OTRA PERSPECTIVA - El altar del día de Muertos
Por: Rafael Moya | Fuente: Cristo en la Ciudad

En México, el altar de muertos es más que una tradición: es una expresión de amor, fe y continuidad.
Cada Día de Muertos, las familias transforman el hogar en un espacio donde la memoria vence al olvido y la vida dialoga con la eternidad.
En medio del aroma del copal, las flores encendidas y los retratos que nos miran desde el pasado, los vivos recordamos que la muerte no interrumpe el vínculo del afecto, sino que lo renueva en otro plano.
Esta reflexión busca honrar el sentido profundo del altar: una conversación de símbolos entre los que se fueron y los que aún seguimos caminando.
Reflexión
El altar de muertos no es un adorno ni una costumbre que se repite por inercia:
es una conversación sagrada entre quienes seguimos respirando y quienes partieron primero.
Cada objeto que lo compone —una flor, una vela, una fotografía—
es una palabra silenciosa que los vivos enviamos al otro lado,
como si en cada ofrenda se escribiera una carta sin papel ni tinta,
una carta que viaja a través del humo del copal y el temblor de las velas.
La fotografía abre la puerta del recuerdo.
No es un retrato: es una llamada.
Su reflejo en el espejo recuerda que, aunque su presencia se asoma,
ya no pertenece al tiempo que medimos los vivos.
Las velas son faros en la oscuridad,
lámparas que anuncian el camino de regreso,
luz que guía y también consuela.
En ellas arde la esperanza de volver a sentir la cercanía de quienes amamos.
El cempasúchil derrama su oro sobre el suelo,
como si el sol hubiera florecido para iluminar el sendero de los ausentes.
Su aroma es memoria y bienvenida:
marca la ruta para las almas y perfuma la casa con alegría.
El copal, en su danza de humo,
purifica el aire y tiende un puente invisible entre mundos.
Su aroma es plegaria, su ascenso es mensaje:
“Ven, hermano, madre, hijo, amigo… esta es tu casa.”
En la mesa, la comida y bebida favoritas esperan sin prisa.
El pan se ofrece no solo al hambre, sino a la nostalgia;
y el agua —junto a la sal— purifica, calma y protege.
El papel picado, frágil y colorido, deja pasar el viento,
recordándonos que la vida es movimiento y respiro breve.
Finalmente, los objetos personales —una libreta, un sombrero, una medalla—
devuelven al alma su historia, su oficio y su risa.
En ellos los vivos decimos: “Te recordamos con tus gestos, con tu voz, con tu forma de andar.”
Así, el altar se convierte en un diálogo de luz y memoria, una comunión donde el amor vence a la distancia, y la muerte se reconoce no como ruptura, sino como tránsito.
Los que partieron regresan por un instante, y los que permanecemos los recibimos con la certeza de que, algún día, también seremos parte de esa conversación eterna que las flores, el fuego y el silencio mantienen viva cada noviembre.
Cada altar es una promesa cumplida: la de no dejar caer el nombre ni la historia de quienes amamos. Es la forma más humana y luminosa de decir: “Sigues aquí.”
Al encender una vela o colocar una flor, los vivos recordamos que la vida y la muerte son un mismo viaje, y que la memoria es el puente que nos mantiene unidos.
En ese resplandor, el alma encuentra camino… y nosotros, consuelo.














