Sobre el Conocimiento de Sí Mismo
Capítulo 7: De la sanación y el resentimiento
Por: Nelson Medina OP | Fuente: Casa para tu fe católica

Leemos en el Salmo 119,71: "Me estuvo bien el sufrir; así aprendí tus mandamientos." El sufrimiento produce muchas cosas y no todas son malas. Además, no es lo mismo sufrir y sanarse que no sufrir. Incluso cuando el sufrimiento no da paso luego a la recuperación plena del estado de integridad que le precedía, no por ello se le debe calificar de cosa inútil o de simple estorbo.
Por ello la palabra sanación es equívoca, en realidad. No es propiamente el acto de
recuperar la salud lo que hace útil al sufrimiento. Este llega a ser valioso en virtud de la transformación que trae al corazón y a la mente, casi diríamos que independientemente de la condición de salud física o espiritual que le siga.
Con todo, es un hecho que la pedagogía divina sabe bien que necesitamos muchas experiencias de sanación real y verificable para poder asumir con provecho esos otros momentos en los que, a pesar de no ser sanados, sí somos profundamente transformados. Sólo quien ha conocido el amor que restaura puede vislumbrar la obra
del amor que, sin restaurar, nos acerca de otro modo a la plenitud de lo que podemos
ser. En este sentido, la experiencia de la sanación tiene un lugar irreemplazable en el
conjunto de la vida humana, y por ello merece nuestra plena atención.
En todo esto se da un movimiento en tres fases, según ha sido descrito muchas veces por los filósofos y otros pensadores. Según una terminología común desde Hegel, hay tesis, antítesis y síntesis. Comúnmente este síntesis se convierte en nueva tesis para repetir el proceso frente a una nueva antítesis y alcanzar una nueva síntesis, de manera ascendente.
La "tesis" es el estado original; la "antítesis" es la enfermedad o trauma; la "síntesis" es lo que aprendemos y también aquello en que nos convertimos después de pasar por la negación o muerte que implicaba la antítesis. Es lo que dice el salmista, que ya habla desde el estado de síntesis: "Me estuvo bien el sufrir; así aprendí tus mandamientos." Es posible que mientras duraba el sufrimiento no tuviera esas mismas palabras; es posible que entonces no pensara: "esto es bueno;" pero, superada la prueba, ahora logra decir: "eso fue bueno; me estuvo bien el sufrir."
La sanación o superación del momento malo implica entonces una relación con el
pasado. Es como un momento de balance de una transacción, en que se sopesa lo que se ha dado o "invertido," por una parte, y lo que se ha recibido o "ganado," por la otra. La clave está en que el dolor tiene sólo una capacidad limitada de lograr nuestra atención, a menos que nosotros mismos lo renovemos.
Pensemos en el caso de un futbolista que sufre un desgarre muscular en un partido. El terrible dolor ocupa toda su atención mientras sucede. A medida que llega la recuperación, el dolor va quedando felizmente atrás mientras que la comprensión del bien que trajo quizá ese dolor (por ejemplo, aprender a hacer un mejor calentamiento muscular) va creciendo con el tiempo. El dolor decrece y la luz aumenta: en algún momento es mayor la luz presente que el padecimiento ausente.
La cosa es más compleja, por supuesto, cuando se trata de situaciones que atañen a dimensiones menos visibles y más profundas. En este caso el dolor parece a veces tener la capacidad de renovarse por la fuerza del recuerdo o porque surgen nuevas y amargas consecuencias del pasado. Una persona que fue ofendida y humillada recordará muchas veces las palabras que se le dijeron, con su tono y gestos acompañantes, y la intensidad de ese recuerdo puede mantener un nivel constante o incluso creciente de desolación y tortura. Ejemplo de las consecuencias que aparecen puede ser el caso muy triste de un hombre que ha sido traicionado en los negocios por un amigo: cada vez que el que ha sido burlado pasa por alguna estrechez de dinero no puede sino repetirse que eso es injusto y que se debe a la vileza de que ha sido víctima. También en este caso el dolor se asienta en el alma y no parece que quiera salir.
