Menu




Autor: | Editorial:



El Papa: Un escándalo y un misterio

PREGUNTA

Santidad, con mi primera pregunta quisiera remontarme a las raíces; me excusará, pues, si es más larga que las siguientes.

Estoy ante un hombre vestido de blanco, con una cruz sobre el pecho. No quiero dejar de señalar que este hombre al que llaman Papa («Padre», en griego) es en sí mismo un misterio, un signo de contradicción, e incluso una provocación, un «escándalo» según lo que para muchos es el sentido común.

Efectivamente, ante un Papa hay que elegir. El que es Cabeza de la Iglesia católica es definido por la fe «Vicario de Cristo». Es considerado como el hombre que sobre la tierra representa al Hijo de Dios, el que «hace las veces» de la Segunda Persona de la Trinidad. Esto es lo que afirma todo Papa de sí mismo. Esto es lo que creen los católicos.

Sin embargo, y según muchos otros, esta pretensión es absurda; para ellos el Papa no es representante de Dios sino testigo superviviente de unos antiguos mitos y leyendas que el hombre de hoy no puede aceptar.

Por lo tanto, ante Usted es necesario -diciéndolo al modo de Pascal- apostar: o bien es Usted el misterioso testimonio vivo del Creador del universo, o bien el protagonista más ilustre de una ilusión milenaria.

Si me lo permite, Le preguntaría: ¿No ha dudado nunca, en medio de su certeza, de tal vínculo con Jesucristo y, por tanto, con Dios? ¿Nunca se ha planteado preguntas y problemas acerca de la verdad de ese Credo que se recita en la Misa y que proclama una inaudita fe, de la que Usted es el garante más autorizado?


RESPUESTA

Quisiera empezar con la explicación de las palabras y de los conceptos. Su pregunta está, de un lado, penetrada por una fe viva y, de otro, por una cierta inquietud. Debo señalar eso ya desde el principio y, al hacerlo, debo referirme a la exhortación que resonó al comienzo de mi ministerio en la Sede de Pedro: «¡No tengáis miedo!»

Cristo dirigió muchas veces esta invitación a los hombres con que se encontraba. Esto dijo el Ángel a María: «No tengas miedo» (cfr. Lucas 1,30). Y esto mismo a José: «No tengas miedo» (cfr. Mateo 1,20). Cristo lo dijo a los Apóstoles, y a Pedro, en varias ocasiones, y especialmente después de su Resurrección, e insistía: «¡No tengáis miedo!»; se daba cuenta de que tenían miedo porque no estaban seguros de si Aquel que veían era el mismo Cristo que ellos habían conocido. Tuvieron miedo cuando fue apresado, y tuvieron aún más miedo cuando, Resucitado, se les apareció.

Esas palabras pronunciadas por Cristo las repite la Iglesia. Y con la Iglesia las repite también el Papa. Lo ha hecho desde la primera homilía en la plaza de San Pedro: «¡No tengáis miedo!» No son palabras dichas porque sí, están profundamente enraizadas en el Evangelio; son, sencillamente, las palabras del mismo Cristo.


¿De qué no debemos tener miedo? No debemos temer a la verdad de nosotros mismos. Pedro tuvo conciencia de ella, un día, con especial viveza, y dijo a Jesús: «¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador!» (Lucas 5,8).

Pienso que no fue sólo Pedro quien tuvo conciencia de esta verdad. Todo hombre la advierte. La advierte todo Sucesor de Pedro. La advierte de modo particularmente claro el que, ahora, le está respondiendo. Todos nosotros le estamos agradecidos a Pedro por lo que dijo aquel día: «¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador!» Cristo le respondió: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres» (Lucas 5,10). ¡No tengas miedo de los hombres! El hombre es siempre igual; los sistemas que crea son siempre imperfectos, y tanto más imperfectos cuanto más seguro está de sí mismo. ¿Y esto de dónde proviene? Esto viene del corazón del hombre, nuestro corazón está inquieto; Cristo mismo conoce mejor que nadie su angustia, porque «Él sabe lo que hay dentro de cada hombre» (cfr. Juan 2,25).

