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La vanagloria y soberbia bajo los pies. Deseo del propio menosprecio
La octava es la perfecta mortificación del deseo de vanagloria y propia complacencia, honor mundano y soberbia, mediante el perfecto conocimiento y deseo de todo desprecio. Dos cosas principalmente se pretende significar con esta palabra. Lo primero, que es menester renunciar por completo a toda vanagloria y complacencia que pudiera resultar de cualquier obra virtuosa, gracias o regalos de Dios. Es necesario saber morir a todo esto mediante el conocimiento perfecto de la propia vileza.
La vanagloria, lo que más aborrece Dios
Porque nada hay tan pernicioso para el hombre espiritual, ni hay nada que desagrade tanto a Dios como la vanagloria y propia complacencia. Por eso, cuentan de un alma consagrada, llamada Clara, que por una breve tentación de vanagloria Dios la retiró, durante quince años, la abundancia de su divina dulzura y espiritual iluminación. Y que en todo ese tiempo ni siquiera con sus lágrimas, trabajos y súplicas pudo recuperar la primera consolación. No debe asombrarnos, ya que en esto consiste la diferencia entre los siervos fieles y los infieles.
Diferente motivación
El siervo bueno puede ayunar, vigilar, orar, hacer limosnas y otras obras virtuosas de verdad. El infiel puede hacer aparentemente lo mismo; pero le falla la intención: no lo hace únicamente por agradar a su Señor ni lo atribuye a su gracia. Se lo apropia y se gloría en estas cosas con particular complacencia, ensalzándose y teniéndose por grande, mientras que debería humillarse y juzgarse indigno. En resumen: el abuso de la gracia le causa más daño que provecho.
Los tres ojos de la verdadera humildad
Por consiguiente, debe andar solicito y reconocer sin fingimiento que es indigno de toda gracia y que es el pecador más despreciable entre todos los hombres. Para llegar a este resultado procederá abriendo los tres ojos siguientes del conocimiento. Con el primero considere la muchedumbre, torpeza y gravedad de sus pecados. Reconozca asimismo la inmensa gratitud a la gracia que Dios le dio para consolidarse en las virtudes y abandonar los pecados.
Con el segundo ojo piense en los muchos pecados de que le ha preservado solamente la gracia de Dios; no porque él por si mismo los haya podido rechazar. Dios le ha librado de ocasiones y tentaciones de pecados mortales, en que hubiera caído más gravemente que cualquier otro, de haberle faltado la gracia divina.
Sírvale el tercero para reflexionar sobre la abundante liberalidad de la gracia divina, que recibió sin méritos propios. El mayor pecador del mundo, si hubiera recibido tanta gracia, seria más grato a Dios, la hubiera conservado mejor y más fielmente la habría cultivado. Y lo que es más: el mayor pecador del mundo hubiera podido convertirse y vivir muy santamente, como sucedió con Pablo, la Magdalena y otros. Meditando en esto, la gracia de Dios le podría llevar a darse cuenta realmente de que él es el mayor pecador del mundo. Y, si es bueno, que lo es tan sólo por gracia de Dios. Podría asimismo hacerse grato al Señor por la humillación.
Las alabanzas humanas
Lo segundo que se ha de procurar es morir plenamente a la pasión desordenada de alabanzas humanas, honras, favores y complacencia, deseando que todos le desprecien, burlen y confundan. ¡Oh qué raros son los que buscan y desean estas virtudes y mucho más escasos quienes hacen por adquirirlas! Posiblemente se encuentra alguno que no busca honores ni obra por agradar a otros; sin embargo, son rarísimos los que en el fondo de su corazón desean ser postergados, confundidos, burlados y despreciados. Y aunque piensen a veces que se desprecian a sí mismos, en el fondo de su corazón desconfíen. Será verdad cuando lo experimenten en carnes vivas; por ejemplo, recibiendo inesperadamente grandes desprecios y confusión silo aceptan al instante con todo gusto sin alterarse.
Desprecio de sí mismo
Y si dijeres que tal confusión y desprecio no te va a ocurrir, yo te respondería: es que Dios no te ha reconocido todavía bastante fuerte y mortificado para esto. Gusta Dios sobremanera de hallar un corazón verdaderamente mortificado, para enviarle cualquier perturbación, desprecio y adversidad exterior, porque en esto consisten los mayores merecimientos, que reserva para sus amigos carísimos. Lo demostró Cristo cuando aceptó la profunda humillación de su muerte. De igual modo los sufrimientos de su Madre la Virgen, el martirio de San Juan Bautista y el de todos sus amados discípulos. Conviene advertir aquí que, por el hecho de ser el desprecio fuente de merecimientos, nadie debe atreverse a despreciar a los demás. Podría él mismo hacerse reo de pecados graves. Pero si nos sobreviene alguna confusión o desprecio inesperadamente y, al parecer, sin merecerlo, debemos aceptarlo gustosamente por amor de Dios.