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Vivir en la paz de los hijos de Dios
La ley del temor de las antiguas religiones da paso a la ley del amor, la vieja ley de los mandamientos es sustituida por la ley nueva del amor.


Por: Llucià Pou Sabaté | Fuente: Catholic.net



Resumen:

En la vida espiritual, ante nuestros defectos, podemos también tener la actitud del esclavo que tiene miedo del castigo, llámese pecado-infierno o karma malo, o bien tener la confianza del niño que aunque a veces no entiende la actitud de sus padres que le contrarían en algún deseo, confía en ellos sabiendo que le quieren.

La Ley nueva del amor no está principalmente en lo que digan los Papas o la Iglesia o incluso la Sagrada Biblia, sino que esto es secundariamente: principalmente es esa docilidad —dejar hacer— al Espíritu Santo en nuestra consciencia.

Ante el conflicto del mal, misterioso, podemos tener la inquietud de quien piensa que todo es absurdo, o la paz del hijo que se sabe en manos de su padre aunque no entienda cómo actúa, pero sabe que en todo hay una razón de bien, escondida muchas veces.

Introducción



En la vida espiritual, ante nuestros defectos, podemos también tener la actitud del esclavo que tiene miedo del castigo llámese pecado-infierno o karma malo, o bien tener la confianza del niño que aunque a veces no entiende la actitud de sus padres que le contrarían en algún deseo, confía en ellos sabiendo que le quieren. Está lleno de paz el bebé que se siente mirado con amor, crece con seguridad y confianza. Así, la voluntad de Dios no cabe en nuestra cabeza y vivir en el tiempo nos impide captar la sus planes eternos. Confiar en Dios es el único camino que conduce a la paz. Confianza que nos lleva “a Dios rogando y con el mazo dando”, a hacer lo que podemos y abandonamos en lo que no está en nuestra mano. Pues dice san Pablo: “sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, los que según su designio son llamados”.

El dilema es por tanto sentirnos esclavos de cierto azar o fuerzas superiores, o bien hijos, y esto es a lo que nos invita el Evangelio: “Envió Dios a su hijo, nacido de mujer… para que recibiésemos la adopción de hijos” (Gálatas 4,4). Es la gracia de participar de la naturaleza divina, en un camino descendente y ascendente: Dios baja al mundo para ser hombre, para ser Cristo el primogénito entre muchos hermanos (Romanos 8,29), es el camino descendente. Así, el ser humano puede trascenderse a sí mismo y vivir una vida plena de hijos de Dios: todos, de cualquier raza y religión siguiendo la ley del amor. Dios se hace hombre para que el hombre se haga dios; el hijo de Dios se hace hombre para que el hombre se haga hijo de Dios, dirá la tradición patrística.

La consciencia de esta filiación divina da paz y alegría, y de ahí la necesidad —es el punto central— de su consideración diaria. Esto lo han visto los primeros cristianos y por eso indicaron el rezo del padrenuestro tres veces al día, que nos habla de la osadía de un niño que pide a su padre en confianza total, pues era el modo más sencillo de fomentar esa consideración frecuente. Esto produce en el alma un deseo de portarse como hijo de Dios, de corresponder a esa llamada con docilidad, abandono, sencillez, confianza, vida de infancia espiritual, responsabilidad, etc.

Una espiritualidad para hoy

Nuestra alma espiritual ha sido creada en el confín entre la eternidad y el tiempo; en la persona hay algo de eterno, participa de lo eterno y puede determinarse hacia la visión divina por el conocimiento y el amor. Ese retorno puede ser más rápido o menos. Se nos elevan las facultades de un modo participativo según nuestro modo de ser consciente y libre. Y es el mismo Espíritu Santo que nos mueve en el obrar: Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, según su beneplácito (Fil 12,13), si queremos, pues siempre es contando con nuestra libertad. Hay una luz interior, chispa divina, que nos da un modo de actuar siguiendo sus inspiraciones. En las demás tradiciones espirituales de algún modo se ve también esa unidad con Dios, y con los demás, con el universo, o con uno mismo, aprendiendo a integrase multidimensionalmente.



En la carta de san Pablo a los Romanos se nos habla de la vida en el espíritu, en contraposición a la vida según la carne (el ego), y dice: “Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. En efecto, no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá, Padre! Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (14-16).

