El consuelo siempre viene de Dios
Por: Mons. José Rafael Palma Capetillo | Fuente: Semanario Alégrate

Sufrir, dejarlo todo, soportar pruebas, perder lo que teníamos, o sentirnos abandonados, va dejando notablemente algunos vacíos que a veces permanecen en el recuerdo. La bienaventuranza nos hace proclamar con el salmista: “Sólo en Dios descansa mi alma” – salmo 61–, porque únicamente él puede llenar el corazón y sanar todas las heridas.
“La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar alegría” (Papa FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 7; cf PABLO VI, Gaudete in Dómino, 22). ‘¡Ay de aquellos que buscan falsos consuelos!’ (cf Lc 6,25), porque la sensación de vacío y soledad será más fuerte y pesada.
A muchos consta –dice Raniero Cantalamessa– que, en esta vida, placer y dolor son inseparables, se suceden el uno al otro. El placer ilícito es engañoso, porque ofrece lo que no puede dar en realidad; antes de ser gustado, da la apariencia de ofrecerte lo infinito y duradero; pero una vez consumado, te encuentras con las manos vacías. En cambio, los placeres naturales y legítimos van siempre acompañados de pruebas y dolores, de renuncias y sacrificios, que se dan en el contexto benevolente del amor. Resucitado de entre los muertos, Cristo inauguró un nuevo género de placer: el gozo que no precede al dolor, como su causa; sino que lo sigue, como su fruto. Y no sólo el placer meramente espiritual, sino también todo placer honesto, como la sana alimentación, como el hombre y la mujer en la procreación (en la unión conyugal), como en el arte y la belleza de la naturaleza, como al compartir la amistad, como disfrutar la conclusión de una obra y así toda alegría que procede del deber cumplido. Por lo tanto, el placer legítimo, no el sufrimiento, es el que tiene la última palabra, porque mantiene la unión con Dios. No es sólo la felicidad de los sentidos, sino de un bienestar íntegro y duradero de toda la persona. Se proclama bienaventurados a los que lloran o están afligidos, porque se hacen más maduros, más comprensivos, más humanos. (cf Raniero CANTALAMESA, Las bienaventuranzas evangélicas, 29-42).
Al respecto, el Papa Francisco subraya que: “Es curioso, pero muchas veces tenemos miedo de ser consolados. Es más, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Saben ustedes por qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas; en cambio, cuando somos consolados, el Espíritu Santo es el protagonista” (Papa FRANCISCO, Ángelus, 7 diciembre 2014).
El evangelio no rechaza al que goza durante esta vida; se puede decir que los términos alegría y fiesta aparecen con frecuencia en el mensaje bíblico. Pero la verdadera dicha y el consuelo Dios los concede, incluso a los que ‘lloran’. Llorar para ser consolados esa es la dicha perfecta, que expresa la tercera bienaventuranza. No sólo llorar con desconsuelo, ni pretender un falso gozo, escapando de las pruebas o dificultades, sino orar y encontrar nuestro consuelo en Dios.
El sufrimiento, que con frecuencia va acompañado del llanto, siempre encontrará el mayor consuelo en el misterio del amor de Jesús, quien dio su vida por nosotros. Así proclamamos, con Jesús, cuando cumplimos nuestra misión y anunciamos la caridad, al visitar a los enfermos y asistir a los que sufren: ¡Dichosos ustedes, los que sufren y los que los acompañan, porque ya, desde ahora, son consolados por Dios!
Contamos con el valioso ejemplo de la Virgen María, en sus inmensos e incomparables dolores, su llanto soportados con amor, su ‘espada que le atraviesa el alma’ (cf Lc 2,35). Ella en todo momento de prueba, y especialmente al pie de la cruz es la madre de toda esperanza. A ella, modelo y protectora de las personas consagradas, suplicamos su intercesión para que Cristo nos ayude a encontrar en él la fuente de todo alivio y consuelo.