Así que, ante su primera pregunta, deseo referirme a las palabras de Cristo y, al mismo tiempo, a mis primeras palabras en la plaza de San Pedro. Por lo tanto, «no hay que tener miedo» cuando la gente te llama Vicario de Cristo, cuando te dicen Santo Padre o Su Santidad o emplean otras expresiones semejantes a éstas, que parecen incluso contrarias al Evangelio, porque el mismo Cristo afirmó: «A nadie llaméis padre [...] porque sólo uno es vuestro Padre, el del Cielo. Tampoco os hagáis llamar maestros, porque sólo uno es vuestro Maestro: Cristo» (Mateo 23,9-10). Pero estas expresiones surgieron al comienzo de una larga tradición, entraron en el lenguaje común, y tampoco hay que tenerles miedo.

Todas las veces en que Cristo exhorta a «no tener miedo» se refiere tanto a Dios como al hombre. Quiere decir: No tengáis miedo de Dios, que, según los filósofos, es el Absoluto trascendente; no tengáis miedo de Dios, sino invocadle conmigo: «Padre nuestro» (Mateo 6,9). No tengáis miedo de decir: ¡Padre! Desead incluso ser perfectos como lo es Él, porque Él es perfecto. Sí: «Sed, pues, vosotros perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mateo 5,48).

Cristo es el sacramento, el signo tangible, visible, del Dios invisible. Sacramento implica presencia. Dios está con nosotros. Dios, infinitamente perfecto, no sólo está con el hombre, sino que Él mismo se ha hecho hombre en Jesucristo. ¡No tengáis miedo de Dios que se ha hecho hombre! Esto es lo que Pedro dijo junto a Cesarea de Filipo; «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mateo 16,16). Indirectamente afirmaba: Tú eres el Hijo de Dios que se ha hecho Hombre. Pedro no tuvo miedo de decirlo, aunque tales palabras no provenían de él. Provenían del Padre. «Solamente el Padre conoce al Hijo y sólo el Hijo conoce al Padre» (cfr. Mateo 1 1 ,27).

«Bienaventurado tú, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos» (Mateo 16,17). Pedro pronunció estas palabras en virtud del Espíritu Santo. También la Iglesia las pronuncia constantemente en virtud del Espíritu Santo.

Así pues, Pedro no tuvo miedo de Dios que se había hecho hombre. Sintió miedo, en cambio, ante el Hijo de Dios como hombre; no acababa de aceptar que fuese flagelado y coronado de espinas, y al fin crucificado. Pedro no podía aceptarlo. Le daba miedo. Y por eso Cristo le reprendió severamente. Sin embargo, no lo rechazó.

No rechazó a aquel hombre que tenía buena voluntad y un corazón ardiente, a aquel hombre que en el Getsemaní empuñaría incluso la espada para defender a su Maestro. Jesús solamente le dijo: «Satanás os ha buscado -te ha buscado, pues, también a ti- para cribaros como el trigo; pero yo he rogado por ti... tú, una vez convertido, confirma en la fe a tus hermanos» (cfr. Lucas 22,31-32). Cristo no rechazó a Pedro; aceptó complacido su confesión junto a Cesarea de Filipo y, con el poder del Espíritu Santo, lo llevó a través de Su Pasión hasta la renuncia de sí mismo.

Pedro, como hombre, demostró no ser capaz de seguir a Cristo a todas partes, y especialmente a la muerte. Después de la Resurrección, sin embargo, fue el primero que corrió, junto con Juan, al sepulcro, para comprobar que el Cuerpo de Cristo ya no estaba allí.

También después de la Resurrección, Jesús confirmó a Pedro en su misión. Le dijo de manera significativa: «¡Apacienta mis corderos! [...] Apacienta mis ovejas!» (Juan 21,15-16). Pero antes le preguntó si Le amaba. Pedro, que había negado conocer a Cristo, aunque no había dejado de amarLe, pudo responder: «Tú sabes que te amo» (Juan 21,15); sin embargo, ya no repitió: «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré» (Mateo 26,35). Ya no era una cuestión solamente de Pedro y de sus simples fuerzas humanas; se había convertido ahora en una cuestión del Espíritu Santo, prometido por Cristo al que tuviera que hacer las veces de Él sobre la tierra.

