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«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único»
Reflexión del domingo de la Santísima Trinidad - Ciclo A


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17).

Tras celebrar el domingo pasado la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia el día de Pentecostés, en el día de hoy la Iglesia nos regala un día para contemplar al Señor como Comunidad de Tres Personas que viven en perfecta relación armónica de amor. Así, ya a través del Salmo Responsorial, tomado del libro del Profeta Daniel, que rezamos en la liturgia de la Palabra en la Eucaristía de hoy, se nos hace una invitación a alabar y a bendecir al Señor: «Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, loado, exaltado por los siglos. Bendito tu nombre santo y glorioso, loado, exaltado por los siglos» (Dn 3,52).

Pero hoy me llenan los versículos del Evangelio que dan título a esta reflexión, «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17), porque nos manifiesta que Dios se dona hasta el extremo por amor a cada uno de nosotros. No es que tengamos que ir nosotros en su búsqueda, sino que es el mismo Dios el que viene a nuestra casa: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). El Señor viene en nuestra búsqueda para introducirnos en su familia. Dios, que es amor, nos ama tanto hasta darse por entero a cada uno de nosotros para que, perteneciendo de forma adoptiva y participativa a su Familia, vayamos a manifestar al mundo esta realidad tan certera: “No hay mayor felicidad que la de ser y vivir como Hijo de Dios”.

Dios quiere hacer de nosotros Hijos suyos por el Espíritu Santo en Cristo: «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados» (Rm 8,14-17).

Tal y como nos dice el Papa Emérito S. S. Benedicto XVI: «La Teología y la espiritualidad de la Navidad usan una expresión para describir este hecho: hablan de admirabile commercium, es decir, de un admirable intercambio entre la divinidad y la humanidad. San Atanasio de Alejandría afirma: «El Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios» (De Incarnatione, 54, 3: PG 25, 192), pero sobre todo con San León Magno y sus célebres homilías sobre la Navidad esta realidad se convierte en objeto de profunda meditación. En efecto, el Santo Pontífice, afirma: «Si nosotros recurrimos a la inenarrable condescendencia de la divina misericordia que indujo al Creador de los hombres a hacerse hombre, ella nos elevará a la naturaleza de Aquel que nosotros adoramos en nuestra naturaleza» (Sermón 8 sobre la Navidad: CCL 138, 139). 



El primer acto de este maravilloso intercambio tiene lugar en la humanidad misma de Cristo. El Verbo asumió nuestra humanidad y, en cambio, la naturaleza humana fue elevada a la dignidad divina. El segundo acto del intercambio consiste en nuestra participación real e íntima en la naturaleza divina del Verbo. Dice San Pablo: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial» (Ga 4, 4-5). La Navidad es, por lo tanto, la fiesta en la que Dios se hace tan cercano al hombre que comparte su mismo acto de nacer, para revelarle su dignidad más profunda: la de ser hijo de Dios. De este modo, el sueño de la humanidad que comenzó en el Paraíso -quisiéramos ser como Dios- se realiza de forma inesperada no por la grandeza del hombre, que no puede hacerse Dios, sino por la humildad de Dios, que baja y así entra en nosotros en su humildad y nos eleva a la verdadera grandeza de su ser» (Audiencia de Benedicto XVI del 4 de enero de 2012).

Como dirá San Pablo: «En verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir -; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,7-8). Porque el Señor nos conoce y no nos desprecia, no se escandaliza, no nos descarta, sino que nos ama, y nos quiere para Él. Así, nos invita a tener un corazón agradecido por tantos dones que nos concede diariamente, pero sobre todo, por el don de la Fe, y el don de Sí mismo, que es el mayor tesoro que se puede recibir en la vida. Un tesoro que llevamos en vasos de barro (2 Co 4,7) y que estamos llamados a defender ante los ataques cotidianos del maligno, que ofreciéndonos trampas disfrazadas de soluciones fáciles, de descanso, nos conducen a la muerte y al vacío (Rm 6,23). 

Es una buena noticia que me llena de alegría y de estupor. El Señor nos ama y nos invita nuevamente a acoger hoy este don, que es Él mismo. Mientras rezo y medito estas palabras de San Pablo, vienen a mi mente y a mi corazón otros versículos de San Pablo que me producen dolor, vergüenza y, al mismo tiempo, me invitan a darle gracias al Señor por tan gran amor: «¡Oh insensatos gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros, a cuyos ojos fue presentado Jesucristo crucificado? Quiero saber de vosotros una sola cosa: ¿recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por la fe en la predicación? ¿Tan insensatos sois? Comenzando por espíritu, ¿termináis ahora en carne?» (Gal 3,1-3).

Si el Señor ha venido para que tengamos vida, y vida en abundancia (Jn 10,10), ¿por qué seguir engañado viviendo tras los ídolos. Hoy el Señor pronuncia una palabra clave para nuestra vida: «Huid de la idolatría» (1 Co 10,14). 

Porque no reside la felicidad en ser amado, en ser tenido en cuenta, en que se haga la propia voluntad, en tener dinero, placer o poder. La felicidad auténtica reside en amar como ama Dios, en vivir como Hijos de Dios. Así, decía S. S. el Papa Emérito Benedicto XVI: «La prueba más fuerte de que estamos hechos a imagen de la Trinidad es ésta --aclaró--: sólo el amor nos hace felices, pues vivimos en relación, y vivimos para amar y para ser amados» (S.S. Benedicto XVI, Ángelus 7 de junio de 2009). 



No hay palabras para agradecer tanta gracia, tanto amor como el que no cesa de revelar el Señor con cada uno de nosotros. El Señor nos llama a SER UNO CON ÉL, para que, como decía la Madre Teresa de Calcuta con la oración del Santo Cardenal Newman: «¡Quien me vea a mí, que te vea a ti!», y viendo a Cristo, conozcan al Padre, porque dice Cristo: «El Padre y Yo somos uno» (Jn 10,30); «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). 

Decimos todos los días al rezar la frase: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo», y estamos tan acostumbrados a decirla que a lo mejor se nos pasa sin tomar conciencia de la profundidad de su significado. Porque el dar gloria a Dios es la meta de nuestra vida cristiana. Con nuestra vida concreta, con la ayuda de Dios, darle gloria. Y le damos gloria cuando amamos a Dios y al prójimo crucificados con Cristo, SIENDO UNO CON ÉL, sabiendo que nos llama a participar de su Gloria como Hijos en la Vida Eterna: «Ilumine los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero» (Ef 1,18-21).

Por eso, hoy es un día para contemplar a Dios en Cristo, y para seguir profundizando en el proceso de conversión hasta llegar a SER UNO CON ÉL, para amar como Él. Como dice San Pablo: «Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,19-20). Feliz Domingo de la Santísima Trinidad.







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