En términos puramente humanos no creo que haya ninguna fórmula o receta que sirva para sanar un corazón lleno de resentimiento. Esto se debe en parte a la permanencia o recurrencia del dolor pero también se debe a que, por extraño que pueda parecer, vivir con resentimiento reporta algunos beneficios a quien toma ese camino. Uno de los más agudos críticos de la fe cristiana, Friedrich Nietzsche, tomó este hecho como un balcón desde el cual gritar sus arengas en contra de la postura del Evangelio. Conviene examinar un poco el talante de su prédica feroz porque es posible que tenga bastante razón por lo menos en su análisis del fenómeno, si no en sus causas.
Para Nietzsche, la moral cristiana es una moral de cobardes y de esclavos. Su aseveración es que no hay tal perdón del enemigo, como aconseja el cristianismo, sino cobardía frente al enemigo, e hipocresía que disfraza esa cobardía. Según él, ese sentimiento de "perdonar" hace que la persona se engañe o pretenda engañarse mientras conserva en su más recóndito ser la sensación de fastidio y de malquerencia hacia quien le hizo daño.
Parece bastante malévola la interpretación que el filósofo alemán hace de la propuesta cristiana pero, aun si esto se admite, habrá que reconocer que para muchas personas es más cómodo conservar un sentimiento malo que afrontar una discusión o someter a juicio abierto su opinión sobre las cosas.
Lo cómodo aquí es que en el interior del corazón nadie gobierna sino yo mismo. Ahí soy juez y parte. Me puedo declarar inocente y declarar culpable, mil veces culpable, a quien me hizo daño. Allá, en lo íntimo de mi corazón resentido, soy un pequeño dios que todo lo puede, hasta destrozar con atroces castigos a mi adversario. Allá donde nadie entra soy poderoso, inocente, sabio y soberano. Admitir que alguien más puede opinar sobre la calidad de mis sentimientos es renunciar a ser ese dios pequeño que he querido ser.
El resentimiento fortalece además la sensación de que mis intenciones siempre fueron buenas y que, si algo no he conseguido, la causa primera hay que buscarla en otra parte, seguramente en las acciones y palabras perversas de quien me hizo daño. Llegamos así al terreno de las frases mágicas, que nos exoneran de toda culpa: "Mi padre nunca me dejó ser yo mismo"; "Mi esposo arruinó toda mi vida"; "La clase alta no ha dejado hacer nada en este país". Sin negar que hay papás infames, esposos inicuos y sectores de la sociedad cargados de egoísmo, raramente sucederá que toda la responsabilidad quede en los malos y raramente sucederá que todo sea malo en los que así queremos considerar.
Liberarse, sanarse del resentimiento es, pues, una tarea previa a cualquier opción seria de vida cristiana. Y sin embargo, es lamentablemente común encontrar esta enfermedad del alma incluso entre personas de aspecto muy católico. Gente muy compuesta en su fachada revuelca en su corazón afectos innombrables de dureza, de asco o de odio hacia otras personas. Esto lo he visto yo suceder en algunas parejas de muchos años de matrimonio y también en algunos religiosos y religiosas con muchos años de votos. Y hay algo muy entendible en que algo así suceda, a pesar de la contradicción e hipocresía que entraña: para muchas personas mostrar lo que realmente sienten sería derrumbar la imagen que han tratado de mantener con años de renuncias; para ellas mismas, curarse de su resentimiento sería dejar de ser dioses pequeños que juegan con el destino de otras gentes, aunque sólo sea confinándolas a las tinieblas infinitas del "No me importa."
Tal actitud de ánimo tiene además la extraña cualidad de fortalecerse a través del
diálogo con otros resentidos. Hay personas que más que conseguir amigos buscan quién se les junte contra sus enemigos. Unidas por los lazos tristes de una amargura que no se atreve a salir ni quiere ser sanada, estas almas hacen buen coro a las letanías de Nietzsche.
De la experiencia de ser liberados del resentimiento
Nos hemos detenido hablando sobre el resentimiento por dos razones: primera, porque es una plaga que hace mucho daño a muchas personas; segunda, porque el camino de victoria sobre el resentimiento ilustra muy bien cómo se entrelazan el conocimiento de uno mismo y la sanación. Sobre esto último hay que abundar un poco ahora.
