Sursum Corda
Cuando en tu oración no puedas decirle nada a Dios, ámalo
Por: Pbro. José Juan Sánchez Jácome | Fuente: Semanario Alégrate
Se suele hablar de las personas “devotas” a veces de manera indulgente y respetuosa, y otras veces, de forma peyorativa y mofándose de ellas. En todo caso se les considera como personas beatas y piadosas que viven estrictamente en el ambiente de lo sagrado, como si hubieran quedado atrapadas en los rezos, ritos y tradiciones, apartándose del mundo.
De ahí que muchas veces se hable de estas personas de manera despectiva, como personas fanáticas, exageradas y tradicionalistas. Así se refiere el hombre de hoy a las personas que frecuentan la Iglesia, a las mujeres que están encerradas en los conventos, a los que tienen a Jesús en la boca.
De acuerdo a las costumbres romanas, antes del cristianismo, se consideraba devota a la persona que hacía una ofrenda a la divinidad o se consagraba por entero a ella. Y en la cultura griega se habla de la devoción o veneración que se debe a los padres.
Los historiadores también hablan de una “devotio iberica” para referirse a la costumbre de pueblos prerromanos en los que se establecían lazos tan sólidos entre el jefe militar y sus devotos, que llegaban incluso a no sobrevivirle si éste moría en combate, y eran enterrados con su señor.
Por su parte, el evangelio nos lleva a descubrir lo que caracteriza a las personas devotas en la tradición cristiana. Mucha gente buscaba a Jesús, pero estaba rodeado por el círculo de los apóstoles y los discípulos y por el círculo de las mujeres que también lo seguían. Los seguidores de Jesús quedaron impactados por su persona al escucharlo, al constatar la originalidad de su vida, al sentir su preocupación por ellos y al haber sido tratados de una manera tan especial que les cambió la vida.
Nadie les había hablado así, nadie se había fijado en ellos y, en su indigencia, nadie los había tratado con predilección. Estos seguidores, hombres y mujeres, habían sido sanados, liberados y restablecidos. Tuvieron un encuentro impactante con el Señor, al grado que ya no querían dejarlo. Por eso sienten admiración, gratitud y necesidad de seguir a Jesús, de jamás apartarse de él.
Viendo a todos los que lo seguían y a los que, a lo largo de los siglos, siguen al Señor, llegamos a entender la devoción que suscita y la forma tan especial como, a su vez, las personas tratan al Señor manifestando todo su cariño. En su devoción, tan íntima y particular, corresponden a la manera tan exquisita y atenta como han sido tratadas de parte del Señor.
A diferencia del concepto peyorativo que pesa en nuestros ambientes, y partiendo de esta base evangélica podemos decir que una persona devota no es anticuada, sino alguien que ha rejuvenecido en la vida; no es una persona encerrada en su mundo, sino alguien que ha abierto sus horizontes; no es una persona sombría, sino alguien que ha comenzado a brillar con la luz de Cristo; no es una persona que necesariamente renuncia al mundo, sino que ha elegido una vida superior; no es una persona débil, sino alguien con la capacidad de sobreponerse a las dificultades; no es una persona melancólica, sino alguien que ha probado en su vida la alegría que trae el Señor; no es una persona atrasada, sino la más actualizada de los misterios de Dios.
Como en los tiempos de Jesús, nos ha costado entender y valorar el cambio vertiginoso que estas personas han experimentado desde que tuvieron un encuentro con el Señor Jesús. De manera subjetiva e intolerante nos limitamos a criticarlas y, en el peor de los casos, a señalarlas como fanáticas, sin comprender que Jesús devuelve la vida, la alegría y la esperanza, y por eso la relación con Dios se torna comprometida, expresiva y emotiva.
Decía, por ejemplo, Marta de Rais sobre la fe de Santa Bernardita: “Su devoción hacia la Virgen se manifestaba en la oración. ¡Había que oírle recitar el Avemaría! ¡Qué acento de piedad, sobre todo cuando pronunciaba estas palabras: ‘¡Pobres pecadores!’” (el Avemaría, en francés, incluye ese “pobres” que no existe ni en latín ni en español).
Los santos de ayer y de hoy siempre se refieren a la importancia de la devoción. San Francisco de Asís decía: “Hay que trabajar fiel y devotamente, sin apagar el espíritu de la santa oración y devoción, al cual han de servir las otras cosas temporales”.
Sobre la devoción a María dice San Josemaría Escrivá de Balaguer: “Si estás orgulloso de ser hijo de Santa María, pregúntate: ¿cuántas manifestaciones de devoción a la Virgen tengo durante la jornada, de la mañana a la noche?” Y Juan Pablo II, por su parte, decía: “Mi manera de concebir la devoción a la Madre de Dios se transformó. Si antes estaba convencido que María nos conduce a Cristo, actualmente comienzo a comprender que Cristo también nos conduce a su Madre”.
En la vida cristiana no se puede expresar la fe de manera fría y rutinaria, porque cuando somos alcanzados por la gracia de Dios, cuando somos tocados por el amor de Dios, se siente el impulso de expresar todo nuestro cariño y de corresponder al infinito amor de parte de Dios.
Eso es lo que expresan las oraciones de tantos santos que le hablan al Señor con emoción y devoción. La fe llega a experimentarse no como una cuestión de cumplir, sino de vivir en el amor. Por eso, en la enfermedad, en la tristeza y en el cansancio, cuando no puedas decirle nada a Dios, ámalo.
Se cuenta que Céline le dijo a su hermana Santa Teresita, poco antes de morir: “Deberías intentar dormir”. - “No puedo, sufro demasiado. Pero rezo”, respondió Teresita. “¿Y qué le dices a Jesús?” - “No le digo nada. Le amo”.
Un sacerdote escritor expresaba que a la hora de su muerte gustoso cambiaría todos los libros que había escrito, todas las obras que había hecho, a cambio de los méritos de una sola Avemaría rezada con devoción.
Aunque seamos criticados y señalados de fanatismo no dejemos de expresar nuestro amor al Señor. No reprimamos este cariño y cuando recibamos a Jesús en la hostia consagrada hagamos nuestra la piedad de esta oración: “Yo quisiera, Señor, recibirte con aquella pureza, humildad y devoción con que te recibió tu Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos”.
Que tengamos como referente, para expresar nuestro amor a Dios, la confesión de amor de San Francisco Javier: “Te amo no porque puedas darme el cielo o condenarme al infierno, te amo porque eres mi Dios”. Y la impresionante forma de manifestar el amor a Dios del Santo Cura de Ars:
“Te amo, Oh mi Dios. Mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida. Te amo, Oh infinitamente amoroso Dios, y prefiero morir amándote que vivir un instante sin ti. Te amo, oh mi Dios, y mi único temor es ir al infierno porque ahí nunca tendría la dulce consolación de tu amor. Oh mi Dios, si mi lengua no puede decir cada instante que te amo, por lo menos quiero que mi corazón lo repita cada vez que respiro…”.