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Llamados a la paz
La experiencia nos demostrará que la paz va unida al amor a Dios y al prójimo.


Por: Llucià Pou Sabaté | Fuente: Catholic.net



Si queremos paz en el mundo, hemos de llevarla en nuestro interior, así podemos expandir esta paz a nuestro alrededor, ser constructores de la paz social, dondequiera que estemos. Es lo que quieren todas las espiritualidades, San Pablo por ejemplo expresa así ese deseo: “que la paz de Cristo reine en vuestros corazones " (Colosenses 3, 15). La paz viene de la comprensión y aceptación, basada en abandonarnos en las manos de Dios.

No hemos de llevar los remordimientos del pasado y los miedos del futuro, como una cola de cosas en la cabeza, de preocupaciones o de pecados, de remordimientos y de tonterías… cortar con todo, volver a Dios: con errores –todos los tenemos- pero cuando nos llevan a Dios, nos hacen humildes; y también entonces hay que decir felix culpa!, como canta la Iglesia: feliz culpa si por ella nos llegaron tantas cosas buenas. Y es que todo lo que pasa, será para que pasen cosas buenas que aún no conocemos, aquí o más allá de esta vida.

Esto no significa que no reconozcamos nuestros errores, que son parte del aprendizaje. Pero ente ellos, no perderemos la serenidad si los reconocemos, al pedir perdón se llega a la serenidad, a la paz; y a veces mejora también la salud física, a causa de esa liberación: seremos personas serenas, con menos facilidad para enfermedades psíquicas, al dejar todo en manos del Señor, que nos lleva por el buen camino. Jeremías nos transmite unas palabras de Dios que nos dice: “yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción” (Jer 29,11). Por eso, cuando perdemos la paz, es como si nos apartáramos del camino del Señor… y tenemos que volver a la paz cuanto antes, debemos pensar cosas de paz, cosas que den serenidad. Jesús es príncipe de la paz, y los pensamientos que no son de paz no son de Dios, por mucha apariencia que tengan de santos como son los remordimientos por pecados, o que no somos bastante buenos.

Dios me quiere como soy, pues así me ha creado; si Dios permite algo malo, porque viene así en las leyes de la naturaleza, o por causa de mi libertad o la de otras personas… es que de aquello sacará un bien: ¿de qué he de preocuparme? Incluso el pecado es ocasión de esa grandeza divina: "La omnipotencia de Dios -dice Santo Tomás- se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera de demostrar que Dios tiene el poder supremo es perdonar libremente" (Suma Teológica, 1, q. 25, a. 3 ad 3).

Eso nos va dando una comprensión que nos capacita para las cosas buenas que albergarán nuestro corazón: "Imagina que Dios te quiere hacer rebosar de miel: si estás lleno de vinagre, ¿dónde va a depositar la miel?, pregunta San Agustín. Primero hay que vaciar lo que contenía el recipiente (...): hay que limpiarlo aunque sea con esfuerzo, a fuerza de frotarlo, para que sea capaz de recibir esta realidad misteriosa" (Comentario a la 1ª Epístola de San Juan, 4).



Jesús es manso y humilde porque tiene paz, por eso da paz. Hemos visto que la piedra que a veces nos duele y que explota en ira es la inquietud, y que le ponemos incluso motivos piadosos llamándola remordimiento, pero la apertura a la Verdad nos da paz auténtica aún en nuestros errores y nos lleva al perdón.

Podríamos añadir que las manifestaciones de violencia son en el fondo signos de debilidad: los violentos son débiles de mente o de corazón, tienen una pobreza espiritual, son disminuidos en alguna de esas facultades del alma. “Los mansos poseerán la tierra”, reza una de las bienaventuranzas: se poseerán a sí mismos, sin ser esclavos del mal carácter; poseerán a Dios en disposición de apertura en la oración, y poseerán a los demás con su buen ambiente, el buen aroma de Cristo (2 Cor 2,15), manifestado en la sonrisa, calma y serenidad, buen humor y capacidad de broma, comprensión y tolerancia…

Así pues, tener paz es repartirla y verlo todo de un mejor modo. Nada malo del pasado lo arregla el remordimiento, hasta que se transforma en aprendizaje, en arrepentimiento que nos abre a bienes más altos, un nuevo comienzo. Si hemos pasado por la duda y la confusión, la tristeza y el fracaso en nuestras vidas, es momento de acogernos a esa paz del buen pastor, que ante la oveja perdida o descalabrada, la pone sobre sus hombros y la cuida con cariño para que sane: «Venid a Mí todos los que estáis fatigados y oprimidos, que Yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave y mi carga ligera».

Es la luz que ilumina las tinieblas del corazón, como en la parábola del hijo pródigo que vuelve a casa y se encuentra con el abrazo del perdón. Esa paz da alas para volar aunque parezca que a veces pesan esas alas: "Si a un pájaro le quitas las alas parece que le alivias del peso, pero cuanto más le quites este peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de las alas y verás como vuela." (S. Agustín, Sermón 126).

La experiencia nos demostrará que la paz va unida al amor a Dios y al prójimo. En la época de agitación en la que nos encontramos, procurar nuestra paz interior será la mejor inversión para que nos lleguen todas las cosas buenas. En contra de lo que piensan algunos, hemos de pensar que si algo no nos da paz, no es de Dios, no es auténtica religión ni espiritualidad. Jesús nos transmite su paz unidos a él: “la paz os dejo, mi paz os doy”; la liturgia proclama “la paz esté con vosotros”, y nos recuerda las palabras de Dios por medio de Jeremías: “yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción”. Cuando tenemos pensamientos que no dan paz, significa que no estamos unidos de verdad a Cristo. Es la gran verdad: Dios prepara los caminos para que vayamos hacia esta paz, y terminemos por poseerla.









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