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Las abejas y el cincel
Bernini coronaría su Baldaquino con una gran esfera terráquea y un crucifijo, colocando alrededor de manera ornamental pero significativa, giratorios soles de los Barberini


Por: Dr. Jorge Flores Valdés | Fuente: Biblioteca Digital



EXCEPTO por la frugal iglesia que llevaba su nombre, santa Bibiana había pasado a ser una de las tantísimas vírgenes que murieron por la fe y la cristiandad bajo la fuerza implacable del látigo, del fuego y del martirio. Sin embargo, por mera casualidad, al cambiar las baldosas del piso de la iglesita de Santa Bibiana, unos albañiles encontraron intacto el esqueleto de la santa.

Esto ocurría por 1624, y Urbano VIII, la figura central de la vida de Roma en ese momento, escribió un poema conmemorativo refiriéndose al sacro hallazgo y mandó llamar a un nuevo Miguel Ángel para hacerle su primer encargo pontificio: Gian Lorenzo Bernini había de esculpir una imagen de santa Bibiana para embellecer el pequeño templo que lleva su nombre.

Urbano VIII, al fungir como Papa desde el año anterior, había recibido un conflictivo pero codiciado cargo. El papado había sentido los golpes luteranos de la joven iglesia protestante que florecía en Alemania y su debilidad era patente. Se habían oído en los corredores del Vaticano las amenazas de la creciente influencia de los Hapsburgo, y el joven arzobispo Maffeo Barberini, ahora con la triple tiara y tenedor de las llaves de San Pedro, lucharía acérrimamente construyendo la oscura leyenda de la Contrarreforma.

Hallazgos de santos y apóstoles en las calles de Roma eran frecuentes, pero Urbano VIII hizo de estos descubrimientos lazos fuertísimos con la Roma ferviente y cristiana de la Antiguedad. Santa Bibiana, como santa Cecilia, santa Práxedes o santa Elena, serviría como bandera de la Contrarreforma, y Gian Lorenzo Bernini como el paladín que sostendría sin saberlo ese estandarte.

Urbano VIII se abstraía y escribía poesía. Reflexionaba sobre el blasón de su familia, que llevaba tres abejas y un gran sol. Como un hombre progresista, era laborioso como esos insectos, y ponía al astro rey en el centro de todo, como lo proclamaba un paisano suyo, Galileo Galilei, desde la blanca ciudad de Pisa. Gustaba de los vericuetos de la plática y de la política, y sobre todo amaba el arte. Quiso hacer de Bernini una creación suya y, alrededor del Papa y del escultor se tejió una red de admiración y cariño recíprocos.

Mientras Bernini trataba de esclarecer el problema de la intersección de las dos naves de la Basílica de san Pedro, que ya había sido terminada y bendecida poco antes por su amigo el Papa, se gestaban en las oficinas papales serios problemas: la Guerra de los Treinta Años se convertía en un juego insulso de ajedrez y Richelieu, habiendo simpatizado con Urbano VIII, tenía las mejores posiciones en el tablero, haciendo risibles las de los protestantes alemanes.

Existe en Roma una manera críptica y fantástica de hacer resonar la vox populi, que son los pasquines. "Paschino" era una antigua y desfigurada estatua alrededor de la cual se pegaban con grandes brochazos de engrudo mordientes críticas anónimas. Bernini había solucionado su arquitectónico problema proyectando un tabernáculo inmenso, en bronce, llamado "Baldaquino", que cubriera de egregia manera el altar mayor de la gran basílica. Al mismo tiempo, Urbano VIII, volviéndose totalmente reaccionario y opuesto a las ideas copérnicas, condenaba a Galileo al ostracismo, calmando así la pasión mojigata del acusador del astrónomo, el cardenal Roberto Bellarmino. No hay duda de por qué apareció el famoso pasquín: quod non fecerunt barbari fecerunt Barberini (lo que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini), pues el Papa había ordenado desmontar las coberturas de bronce de edad inmemorial que adornaban el pórtico del Panteón, para poder vaciar las enormes columnas salomónicas del Baldaquino, y había mandado a uno de los grandes científicos del siglo a un forzado silencio.

Bernini siguió siendo el representante nepótico de esa fe teñida en política de los mil seiscientos. Esculpiría un intenso retrato para la tumba de Bellarmino y diseñaría un magnífico monumento para su amigo el Papa, decorado con grandes abejas de mármol. Adornaría la oblonga Piazza Barberini con la fuente inolvidable del Tritón, sin que nadie cuestionara el por qué de los cuatro delfines que servían de base a la fuente; algunos documentos de Galileo, entre ellos el Diálogo de los dos sistemas, habían sido decorados con un emblema representando tres delfines, el símbolo del hermetismo, un ligero eco de las llamas que consumieron a Giordano Bruno años antes. Bellarmino había utilizado esto como poderosa arma contra el astrónomo pisano. Irónicamente, Bernini coronaría su Baldaquino con una gran esfera terráquea y un crucifijo, colocando alrededor de manera ornamental pero significativa, giratorios soles de los Barberini que aún hoy siguen estáticos alrededor de la Tierra.







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