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Clarificar la idea de matrimonio
Si queremos asentar sobre bases firmes la vida conyugal, debemos clarificar bien la idea del matrimonio a fin de devolverle toda su riqueza, sin dejarnos presionar por modas o por ideologías que quieran imponernos criterios carentes de fundamentación


Por: Alfonso López Quintás | Fuente: arvo.net



Extracto del artículo de Alfonso López Quintás - de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, presidente de la Escuela de Pensamiento y Creatividad -, publicado en Análisis Digital con el título «La grandeza específica de la vida matrimonial»



Toda persona medianamente formada sabe que la cultura occidental –a la que tanto debemos en diversos aspectos- fue posible gracias, en buena medida, a la labor impagable de quienes se extenuaron buscando la verdad y clarificando los conceptos, como dice del gran Sócrates su discípulo Platón. Cuando se aprende a distinguir lo bello de lo feo, lo justo de lo injusto, lo constructivo de lo destructivo..., se sigue un camino ascendente en cuanto a claridad de ideas, firmeza de conducta, seguridad en los ideales, concordia de los espíritus. Cuando se lo confunde todo para dominar las mentes y las voluntades, se precipita uno por la vía que nos lleva, paso a paso, a la degradación. No olvidemos que la corrupción de los conceptos provoca la corrupción de la mente, y una mente corrompida envilece rápidamente a la persona y la sociedad. La confusión empobrece las ideas, y unas ideas empobrecidas acaban generando, a no tardar, una vida miserable.

Es bien notorio que en los últimos decenios se ha deteriorado notablemente la idea del matrimonio que tienen las gentes. Por diversas causas -entre ellas, las leyes divorcistas-, se considera, a menudo, que la vida matrimonial es una forma de convivencia estable, regulada por la ley pero alterable no bien surja alguna dificultad seria. El nexo entre unión matrimonial y compromiso de por vida es considerado como una exigencia contraria a la naturaleza humana -esencialmente cambiante- y opuesta al derecho que tenemos a elegir en cada momento lo que responda a nuestras necesidades y deseos. En la actualidad, los vocablos libertad y cambio están orlados por el prestigio propio de los términos “talismán”, términos del lenguaje que en ciertos momentos de la historia son tan apreciados que apenas hay quien ose someterlos a un análisis crítico y matizarlos debidamente .

Si queremos asentar sobre bases firmes la vida conyugal, debemos clarificar bien la idea del matrimonio a fin de devolverle toda su riqueza, sin dejarnos presionar por modas o por ideologías que quieran imponernos criterios carentes de fundamentación. Hemos de acudir a esas fuentes de saberes bien fundados que son los grandes especialistas. Edificamos sobre arena si nos dejamos llevar de meras “ocurrencias”, nuestras o ajenas. Hoy nos enseñan los biólogos y los antropólogos más cualificados que los seres humanos somos “seres de encuentro”, vivimos como personas, nos desarrollamos y perfeccionamos como tales creando diversas formas de encuentro. Consiguientemente, toda nuestra vida debemos orientarla a la creación de formas auténticas de encuentro y cumplir las exigencias que el encuentro nos plantea: generosidad, veracidad, fidelidad, cordialidad, comunicación sincera, participación en tareas solidarias...

Si, en la vida matrimonial, cumplimos estas condiciones, tenemos garantía de vivir una relación de encuentro, entendido en sentido riguroso, no como mera vecindad o trato superficial. El matrimonio, visto con una inteligencia madura –dotada de largo alcance, amplitud o comprehensión y profundidad- aparece formado por cuatro ingredientes básicos.

[En el original, el autor expone a continuación «los cuatro ingredientes de la vida conyugal»
1. La sexualidad;
2. La amistad;
3. La proyección comunitaria del amor; y
4. La fecundidad del amor.

