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CAPITULO XXV
DE LA DECENCIA EN LOS VESTIDOS
Quiere San Pablo que las mujeres devotas (lo mismo se diga de los hombres) vistan con decoro y se adornen con decencia y sobriedad. Ahora bien, la decencia en el vestir y en el ornato depende de la materia de la forma y de la limpieza. En cuanto a la limpieza, ha de ser siempre la misma en nuestros vestidos, en los cuales, en la medida de lo posible, no hemos de tolerar ninguna mancha ni dejadez. La limpieza exterior es, en alguna manera, el reflejo de la honestidad interior. El mismo Dios exige la decencia corporal en los que se acercan a los altares y en los que tienen principalmente a su cargo la devoción.
En cuanto a la materia y a la forma de los vestidos, la decencia se ha de juzgar según las diversas circunstancias de tiempo, de edad, de condición, de compañías, de ocasiones. Ordinariamente, acostumbrados a vestir mejor los días festivos, según la importancia de la solemnidad que se celebra; en tiempo de penitencia, como en Cuaresma, se viste con más sencillez; en las bodas se llevan trajes nupciales, y en los actos fúnebres se emplean ropas de luto; delante de los príncipes es menester un mayor realce, el cual disminuye entre los propios familiares. La mujer casada puede y debe adornarse delante de su marido; si hace lo mismo cuando está lejos de él, entonces cabe preguntar a qué ojos quiere complacer con este cuidado singular. A las doncellas se les permite un mayor acicalamiento, porque pueden lícitamente pretender agradar a muchos, aunque no sea más que para conquistar uno solo, para el santo matrimonio. Tampoco es reprobable que las viudas que quieren casarse de nuevo se adornen discretamente, con tal que no se muestren frívolas, pues habiendo sido ya madres de familia y habiendo pasado por las tristezas de la viudez, se considera que su espíritu es más maduro y sensato. Mas, en cuanto a las verdaderas viudas que lo son no sólo de cuerpo sino también de corazón, ningún adorno es más adecuado que la humildad, la modestia y la devoción, pues, si quieren dar amor a los hombres, no son verdaderas viudas, y, si no se lo quieren dar, ¿a qué tantos atavíos? El que no desea huéspedes, ha de sacar el rótulo de su casa. Nos reímos siempre de los viejos cuando quieren presumir, y ¿por qué? Por que esto es una necedad, únicamente tolerable en la juventud.
Seas correcta, Filotea; que no haya en ti dejadez ni desaliño: sería despreciar a aquellos con los cuales convives, presentarte delante de ellos con vestidos ofensivos; pero guárdate de la afectación, de las vanidades, curiosidades y frivolidades. En cuanto te sea posible, inclínate siempre del lado de la sencillez y de la modestia, que, sin duda, es el mejor adorno de la belleza y lo que mejor encubre la fealdad. San Pedro avisa, de un modo particular, a las doncellas que no lleven los cabellos encrespados, rizados y ondulados. Los hombres que son tan débiles de complacerse en estas frivolidades, son llamados, en todas partes, hermafroditas, y las mujeres que se envanecen por ello, son tenidas por ligeras en la castidad; si la guardan, a lo menos no se echa de ver, en medio de tantas trivialidades y bagatelas. Dicen que lo hacen sin pensar mal, mas yo digo que el demonio siempre piensa mal. Quisiera que mi devoto o mi devota anduviesen siempre mejor vestidos, pero que, a la vez, fuesen los menos pomposos y afectados, y como dice el proverbio, estuviesen adornados de gracia, de modestia y dignidad. Dice brevemente San Luis que cada uno ha de vestir según su estado, de manera que los discretos y buenos no puedan decir: «Es demasiado», ni los jóvenes: «Es demasiado poco». Y, si los jóvenes no quieren contentarse con la decencia, hay que inclinarse al parecer de los prudentes.