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Sembrar con esperanza
Minuto a minuto, con la mano abierta, en el surco de la vida, ¡siembra!


Por: Mons. Jorge Carlos Patrón Wong | Fuente: Semanario Alégrate



Viendo la situación de nuestra sociedad y de nuestras familias nos llegamos a preocupar por la falta de resultados, por el estancamiento en el que nos encontramos y por los escenarios que se vislumbran oscuros.

Este tipo de pronósticos nos abruman y eclipsan nuestra atención, llevándonos al pesimismo y la desesperanza. Por eso, es necesario recuperar y aplicar, como cristianos, una mirada de fe a esta realidad que de suyo es desafiante.

El hombre moderno tiene sus cálculos y su palabra para interpretar la realidad, pero la palabra de Dios no dejará de cumplirse, pues es como la lluvia que empapa la tierra y como la semilla que se siembra en el campo. Cuánta esperanza nos da y cuánto bien nos hace la visión del profeta Isaías sobre el efecto que produce la palabra de Dios que permanentemente se dirige al hombre:

“Como bajan del cielo la lluvia y la nieve y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, a fin de que dé semilla para sembrar y pan para comer, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí sin resultado, sino que hará mi voluntad y cumplirá su misión”.

Se trata de una convicción que jamás debemos descuidar, a pesar de la complejidad de los tiempos. La palabra de Dios es viva y eficaz; se parece a una semilla que cuando se alberga en el corazón del hombre tiene el poder de dar frutos de paz, justicia y amor.



Partiendo del poder que tiene la palabra de Dios, tenemos que reconocer, en todo caso, que nos ha faltado sembrar a tiempo y a destiempo, asegurándonos que la palabra llegue a todos los hombres. Una Iglesia en salida, como nos pide el Papa Francisco, implica socorrer al necesitado y ponernos en camino para alcanzar a los más alejados, así como sembrar incansablemente la semilla de la palabra de Dios.

Si Isaías nos transmite la certeza de una cosecha abundante, cuando dice el Señor: “la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí sin resultado…”, Jesucristo en el evangelio enfatiza el derroche del sembrador que no deja de sembrar a su paso la semilla del reino de Dios.

Jesús nos invita a no cansarnos nunca de sembrar y no dar nada por perdido. Hay que confiar en el poder de la semilla que con tanto cariño se siembra en el corazón de los hombres. Y una vez que se siembra nos toca saber esperar el fruto y sorprendernos porque a veces, en medio de una roca aparece un arbusto, en medio incluso del asfalto florece la vida.

Cuando se trata del bien de los hermanos, por alguna hendidura misteriosa se abre paso la semilla para florecer en el corazón de los hombres. Con nuestro cuidado y nuestro cariño esa semilla puede florecer, aun en condiciones hostiles.

Si nos dedicamos a sembrar, como Jesús lo presenta en la parábola del evangelio, el fruto será abundante. Para una tierra desértica y difícil como Palestina, hablar de los porcentajes que maneja Jesús resulta sorprendente: “unos, el ciento por uno; otros el sesenta; y otros, el treinta”. La cosecha, que únicamente asegura el Señor, desborda nuestros cálculos más optimistas. El llamado, por lo tanto, es a sembrar y no cansarnos de hacerlo porque Dios es el que da el fruto.



Tengamos en cuenta, siguiendo la intuición de la palabra de Dios, que si no se siembra no hay cosecha. La cosecha no aparece como por arte de magia, sino que depende de nuestro compromiso, de la semilla que podamos esparcir a nuestro alrededor. Por lo tanto, para que llegue esa cosecha abundante que tanto deseamos para la Iglesia, la familia y la sociedad, en las circunstancias actuales, tenemos que seguir sembrando.

Si queremos que nuestra familia sea mejor el día de mañana, que la Iglesia y la sociedad florezcan, no dejemos de sembrar sabiendo que esa semilla en apariencia diminuta producirá frutos abundantes.

Además de comprometernos en la siembra para aguardar la cosecha tan necesaria en estos tiempos complejos, demos gracias a Dios por todos los sembradores, por todas las personas que han sembrado en la familia, en la Iglesia y en la sociedad. Hay que reconocer y agradecer la labor de nuestros padres, abuelos, familiares, catequistas, maestros, sacerdotes, religiosas y formadores que han sembrado en nuestro corazón a lo largo de la vida.

Asimismo, demos gracias a Dios por habernos elegido para ser sembradores y por habernos enseñado que, a pesar de los obstáculos, todas las semillas, tarde o temprano, producen su fruto. Encomendemos esta misión a la Virgen del Carmen que hoy surca nuestros mares y meditemos en la canción del P. Germán Pravia que resume hermosamente la encomienda que nos hace el Señor:

“Minuto a minuto, con la mano abierta, en el surco de la vida, ¡siembra! Deja caer el grano, entrega al mundo tu ofrenda, como el Sembrador Divino, ¡siembra! Nada se pierde de lo que se entrega; el Señor cosecha, tú, ¡siembra! No importa que nunca el fruto en sazón veas; tú sólo eres instrumento: ¡siembra! Entrégate siempre, no te detengas. A cada momento, ¡siembra! Y cuando la semilla hecha planta florezca habrá dos motivos: Dios y tu siembra”.







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