López Quintás muestra cómo se estructuran y concluye en la degradación que «comienza cuando, por afán irreflexivo de exaltar la potencia sexual, se la aísla de su verdadero contexto, que es la estructura formada por los cuatro ingredientes del amor: sexualidad, amistad, proyección comunitaria y fecundidad. Tal aislamiento empobrece la vida amorosa, y todo empobrecimiento injusto es un acto de violencia contra la realidad, en este caso contra nuestra propia realidad personal. Nada ilógico que, tanto en la vida cotidiana como en la expresión literaria y cinematográfica de la misma, el cultivo de las relaciones sexuales al margen del amor personal, creador de amistad y de vida comunitaria, vaya unido a menudo con actos de violencia. El texto continúa como sigue]:

Cuando dos personas de distinto sexo se aman y unen sus vidas con la intención de vincular el ejercicio de la sexualidad al cultivo de la amistad, dentro del campo de interrelación profunda que es el hogar, y todo ello lo orientan hacia el incremento de su unidad mutua y de la donación de vida a nuevos seres, dan un salto cualitativo en su vida: se convierten en esposos. Ese tipo de unión recibe, de antiguo, el nombre de matrimonio.

El alcance de las uniones homosexuales

Si dos personas del mismo sexo están enamoradas y viven de forma estable una relación sexual y amistosa dentro de un hogar, pueden ser –si se quiere- excelentes amantes, pero no llegan a ser nunca esposos, pues, por ley natural, tienen las puertas cerradas a la paternidad y la maternidad. Considerar su forma de unión como un “estado matrimonial” es confundir los conceptos, alterar el lenguaje y, con ello, desarticular la realidad.

No vendría a cuento que alguien, al leer esto, levantara la voz para decirme que debemos respetar a los homosexuales y concederles todos los derechos ciudadanos. Es obvio que debemos respetar a todas las personas, pero también lo es que ciertos derechos no los tenemos por el simple hecho de ser personas, sino por las opciones que realizamos en la vida. Si no he aprendido a tocar el violín, no tengo derecho a llamarme violinista. Si no he adquirido el título de médico, no estoy autorizado a abrir una clínica. Por mi parte, respeto a los homosexuales –en cuanto personas- lo tengo todo, e incluso voluntad de ayuda. Durante años ayudé a sostener una familia que se hallaba en suma pobreza debido a la condición homosexual del padre, un profesor de escuela primaria. Deseo a todas las personas los mayores bienes, pero entiendo que sería un mal para todos confundir los conceptos y llamar “matrimonio” a lo que constituye una forma de unión distinta.

La unión de personas homosexuales puede presentar, en el mejor de los casos y en alguna medida, los tres primeros ingredientes del amor conyugal: sexualidad, amistad, proyección comunitaria –creación de un hogar-, e incluso el primer aspecto del cuarto: el incremento de la unión entre los que viven esa forma de unidad. (Aunque, respecto a esto, deberíamos hacer diversas matizaciones y salvedades). Lo que le falta, en absoluto, es el segundo aspecto de la fecundidad del amor: la donación de vida a nuevos seres personales. Y éste es un ingrediente esencial.

La sexualidad matrimonial está, por su naturaleza misma, abierta a la vida, y lo mismo la amistad y la creación de un hogar. Tal apertura es la que da altura, dignidad y vitalidad a los esposos y a su modo de vida. La falta de apertura a la vida altera la calidad de los tres primeros elementos de la vida matrimonial. No procede, por tanto, decir que tales elementos o ingredientes del amor son iguales en la unión matrimonial y en la unión homosexual, excepto –en esta última- el detalle de no poder procrear. La verdad es que tales ingredientes pierden su sentido más profundo si no se vive el amor de tal forma que esa intensidad de vida florezca en la creación de nuevos seres. La sexualidad sin amistad no es igual que la sexualidad vivida como expresión de amistad y vehículo de un incremento de amistad. Esta amistad, cuando está abierta a la vida, pide de por sí proyectarse comunitariamente y crear un hogar que acoja a las vidas humanas que se van a crear y les ayude eficazmente a desarrollarse. El incremento de la unidad y del amor en los esposos está en la recta dirección cuando no supone sólo incentivar la condición gratificante de sus relaciones sino crear un verdadero ámbito de acogimiento para los futuros hijos.

