Para experimentar la misericordia de Dios
Por: Mons. José Rafael Palma Capetillo | Fuente: Semanario Alégrate
Jesús, en el Padre nuestro nos invita a orar: “Padre, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Dice también: “Si no perdonan a los seres humanos, tampoco su Padre perdonará sus ofensas” (Mt 6,15). Estas frases podrían llevar a pensar que la misericordia de Dios hacia nosotros es un efecto de nuestra misericordia hacia los demás, y que es proporcional a ella.
Al respecto, la parábola de los dos siervos (Mt 18,23) es la clave para interpretar correctamente la relación entre la misericordia divina y la humana. Debemos, entonces, tener misericordia, porque ya hemos recibido misericordia. Por lo tanto, hay que tener misericordia, porque si no la tenemos, la misericordia de Dios no tendrá efecto en nosotros y nos será retirada, como el señor de la parábola la retiró al siervo despiadado. La gracia ‘previene’ siempre y es ella la que crea el deber: “Como el Señor les perdonó, perdónense también ustedes” (Col 3,13).
De acuerdo a la bienaventuranza, la misericordia de Dios produce como efecto en nosotros una actitud de misericordia hacia los hermanos, porque Jesús se sitúa en la perspectiva del juicio final (“alcanzarán misericordia”, ¡en futuro!). Por otra parte: “Tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia triunfa sobre el juicio” (St 2,13). Al respecto, el Santo Cura de Ars menciona que san Francisco de Sales aplicaba con mucha exigencia: No murmurar contra el prójimo es la manera más perfecta de vivir la misericordia, es decir, “no a la maledicencia”.
Hay una gracia especial cuando no sólo el individuo, sino toda la comunidad es la que se pone ante Dios en esta actitud penitencial. De una experiencia profunda de la misericordia de Dios cada uno sale renovado y lleno de esperanza: “Dios, rico de misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo” (Ef 2,4-5).
“La misericordia es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Es la vía que une a Dios con el ser humano, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados, no obstante el límite de nuestro pecado” (Papa FRANCISCO, Misericordiae vultus, 2).
Como un ‘vitral’ por la diversidad de carismas en la Iglesia, la vida de cada discípulo de Cristo está siempre llena de obras de misericordia, tanto espirituales como corporales. Desde el año de la misericordia (2016), el Papa Francisco invitó a tomar mayor conciencia del sentido de estas obras, motivadas por el amor sincero y la generosidad y acompañadas de solidaridad y un permanente esfuerzo de no caer en la indiferencia. En el cumplimiento fiel de las tareas cotidianas, asumidas como un testimonio vivo ante la Iglesia y el mundo actual, las personas consagradas tienen la excelente oportunidad de experimentar y transmitir la misericordia de Dios.
“La dulzura de María, la Madre de la misericordia, nos hace redescubrir la alegría de la ternura de Dios… Todo, en su vida, se fue plasmando por la presencia de la misericordia hecha carne. Custodió en su corazón la divina misericordia en perfecta sintonía con su Hijo, Jesús. Su canto de alabanza, en el umbral de la casa de Isabel, estuvo dedicado a la misericordia que se extiende ‘de generación en generación’ (Lc 1,50). Al pie de la cruz, María es testigo de las palabras de perdón que salen de la boca de Jesús. El perdón supremo que Cristo ofrece a quien lo ha crucificado nos muestra hasta dónde puede llegar la misericordia de Dios” (Papa FRANCISCO, Misericordiae vultus, 24; cf Eduardo CHÁVEZ, Nican mopóhua, análisis y reflexión, Editorial América, México 2014). Se ha señalado, con toda razón, que el rostro de la Virgen de Guadalupe refleja particularmente la misericordia de Dios (cf Eduardo CHÁVEZ, (historiador e investigador de las apariciones del Tepeyac), La verdad de Guadalupe, ISEG, México 2012, 483.495). Sus ojos están ligeramente abiertos, con una mirada muy femenina y maternal, llena de ternura y amor. A esta imagen de María, plasmada en la tilma de san Juan Diego, se aplica con exactitud la hermosa expresión de la oración de la Salve que dice: “Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos…”. Repitamos esta oración con fervor, mirando atentamente el rostro de nuestra madre de Guadalupe, quien vivió profundamente la invitación de Cristo de ser misericordiosa como el Padre.