Aquí vemos por lo menos tres cosas: que la clave es dejarse guiar (ser guiados) por ese Espíritu divino; que hay que dejar el temor que es de esclavos y sentirse hijos (espíritu de hijos) como el mejor don, y que de eso hay una experiencia interior, es decir que no es algo teórico que uno cree porque se lo dicen, sino que hay un saber experiencial (el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu). En otro sitio se dice (Gal 4,6) que es el mismo Espíritu divino el que actúa dentro de nosotros. Y en todo eso se basan san Agustín y otros muchos como santo Tomás para hablar de un instinto divino (el espíritu de Dios en nosotros) que nos hace actuar de modo sobrenatural como hijos de Dios. Es intuitivo, instinto de amor, que no deja lugar para el temor, que deja paz en el alma pues somos “hijos del dueño”, llenos de esperanza.

“Es una moral más del instinto que de la razón, con tal de que entendamos este instinto como algo espiritual, que lejos de ser contrario a la razón, es considerado más bien como una inteligencia primera, en el origen mismo de la actividad racional, que, por tanto, no es en absoluto ciego, como lo ponen de manifiesto los diferentes dones: la sabiduría, la inteligencia, la ciencia, el consejo; que, por tanto, es más bien superluminoso» (Pinckaers).

Una espiritualidad de los sentidos: una provocación inicial

Las virtudes no son sino el despliegue de ese divino instinto, chispa divina, y tiene un papel el ejercicio y la educación. Y sobre este instinto de la razón podrá anclar el instinto de la gracia y las inspiraciones del Espíritu de un modo más eficiente, pues la Ley nueva del amor no está principalmente en lo que digan los Papas o la Iglesia o incluso la Sagrada Biblia, sino que esto es secundariamente: principalmente es esa docilidad —dejar hacer— al Espíritu Santo en nuestra consciencia. Esto lo ha recordado el papa Francisco, refiriéndose a que la ley da una moral de esclavos, y el sentirse hijos de Dios un espíritu de libertad: "Una vez que se alcanza la fe, la Ley agota su valor propedéutico y debe ceder el paso a otra autoridad", y añade: "¿Desprecio los mandamientos? No. Los observo, pero no como absolutos, porque sé que el que me justifica es Jesucristo. Nos hará bien preguntarnos si todavía vivimos en la época en la que necesitamos la Ley, o si en cambio somos bien conscientes de haber recibido la gracia de habernos convertido en hijos de Dios para vivir en el amor". Aquí no dice que son secundarios como he dicho más arriba, usa una palabra parecida diciendo que “no son absolutos”, es decir que son relativos. Lo importante es la luz divina en la conciencia, y buscar la verdad: “ama y haz lo que quieras” (Agustín de Hipona). Y hace referencia a que la Ley Antigua y sus mandamientos, según nos dice san Pablo, es la esclavitud pues somete la conciencia con la culpa, pero no da fuerza para cumplirla. En cambio, la nueva Ley de Jesús y de su Espíritu es la ley del amor, y nos da fuerzas para  una viva nueva de hijos de Dios, que no se dejan llevar por el miedo sino solo por el amor y la confianza.

La irradiación de este instinto divino abarca todo el ser y el obrar: «esta fuente no se queda en la cumbre del espíritu, sino que se expande por todas las partes del hombre y penetra hasta la sensibilidad y en el cuerpo por medio de las inclinaciones naturales y las virtudes», nos dice Santo Tomás siguiendo la tradición y lo llama un instinctus rationis para designar estas inclinaciones al bien, a la verdad, a la vida en sociedad, etc., que son origen de nuestra espontaneidad espiritual, que constituyen la ley natural interior del hombre.

La ley del temor de las antiguas religiones da paso a la ley del amor, la vieja ley de los mandamientos es sustituida por la ley nueva del amor. Mientras la Ley Antigua era ley del temor (lex timoris), la nueva es ley del amor (lex amoris). Es la consciencia de hijos, «para que conociendo a Dios visiblemente, seamos por El arrebatados al amor de las cosas invisibles». Toda la creación hace una salida de Dios para —a lo largo de la historia y de los tiempos— volver a él en la plenitud en Cristo.

La ley está considerada propia de los esclavos (san Pablo usa la imagen de  Agar la esclava) y la libertad es propia de los hijos (la imagen de Sara la esposa). Francisco señala: “Esta enseñanza sobre el valor de la ley es muy importante y merece ser considerada con atención para no caer en equívocos y realizar pasos en falso". Y es que ha habido en la historia mucho temor de esclavo por pensar en términos de pecado, y como sabemos el mejor refuerzo para crecer en la educación es el positivo, y así también el amor es el mejor estímulo para el crecimiento en la vida cristiana.







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