Con la pureza de corazón verán a Dios
Por: Mons. José Rafael Palma Capetillo | Fuente: Semanario Alégrate

La vida del ser humano –escribió el famoso filósofo Blas Pascal– tiene dos dimensiones: Una es la vida auténtica; la otra la imaginaria que vive en la opinión, suya o de la gente. Trabajamos sin descanso para adornar y conservar nuestro ser imaginario y descuidamos el verdadero. Si poseemos alguna virtud o mérito, nos apresuramos a darlo a conocer, de un modo u otro, para enriquecer de tal virtud o mérito nuestro ser imaginario, dispuestos hasta a quitarlo de nosotros, para añadir algo a él, hasta consentir, a veces, ser cobardes, con tal de parecer valerosos y dar hasta la vida, para que la gente hable de ello (cf Blas PASCAL, Pensamientos, 147).
El llamamiento a la interioridad que caracteriza la bienaventuranza de la pureza de corazón –y todo el sermón de la montaña– es una invitación a no dejarse arrollar por esta inclinación que tiende a ‘vaciar’ a la persona, reduciéndola a imagen, o peor a simulacro. San Francisco de Asís decía: “Lo que el ser humano es ante Dios, eso es, y nada más” [Francisco de Asís, Ammonizioni, 19 (Fonti Francescane, 169)]. El mártir san Ignacio de Antioquia sentía la necesidad de prevenir a sus hermanos en la fe y escribió: “Es mejor ser cristiano sin decirlo, que decirlo sin serlo” (Ignacio de ANTIOQUÍA, Efesios 15,1; y Magnesianos, 4).
La bienaventuranza de los puros de corazón nos debe ayudar a todos a mantener despierto el anhelo de un mundo limpio, verdadero, sincero y sin falsedades; un mundo en el que las acciones se correspondan a las palabras, las palabras a los pensamientos y los pensamientos del ser humano a los de Dios (cf Raniero CANTALAMESSA, Las bienaventuranzas evangélicas, 108).
“A los ‘limpios de corazón’ se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a él. La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir a otro como un ‘prójimo’; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina” (CATECISMO de la IGLESIA CATÓLICA, 2518-2519).
La promesa de ver a Dios es suficiente para esperar con gozo la recompensa futura. Sin embargo –de acuerdo al Catecismo–, la bienaventuranza tiene el sentido actual de ver a Dios en todo momento, es decir, invocarlo, reconocerlo y dando testimonio. Y todavía hay un sentido mayor, ver a los demás y toda la realidad con la mirada de Dios, que significa una mirada totalmente limpia, llena de amor y de bondad para con todos. ¡Dichosos los limpios de corazón!
El seguimiento a Cristo exige la pureza evangélica o transparencia de vida, contraria a la simple apariencia o fingimiento. Nuestro testimonio con el compromiso evangélico de la castidad es alentador para nuestra misma comunidad y para todo el pueblo de Dios. La pureza, entendida en el sentido de la castidad le da también valor a la bienaventuranza evangélica. Se pone de relevancia el lugar decisivo que ocupa el ‘corazón’ (cf Mt 5,28).
Desde luego, el puro de corazón por excelencia es Jesús mismo. De él sus propios adversarios se ven obligados a decir: “Sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios” (Mc 12,14).
La bienaventuranza de los limpios de corazón contiene una dimensión muy precisa en la imitación a Cristo: Amar y servir. Pidamos a Dios ser siempre fieles a su elección y a la misión que él nos ha encomendado.