Homilía de Pentecostés 2023
Por: P. Eugenio Martín Elío, LC | Fuente: Catholic.net
Los dos últimos años que viví en México estuve en la península de Yucatán, zona donde predominan los indígenas y las tradiciones de la cultura maya. Una costumbre que me llamó mucho la atención -y que nadie me supo explicar- es la de cubrir sus cruces durante el periodo de pascua con un huipil. Siendo el huipil maya una prenda femenina tan florida y característica de la región, me pareció un gesto lleno de ternura y de fascinación, que yo asocié desde la primera vez que lo vi con la fecundidad y la paz que nos trae el Espíritu Santo, quien realiza una nueva creación.
Ciertamente el Espíritu Santo es conocido como el Paráclito. “No os dejaré huérfanos -dice Jesús- vendré a vosotros… Y rogaré al Padre, que os dará otro Consolador” (Jn 14, 18). ¿Por qué pueden aparecer en nosotros sentimientos de orfandad?, ¿de qué nos tiene que consolar Dios? Posiblemente del desaliento, la desilusión y el desánimo que nos embarga como a los discípulos de Emaús cuando iban de regreso del Calvario.
Porque parece que ya Cristo no está con nosotros y nos ha dejado solos con una misión inmensa. “Y nos dejas Pastor santo…” rezábamos con la poesía de Fray Luis el día de la Ascensión. Porque parece que el mundo es un cementerio de huesos y de cadáveres ambulantes, contemplábamos en la tercera lectura de la vigilia de ayer, recordando la visión del profeta Ez 37. Porque parece, en definitiva, que el demonio siempre nos da una paliza en nuestra lucha contra el pecado. Casi como si estuviéramos en un combate con Mike Tyson. “Mira el poder del pecado cuando tú no envías tu aliento” hemos cantado en la secuencia de la liturgia de Pentecostés.
No es así; el pecado no tiene la última palabra. Según la tradición en el último grito que lanzó Cristo desde la Cruz se escuchó la palabra “Imma”, que pudiera ser creíble en cuanto los seres humanos solemos invocar a nuestra madre cuando estamos en el lecho del sufrimiento. Ciertamente lo que sí consta en el texto bíblico es que Cristo “dio un grito y entregó el Espíritu”. (Mt 27, 50). El Espíritu, donado por el Cristo pascual, crucificado en la cruz y resucitado en las apariciones, es el principio de una nueva creación y una nueva humanidad.
Es una creación que se realiza a través del perdón de los pecados. Los huesos secos vuelven a tomar vida gracias al Espíritu. El resucitado, al mismo tiempo que desea la paz, muestra las heridas de amor que le han causado el pecado y la muerte: “les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn 20, 20). Por eso san Pablo en la carta a los corintios nos recuerda hoy que nadie puede decir “Jesús es el Señor” y alcanzar la salvación sino por el Espíritu Santo.
La experiencia del perdón de los pecados (en su fórmula neotestamentaria “afésis hamartíon”) se vive y entiende sólo dentro de una comunidad cristiana que ha hecho la experiencia de Cristo Resucitado. En el mismo Gloria, que acabamos de cantar, dos veces seguidas se habla del “cordero de Dios que quita los pecados del mundo”. Y al final del credo de los apóstoles se proclama el perdón de los pecados, por lo cual reconocemos a Cristo como “El Señor”.
Recuerdo que, cuando hice los estudios de teología en Roma, haciendo la exégesis de la carta a los romanos, me impresionó mucho la presentación de Cristo como expiatorio en su sangre del texto Rom 3, 25-26. Como dice el teólogo Karl Barth, Dios se hace justo y realiza nuestra justificación en cuanto nos hace semejantes a Él, que es el expiatorio o propiciatorio (“kaporet” en hebreo era la cobertura del arca de la alianza). Dios revela a Cristo para ser justo, para así realizar su fidelidad, su justicia, su redención. Enviando a su Hijo ha realizado la justificación, de los que nacen en la fe.
“El mismo Espíritu que resucitó a Jesús también dará vida a nuestros cuerpos mortales, que están muertos por el pecado” (Cfr. Rom 8, 11 y 10). Cuando un alma se deja poseer por el Espíritu Santo se llena de paz y supera todos los temores e insidias del Maligno. Con frecuencia éste nos tienta y paraliza con el miedo al sufrimiento, y sobre todo con el desaliento frente a nuestros pecados, los personales y los de nuestras instituciones eclesiales… No por nada el pecado contra el Espíritu Santo es la desesperanza.
Pero cuando nos dejamos poseer por el Espíritu, como confesaba Ángela de Foligno “no me es posible ahora tener tristeza alguna de la Pasión. Todo mi gozo está ahora en este Dios-hombre doliente” (Memorial VI, 6). “Ángela, ve y desea ver aquel cuerpo muerto por nosotros y acercarse a él. Sin embargo, siente grandísima alegría de amor sin dolor de la Pasión… Yo comprendía cómo aquel cuerpo ha sido crucificado, atormentado y lleno de oprobios. Comprendía maravillosamente aquellas penas, injurias y desprecios; pero en nada me hacían sufrir, antes bien me causaban inenarrable gozo. Me quedé sin habla y pensé morir. El seguir viviendo me causaba grande pena por no alcanzar inmediatamente aquel bien inefable que yo veía. La visión duró tres días sin interrupción. No me impedía comer ni cosa alguna… Cuando oía hablar de Dios no lo podía soportar por el deleite inmenso que encontraba en él”. (Memorial, VII, 2-3).
Quizás sea por eso que llamamos al Espíritu Santo el Consolador y nos unimos en oración junto con María, la Reina de los apóstoles, para recibir como ellos la fuerza de lo alto que nos permitirá dar testimonio y seguir extendiendo su Reino en el mundo. “Envía, Señor, tu Espíritu. Y renovarás la faz de la tierra”. Amén