Efectivamente, el día de Pentecostés, Pedro habló el primero a los israelitas allí reunidos y a los que habían llegado de diversas partes, recordando la culpa de quienes clavaron a Cristo en la Cruz, y confirmando la verdad de Su Resurrección. Exhortó también a la conversión y al Bautismo. Y así, gracias a la acción del Espíritu Santo, Cristo pudo cor4fiar en Pedro, pudo apoyarse en él -en él y en todos los demás apóstoles-, como también en Pablo, que por entonces perseguía aún a los cristianos y odiaba el nombre de Jesús.

Sobre este fondo, un fondo histórico, poco importan expresiones como Sumo Pontífice, Su Santidad, Santo Padre. Lo que importa es eso que surge de la Muerte y de la Resurrección de Cristo. Lo importante es lo que proviene del poder del Espíritu Santo. En este campo, Pedro, y con él los otros apóstoles, y luego también Pablo después de su conversión, se transformaron en los auténticos testigos de Cristo, hasta el derramamiento de sangre.

En definitiva, Pedro es el que no sólo no niega ya nunca más a Cristo, el que no repite su infausto «No conozco a este hombre» (Mateo 26,72), sino que es el que ha perseverado en la fe hasta el fin: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mateo 16,16). De este modo, ha llegado a ser la «roca», aun si como hombre, quizá, no era más que arena movediza. Cristo mismo es la roca, y Cristo edifica Su Iglesia sobre Pedro. Sobre Pedro, Pablo y los apóstoles. La Iglesia es apostólica en virtud de Cristo.

Esta Iglesia confiesa: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo.» Esto confiesa la Iglesia a través de los siglos, junto con todos los que comparten su fe. Junto con todos aquellos a quienes el Padre ha revelado al Hijo en el Espíritu Santo, así como a quienes el Hijo en el Espíritu Santo ha revelado al Padre (cfr. Mateo 11,25-27).

Esta revelación es definitiva, sólo se la puede aceptar o rechazar. Se la puede aceptar, confesando a Dios, Padre Omnipotente, Creador del cielo y de la tierra, y a Jesucristo, el Hijo, de la misma sustancia que el Padre y el Espíritu Santo, que es el Señor y da la vida. O bien se puede rechazar todo esto, y escribir con mayúsculas: «Dios no tiene un Hijo»; «Jesucristo no es el Hijo de Dios, es solamente uno de los profetas, aunque no el último; es solamente un hombre.»

¿Se puede uno sorprender de tales posturas cuando sabemos que Pedro mismo tuvo dificultades a este respecto? Él creía en el Hijo de Dios, pero no acababa de aceptar que este Hijo de Dios, como hombre, pudiese ser flagelado, coronado de espinas, y tuviese que morir luego en la cruz.

¿Cabe sorprenderse si hasta los que creen en un Dios único, del cual Abraham fue testigo, encuentran difícil aceptar la fe en un Dios crucificado? Éstos sostienen que Dios únicamente puede ser potente y grandioso, absolutamente trascendente y bello en Su poder, santo, e inalcanzable por el hombre. ¡Dios sólo puede ser así! No puede ser Padre e Hijo y Espíritu Santo. No puede ser Amor que se da y que permite que se Le vea, que se Le oiga, que se Le imite como hombre, que se Le ate, que se Le abofetee y que se Le crucifique. ¡Eso no puede ser Dios...! Así que en el centro mismo de la gran tradición monoteísta se ha introducido esta profunda desgarradura.

En la Iglesia -edificada sobre la roca que es Cristo- Pedro, los apóstoles y sus sucesores son testigos de Dios crucificado y resucitado en Cristo. De ese modo, son testigos de la vida que es más fuerte que la muerte. Son testigos de Dios que da la vida porque es Amor (cfr. 1 Juan 4,8). Son testigos porque han visto, oído y tocado con las manos, con los ojos y los oídos de Pedro, de Juan y de tantos otros. Pero Cristo dijo a Tomás; «¡Bienaventurados los que, aun sin haber visto, creerán!» (Juan 20,29).

Usted, justamente, afirma que el Papa es un misterio. Usted afirma, con razón, que él es signo de contradicción, que él es una provocación. El anciano Simeón dijo del propio Cristo que seria «signo de contradicción» (cfr. Lucas 2,34).

