargo, antes de nada humillarnos, considerándonos indignos de tanto bien, admirando la inmensa bondad de Dios y nuestra profunda vileza. Después, con voluntad libre y aspiración diligente, nos levantaremos hacia Dios, dejando atrás la memoria de los pecados. De otro modo, el recuerdo vivo influiría en el alma e impediría la contemplación, como un derrame de sangre estorba la visión del ojo.
Crean el cuarto impedimento los fantasmas de imágenes corporales, que se imprimen en el corazón y difícilmente pueden desarraigarse. El hombre debe conseguir volverse un ciego que ve y un sordo que oye; es decir: que viva introvertido hasta perder el uso pleno de los sentidos externos. Porque ha de estar sólo empleado internamente en lo divino. Entonces, el espejo del alma se hace claro y puro, sin imágenes.
Asimismo la vida contemplativa es con frecuencia estéril al principio, porque no somos mortificados, la desconocemos y no estamos avezados a ella. Efectivamente, al principio no se sabe vivirla con provecho y se usa mal de ella, entreteniéndose desordenadamente en los dones de Dios. Nadie en realidad se dedica a cultivarla con fruto, fuera de los íntimos amigos de Dios.
Los siervos fieles necesitan permanecer fuera hasta ser invitados a compartir la familiar amistad. Entonces aprenden a despreciar toda consolación externa y quietud, buscando únicamente el gozo interior hasta el punto de que los sentidos exteriores pierden su operación. Porque estas almas viven como ciegos que ven; como sordos que oyen. Lo dice la Esposa: «Yo dormía, pero mi corazón velaba» (Cant 5,2). Que significa: mi corazón está en vela, actuando internamente con tal vigor, que a los sentidos exteriores nada llega para poder percibirlo.
La interna y amorosa consurrección, el acceso a Dios y la permanente inhesión en El se hacen tan sabrosos y apetecibles que cualquier cosa de fuera resulta cruz. Quienes esto alcanzan son atraídos tan profundamente a la unidad y soledad del corazón que parecen estar cien millas alejados de los demás.
Para dar a conocer algo de esta vida, lo iremos exponiendo de acuerdo con el método establecido en tres puntos: preparación, ornato y progreso o consurrección. Ante todo, necesitamos prepararnos a la vida espiritual contemplativa, si queremos disfrutar de familiaridad con Dios.
Impedimentos de la vida contemplativa
Consiste el primero en que el cuerpo padezca algún defecto natural, lesivo y penoso. El alma, por natural condición, depende del cuerpo. Cualquier padecimiento corporal, defecto notable o simple dolor distrae al alma de la contemplación. Por ejemplo: cuando el hombre tiene mucha hambre, sed, frío, calor, enfermedad; a no ser que a todo se sobreponga por una gracia sobreabundante del Señor. Por eso, al hombre que Dios llama a la verdadera vida contemplativa, le enseña a regir su cuerpo con discreción, para que se mantenga fuerte al servicio del espíritu en todas las cosas.
El segundo consiste en ocuparse de cosas externas, aunque sean buenas y virtuosas. El polvo metido en los ojos impide ver; la preocupación por asuntos de fuera ciega los ojos de la inteligencia y nos priva de contemplar la luz.
Lo tercero es el remordimiento de conciencia por los pecados. La contemplación requiere pureza de alma, pero el remordimiento altera la paz necesaria. Cierto que debemos sentirnos pecadores; el tiempo de la contemplación requiere olvidarse de los pecados. Contemplar es unir nuestro espíritu al de Dios; detenerse a pensar los pecados viene a ser un muro entre Dios y nosotros. Bien podríamos, sin embargo, antes de nada humillarnos, considerándonos indignos de tanto bien, admirando la inmensa bondad de Dios y nuestra profunda vileza. Después, con voluntad libre y aspiración diligente, nos levantaremos hacia Dios, dejando atrás la memoria de los pecados. De otro modo, el recuerdo vivo influiría en el alma e impediría la contemplación, como un derrame de sangre estorba la visión del ojo.
Crean el cuarto impedimento los fantasmas de imágenes corporales, que se imprimen en el corazón y difícilmente pueden desarraigarse. El hombre debe conseguir volverse un ciego que ve y un sordo que oye; es decir: que viva introvertido hasta perder el uso pleno de los sentidos externos. Porque ha de estar sólo empleado internamente en lo divino. Entonces, el espejo del alma se hace claro y puro, sin imágenes.