El resentimiento, según hemos mostrado, es una especie de trampa que uno construye para sí mismo. Implica un engaño o por lo menos la obstinación en quedarse anclado en un momento ya pasado para sostenerlo como la única verdad o como el único criterio para juzgar a alguien. En este sentido es una negación de la verdad. Esto también quiere decir que en la medida en que una persona se dispone para recoger nuevas evidencias y adopta una postura más sosegada y como exterior al sentimiento que ha estado cultivando, muy probablemente empezará a experimentar que el resentimiento tiene menos y menos poder en él.
El resentimiento disminuye cuando descubro los condicionamientos de la persona que
he considerado siempre como culpable. Antonio sólo tiene malos recuerdos de su padre, llamado José. Lo ve como alguien que apenas se ocupó de la familia, que se limitó a proveer lo económico y que mantuvo una actitud agria, distante y autoritaria. Un día descubre que José no tuvo papá. Se educó prácticamente en la calle y cada centavo tuvo que disputarlo en riña contra las injusticias que conoció en la infancia y juventud. Esto no absuelve a José pero abre una ventana para entender todo lo sucedido de otra manera.
Notemos que la declaración de alguien como "culpable," no en el fuero de las leyes
civiles sino en lo hondo de nuestro corazón, supone que ya conozco todo lo que tenía
que conocer sobre el acusado. Uno no pronuncia esa sentencia del corazón sino cuando ya considera que el caso está completo y puede ser cerrado con un drástico veredicto.
Aquí se aplica bien lo que nos dijo Cristo de no juzgar. Parece imposible, porque uno ve que mucha gente hace cosas que son reprobables, pero no es a eso a lo que se refiere él.
El "juicio" del que nos habla es esa condena del corazón que ya renuncia a saber más de alguien y lo encierra en un saco que dice "culpable." Cuando uno, en cambio, sabe que no sabe todo lo que necesitaría saber para dar esa sanción entonces ya no pronuncia sentencia sino que se detiene un paso antes y aguarda.
Por eso dice Cristo: "No juzguéis para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con
que juzguéis, seréis juzgados; y con la medida con que midáis, se os medirá" (Mateo 7,1- 2). Este "juzgar" implica atribuirse una prerrogativa divina, que es disponer del destino o desenlace de la vida de alguien. Si hago a Dios a mi tamaño ese ya no es Dios. Y si me quedo sin Dios el condenado soy yo. Es así de sencillo.
Mucha gente cree que lo de no juzgar es una especie de esfuerzo sobrehumano por el
que uno se niega a ver que alguien está obrando mal o se niega a reconocer que otro
hizo mucho daño. Este "no juzgar" equivaldría a "hacer de cuenta" que la persona no es lo que vemos que sí es. En realidad, el acto de no juzgar es simplemente el acto de reconocer mi ignorancia sobre las condiciones en que la otra persona ha obrado. Es verdad que veo la maldad de lo que hizo pero cómo llegó ahí y qué grado de culpa real tiene es algo que no puedo establecer completamente; por eso doy un paso atrás y dejo a Dios lo demás.
Así llegamos a entender las palabras del apóstol san Pablo: "Si es posible, en cuanto de vosotros dependa, estad en paz con todos los hombres. Amados, nunca os venguéis vosotros mismos, sino dad lugar a la ira de Dios, porque escrito está: mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Pero si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber, porque haciendo esto, carbones encendidos amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido por el mal, sino vence con el bien el mal" (Romanos 12,18-21).
El perdón no es un favor que le hacemos al que nos hizo daño sino un acto de liberación con el que renunciamos a quedar presos del mal que una vez nos hicieron. Leí un proverbio chino alguna vez: "Tu enemigo tu hirió una vez; tus recuerdos, mil veces." El acto firme de "dejar en manos de Dios" es, a la vez, la sensatez de admitir que no lo conozco todo y la libertad para ir más allá de las condiciones que un mal momento quiere imponerme. La clave está en tener el valor de preguntar qué desconozco del caso que me duele tanto.
Al hacer esa pregunta abro caminos insospechados de comprensión de la otra persona y también de conocimiento de mí mismo.
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