Usted, además, sostiene que frente a una verdad así -o sea, frente al Papa- hay que elegir, y para muchos esa elección no es fácil. Pero ¿acaso fue fácil para el mismo Pedro? ¿Lo ha sido para cualquiera de sus sucesores? ¿Es fácil para el Papa actual? Elegir comporta una iniciativa del hombre. Sin embargo, Cristo dice: «No te lo han revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre» (Mateo 16,17). Esta elección, por tanto, no es solamente una iniciativa del hombre, es también una acción de Dios, que obra en el hombre, que revela. Y en virtud de esa acción de Dios, el hombre puede repetir: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mateo 16,16), y después puede recitar todo el Credo, que es íntimamente armónico, conforme a la profunda lógica de la Revelación. El hombre también puede aplicarse a sí mismo y a los otros las consecuencias que se derivan de la lógica de la fe, penetradas del esplendor de la verdad; puede hacer todo eso, a pesar de saber que, a causa de ello, se convertirá en «signo de contradicción».

¿Qué le queda a un hombre asíí Solamente las palabras que Jesús dirigió a los apóstoles: «Si me han perseguido a mí, os perseguirán también a vosotros; si han observado mi palabra, observarán también la vuestra» (Juan 15,20). Por lo tanto: «¡No tengáis miedo!» No tengáis miedo del misterio de Dios; no tengáis miedo de Su amor; ¡y no tengáis miedo de la debilidad del hombre ni de su grandeza! El hombre no deja de ser grande ni siquiera en su debilidad. No tengáis miedo de ser testigos de la dignidad de toda persona humana, desde el momento de la concepción hasta la hora de su muerte.

Y a propósito de los nombres, añado: el Papa es llamado también Vicario de Cristo. Este título debe ser visto dentro del contexto total del Evangelio. Antes de subir al Cielo, Jesús dijo a los apóstoles: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28,20). Él, aunque invisible, está pues personalmente presente en su Iglesia. Y lo está en cada cristiano, en virtud del Bautismo y de los otros Sacramentos. Por eso, ya en tiempo de los santos Padres, era costumbre afirmar: Christianus alter Christus («el cristiano es otro Cristo»), queriendo con eso resaltar la dignidad del bautizado y su vocación, en Cristo, a la santidad.

Cristo, además, cumple una especial presencia en cada sacerdote, quien, cuando celebra la Eucaristía o administra los Sacramentos, lo hace in persona Christi.

Desde esta perspectiva, la expresión Vicario de Cristo cobra su verdadero significado. Más que una dignidad, se refiere a un servicio: pretende señalar las tareas del Papa en la Iglesia, su ministerio petrino, que tiene como fin el bien de la Iglesia y de los fieles. Lo entendió perfectamente san Gregorio Magno, quien, de entre todos los títulos relativos a la función del Obispo de Roma, prefería el de Servus servorum Dei («Siervo de los siervos de Dios»).

Por otra parte, no solamente el Papa ostenta este título; todo obispo es Vicarius Christi para la Iglesia que le ha sido confiada. El Papa lo es para la Iglesia de Roma y, por medio de ésta, para toda la Iglesia en comunión con ella, comunión en la fe y comunión institucional, canónica. Si además, con ese título, se quiere hacer referencia a la dignidad del Obispo de Roma, ésta no puede ser entendida separándola de la dignidad de todo el colegio episcopal, a la que está estrechísimamente unida, como lo está también a la dignidad de cada obispo, de cada sacerdote, y de cada bautizado.

¡Y qué grande es la dignidad de las personas consagradas, mujeres y hombres, que eligen como propia la vocación de realizar la dimensión esponsal de la Iglesia, esposa de Cristo! Cristo, Redentor del mundo y del hombre, es el Esposo de la Iglesia y de todos los que están en ella: «el esposo está con vosotros» (cfr. Mateo 9,15). Una especial tarea del Papa es la de profesar esta verdad y también la de hacerla en cierto modo presente en la Iglesia que está en Roma y en toda la Iglesia, en toda la humanidad, en el mundo entero.

Así pues, para disipar en alguna medida sus temores, dictados sin embargo por una profunda fe, le aconsejaría la lectura de san Agustín, quien solía repetir: Vobis sum episcopus, vobiscum christianus («Para vosotros soy el obispo, con vosotros soy un cristiano», cfr. por ej. Sermo 340,1: PL 38,1483). Si se considera esto adecuadamente, significa mucho más christianus que no episcopus, aunque se trate del Obispo de Roma.

Reportar anuncio inapropiado |

Another one window

Hello!