Al unirse maritalmente un hombre y una mujer, adquieren una condición nueva, realmente portentosa: la de poder generar hijos en un entorno adecuado plenamente a su desarrollo. Esta condición no la adquieren dos personas del mismo sexo cuando deciden vivir en común. Pueden quererse intensamente, ejercitar a su modo la sexualidad con máximo ardor, pero nunca conseguirán la potencia generadora que las convierte en ineludibles colaboradoras de la especie. Por esta capacidad de colaboración, los casados heterosexuales merecen toda clase de reconocimiento y ayuda por parte de la sociedad, a la que ellos en buena medida hacen posible. Dos homosexuales que se unen para convivir contribuyen, en algún modo, a estructurar la vida social. Debido a ello, la sociedad hará bien en regular su forma de unión de tal modo que tengan ciertos derechos civiles.

En una entrevista, a un diputado que se declara homosexual y pide que se reconozca la condición de “matrimonio” a las uniones entre homosexuales se le indicó que también –por ejemplo- dos hermanas solteras que conviven forman una unidad muy fuerte, tienen unidos sus destinos, se necesitan mutuamente, se ayudan, colaboran a estructurar la vida social, y deberían, por tanto, ser consideradas como un “matrimonio” a todos los efectos. Él negó que posean tal derecho “porque les falta el ejercicio de la sexualidad”. Parece olvidar este político que el ejercicio de la sexualidad de un homosexual no es comparable al de una persona heterosexual, abierta a la generación de nueva vida. Por el hecho de unirse sexualmente no se adquiere ningún derecho especial ante la sociedad. La sexualidad homosexual puede ser intensa y gratificante, pero no es fecunda; no tiene para la sociedad más relevancia que el hecho de que satisface a ciertas personas y, en esa medida, contribuye a la estabilidad social. Pero esta aportación no puede compararse ni de lejos a la que realizan los casados que aportan a la comunidad nuevas vidas y les ayudan a crecer de forma saludable.

Ser esposos es inmensamente más que ser amantes. Hay que ignorar mil cuestiones para tener la osadía de identificar ambos conceptos. Supone un atropello a la razón. A estas alturas de la investigación antropológica no podíamos esperar que alguien cometiera este dislate conceptual. Si Maurice Merleau-Ponty o Dietrich von Hildebrand, Max Scheler o Ferdinand Ebner levantaran la cabeza, se volverían consternados a sus tumbas pensando que su ingente labor investigadora había sido totalmente vana. El bueno de Romano Guardini, que, por los años 30, esperaba que la humanidad avanzara hacia una época de mayor clarividencia y equilibrio, no tendría consuelo si viera el espectáculo que dan actualmente ciertos legisladores al tergiversar, de esta forma, los conceptos básicos de la vida humana. Porque él sabía muy bien que los conceptos no son meras palabras sino las columnas de esa trama de relaciones que es nuestra vida y que cada uno debemos colaborar a tejer incesantemente.

¿Ignoran, acaso, nuestros políticos que los grandes conflictos sociales se fraguaron en los despachos de pensadores que tomaron la vida intelectual como un laboratorio para realizar toda clase de aventurerismos intelectuales? Todo el que conozca la historia de las ideas sabe que con los conceptos debemos proceder de forma extremadamente cuidadosa, verdaderamente orfebresca. La tosquedad actual en el uso de las palabras y el manejo de las ideas no augura nada bueno para un futuro cercano, pues los procesos sociales están sumamente acelerados debido a los progresos técnicos en las comunicaciones.

Hoy se valoran muy positivamente los sentimientos y se da como razón de ciertas conductas el hecho de que sean fuente renovada de gratificaciones individuales. Se deja, en cambio, de lado el valor –positivo o negativo- que tales conductas puedan tener para el conjunto de la sociedad. Esta visión unilateral acarrea graves daños a la vida social porque encrespa el egoísmo y amengua la solidaridad.

Europa basó su grandeza en el estudio de las esencias, en la distinción de unas realidades y otras. Si ahora lo confundimos todo, volvemos a las tinieblas de lo irracional y desquiciamos la vida, la sacamos literalmente de quicio. Lo que es distinto necesita nombre distinto. No podemos utilizar los nombres arbitrariamente. Por eso, precisar debidamente los conceptos y utilizar el lenguaje con rigor no indica ser anticuado, retrógrado, poco liberal...; significa sencillamente ser “realista”, fiel a la realidad. Y esta es la primera condición de una persona culta.
 

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