Menu


Compartir. XVII Domingo Ordinario
Meditación al Evangelio 28 de julio de 2024 (video)


Por: Mons. Enrique Díaz | Fuente: Catholic.net



San Marcos nos venía acompañando durante los domingos pasados en nuestro encuentro semanal con Cristo. Desde hoy y durante cinco domingos, será San Juan el que nos presente a Jesús y nos acerque a Él. A San Juan le gusta ofrecernos signos o señales para que encontremos el camino hacia Jesús. La multiplicación de los panes es uno de los siete signos que nos presenta. Cuanto más importante es un camino, necesitamos más claros los señalamientos para andar por él. En su capítulo seis, San Juan nos ofrece el cuarto signo: la multiplicación de los panes, pero un signo que implica muchas indicaciones importantísimas para descubrir el Reino de Dios: descubrir la necesidad del hermano, compartir el pan, alimentarse del Verdadero Pan, la permanencia con Jesús. Durante estos domingos iremos reflexionando cada una de estas señales. Hoy iniciamos con la narración del “milagro” que encierra ya en sí mismo una gran lección.

 

 

La primera indicación que Jesús hace a los discípulos es que vean más allá de su propia necesidad y descubran la necesidad del hermano. La escandalosa crisis actual, pone al descubierto nuestras formas primitivas de actuar. Al igual que en un incendio o en una estampida, cada uno trata de salvarse sin mirar si tumba, pisa o estorba a los demás. Se nos ha metido en la cabeza que no podemos perder los privilegios, comodidades y seguridades que ya habíamos logrado, aunque más de una tercera parte de la humanidad siga padeciendo hambre extrema. Luchamos por no disminuir nuestro “nivel de vida”, aunque para eso tengamos que terminar con la poca vida que les queda a los demás. Es incomprensible que en nuestra patria un noventa por ciento de la población esté en la miseria, pero que unos cuantos acaparen y tengan mucho más ¡en plena crisis! El hambre no es cuestión de falta de alimentos, es cuestión de falta de amor. Podríamos dar aquí todos los datos y cifras escalofriantes de la muerte, desnutrición y pobreza de millones de personas, y quedarnos tranquilamente indiferentes, o quizás ocultarlos y disfrazarlos para que no nos causen inquietud. La primera señal que Cristo nos da en su seguimiento es descubrir al hermano necesitado.

 



En cuanto percibimos la gravedad del problema, al igual que Felipe o Andrés, nos encogemos de hombros, nos sentimos impotentes y resolvemos no hacer nada. ¿Qué significa mi acción? Como una gota en el océano o como un granito de arena en el desierto. ¡Nada! Parece ser nuestra justificación, pero la inmensidad del océano está compuesta por millones de pequeñas gotas y la grandeza del desierto se forma de un sinfín de imperceptibles arenas. Es cierto, no soy más que un granito de arena, pero soy capaz de pensar, de amar y de compartir. Tengo responsabilidad en mi comunidad y en el mundo entero; de pequeños granos de arena se han hecho las grandes construcciones. Andrés mira el problema sólo por el lado económico, y la gravedad del problema está más en el corazón. El problema del hambre y la desnutrición empeora cuando se le aborda como un problema meramente técnico y económico. Sólo se alcanzará alguna solución si logramos ante todo, transformar las estructuras sociales de tal manera que la mayoría participe directamente en la construcción de un sistema fraternal, de una comunidad  donde todos podamos vivir como hijos de Dios. El milagro de Jesús está en su poder pero también en la generosidad de quien entrega todo lo que tiene aunque parezca tan miserable como cinco panes y dos pescados para millares de personas. Es el milagro del amor.

 

“Díganle a la gente que se siente” es la indicación de Jesús y nos lleva a pensar en una mesa común donde todos se sienten comensales en un banquete común, donde Cristo va servir. No es la limosna o las migajas de lo que sobra lo que ofrece Jesús. Es la dignidad de acercarse a la misma mesa, es el orgullo de quienes comen del mismo pan, es sentirse acogido, hermano y amigo, tomando el mismo bocado. Sólo así se sentirán con la misma dignidad. Es insultante la manera como las grandes naciones ofrecen migajas a los pueblos tercermundistas después de que se han aprovechado de los recursos de sus territorios y les “donan” ayudas que con frecuencia los hunden más. Así sucede también entre los individuos. El hambre causa muchas víctimas entre tantos Lázaros a los que no se les consiente sentarse a la mesa del rico epulón. Dar de comer al hambriento y hacerlo sentirse como persona, con toda dignidad, es un imperativo para todo seguidor de Jesús; es más, es una obligación de toda persona humana. En la era de la globalización, eliminar el hambre del mundo se ha convertido en una meta que se ha de lograr para salvaguardar la paz y la estabilidad del planeta. La única forma de transmitir evangelio y hablar del amor de Dios es compartir el alimento y la mesa con los más necesitados.

 

San Pablo en su Carta a los Efesios (4, 1-6) nos da la verdadera razón para buscar tener una mesa común: “No hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu… un solo Señor… un solo Dios y Padre de todos”. La razón última para compartir y poner lo mucho o lo poco que somos, en esta gran lucha, es ésta: tenemos un Padre común. Que nuestra reflexión de este día nos lleve a escuchar las palabras de Jesús que nos hacen descubrir el hambre y necesidad de los hermanos y nos aliente para poner nuestro mejor esfuerzo aunque sean muy pobres y mínimas nuestras aportaciones. Si queremos vivir plenamente la Eucaristía, necesitamos dividir este Pan Verdadero con el hermano que sufre.



 

Padre santo y todopoderoso, protector de los que en ti confían, ten misericordia de nosotros y enséñanos a usar con sabiduría de los bienes de la tierra, a fin de que podamos compartir el banquete de la vida con todos los hermanos. Amén.

 







Compartir en Google+




Reportar anuncio inapropiado |