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Las exequias cristianas ¿canonización o sufragio?
Las exequias con toda su riqueza de palabra de Dios y de oración, pretende «para los demás, el consuelo de la esperanza»


Por: Jaume González Padrós | Fuente: Catholic.net



Hay personas que consideran excesivo el número de beatos y santos proclamados por Juan Pablo II. Es una opinión. Sin embargo, esos centenares de cristianos y cristianas elevados a los altares no son nada en cuanto a cifras se refiere, comparado con las innumerables «canonizaciones» que se realizan cotidianamente en el marco de las celebraciones litúrgicas exequiales. Quien escribe estas líneas recuerda un episodio reciente cuando, el presbítero que presidía la misa funeral, acabó leyendo unas líneas donde declaraba, dirigiéndose a la difunta, que a partir de ese día su fiesta sería el 1 de noviembre, ya que - según aseguraba este sacerdote con grandes elogios- «tu eres la santa de la familia, nuestra santa».

Creo que urge preguntarnos por qué los cristianos rezamos por los difuntos. La misma nomenclatura que se expresa a menudo cuando se anuncia la celebración de un funeral, manifiesta la ambigüedad en la que nos movemos actualmente en este terreno. No es difícil leer o escuchar que se celebra una misa «en memoria», «en honor», «en recuerdo», etc., de una persona recientemente fallecida. Pero, ¿es realmente así?

Las «Observaciones generales previas» al Ritual de exequias, nos dicen que «la Iglesia ofrece por los difuntos el sacrificio eucarístico de la Pascua de Cristo, y reza y celebra sufragios por ellos, de modo que, comunicándose entre sí todos los miembros de Cristo, éstos impetran para los difuntos el auxilio espiritual y, para los demás, el consuelo de la esperanza» (n. 1). Y la palabra sufragio significa: ayuda, favor, protección, socorro.

Pero, ¿cómo podemos ayudar a los difuntos desde nuestra situación terrena si ellos ya están en el más allá? Podemos, gracias a la comunión que une a todos los que, por la fe y el bautismo, somos miembros del cuerpo de Cristo. Se trata de una expresión espléndida de comunicación de bienes espirituales gracias a lo que llamamos «la comunión de los santos» (es decir, «de los bautizados»). Así lo expresa el Catecismo de la Iglesia Católica al tratar de la oración por los difuntos: «El ministerio de la Iglesia pretende expresar también aquí la comunión eficaz con el difunto, y hacer participar en esa comunión a la asamblea reunida para las exequias y anunciarle la vida eterna» (n. 1684). Y en el contexto exequial, la celebración de la eucaristía es el corazón de la realidad pascual de la muerte cristiana. «La Iglesia expresa entonces su comunión eficaz con el difunto: ofreciendo al Padre, en el Espíritu Santo, el sacrificio de la muerte y resurrección de Cristo, pide que su hijo sea purificado de sus pecados y de sus consecuencias y que sea admitido a la plenitud pascual de la mesa del Reino» (Catecismo n. 1689).

He aquí, pues, el objetivo principal de la oración por los difuntos. Sin embargo, también las exequias con toda su riqueza de palabra de Dios y de oración, pretende «para los demás, el consuelo de la esperanza», cosa que se conseguirá con más hondura si, en lugar de limitarnos a mirar al pasado recordando los buenos ejemplos del difunto, o pronunciándonos gratuitamente sobre su estado actual, nos situamos todos en la escuela del Evangelio, y aprendemos a vivir en comunión con quien «se durmió en el Señor», sobre todo «comulgando con el Cuerpo de Cristo, de quien es miembro vivo, y orando luego por él y con él» (Ibid.).

Siendo así las cosas, nos asalta una duda: ¿no se puede hablar del difunto en ningún momento? El Ritual de exequias nos responde afirmativamente. Después del último adiós y antes del rito conclusivo, si algún familiar o allegado desea pronunciar unas palabras de despedida y gratitud o una breve biografía, excluyendo siempre el «elogio fúnebre», puede hacerlo, especialmente si la vida del difunto constituye un motivo de acción de gracias a Dios. Pero, - y ello es una seria advertencia a los ministros ordenados- el Ritual afirma que esto no debe tenerse nunca en la homilía, la cual tiene que ser siempre un comentario a los textos bíblicos o eucológicos (cf. Ritual de exequias. Orientaciones del Espiscopado Español, n. 52).

El motivo de estas disposiciones es muy claro. No se puede olvidar que son muchas las personas que asisten a las exequias de algún familiar o conocido, independientemente de si son creyentes o no. Es necesario, pues, que toda la liturgia en este momento sea lo máximamente expresiva del misterio cristiano, con toda la gravedad y la esperanza que infunden la fe. Conviene proclamar con claridad y pedagogía el misterio de Cristo, muerto y resucitado, con argumentos que se hagan escuchar por nuestros contemporáneos, muchos de ellos personas formadas intelectualmente, y que no aceptarán, en un momento de esta importancia exposiciones banales, efluvios sentimentales o simples consideraciones «piadosas». Todo ello será posible si los responsables de la celebración litúrgica se dejan llevar por la Sagrada Escritura y la oración de la Iglesia, donde está el contenido de nuestra fe, y saben expresarla con un lenguaje adecuado a la asamblea que les escucha y un corazón cercano al dolor de los que lloran.

No es una casualidad que el movimiento litúrgico de inicios del siglo XX pusiese una gran atención a la liturgia exequial. Ahora deberíamos también prestársela; lo exige tanto la edificación en la fe de los cristianos, a menudo a la deriva en un mar de creencias, como el testimonio que debemos presentar a todos para «dar razón de nuestra esperanza».


jgpadros@teleline.es P. Jaume González Padrós. Miembro del Centro de Pastoral Litúrgica y profesor del Instituto Superior de Liturgia de Barcelona, así como de la Facultad de Teología de Cataluña. Miembro de la Asociación Española de Profesores de Liturgia, colabora habitualmente en varias revistas especializadas

 







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