Catequesis. La pasión por la evangelización: el celo apostólico del creyente 13. Testigos: san Francisco Javier
Por: Papa Francisco | Fuente: Vatican.Va
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Prosiguiendo nuestro itinerario de la Catequesis con algunos modelos ejemplares de celo apostólico… recordemos que estamos hablando de evangelización, de celo apostólico, de llevar el nombre de Jesús, y hay muchas mujeres y hombres en la historia que lo han hecho de manera ejemplar. Hoy, por ejemplo, elegimos a san Francisco Javier, que es considerado, dicen algunos, como el más grande misionero de los tiempos modernos. Pero no se puede decir quién es el más grande, quién es el más pequeño... Hay tantos misioneros ocultos, que incluso hoy, hacen mucho más que san Francisco Javier. Y Javier es el patrón de las misiones, como santa Teresa del Niño Jesús. Pero un misionero es grande cuando va. Y hay muchos, muchos, sacerdotes, laicos, monjas, que van a las misiones, también de Italia, y muchos de ustedes. Cuando, por ejemplo, me presentan la historia de un sacerdote candidato a obispo: pasó diez en la misión de tal lugar... esto es grande, salir de la patria para predicar el Evangelio. Es el celo apostólico. Y esto debemos cultivarlo mucho. Y mirando la figura de estos hombres, de estas mujeres, aprendemos.
San Francisco Javier nace de una familia noble pero empobrecida de Navarra, en el norte de España, en 1506. Va a estudiar a París ?es un joven de mundo, inteligente, capaz?. Allí encuentra a Ignacio de Loyola que le da ejercicios espirituales y le cambia la vida. Y deja toda su carrera mundana para hacerse misionero. Se hace jesuita, toma sus votos. Luego se convierte en sacerdote, y va a evangelizar, enviado a Oriente. En aquella época los viajes de los misioneros a Oriente... era enviarlos a mundos desconocidos. Y él va, porque estaba lleno de celo apostólico.
Inicia así, en los tiempos modernos, el primero de un numeroso grupo de misioneros apasionados, preparados para soportar fatigas y peligros inmensos, a alcanzar tierras y encontrar pueblos con culturas y lenguas completamente desconocidas, impulsados sólo por el fortísimo deseo de dar a conocer a Jesucristo y su Evangelio.
En poco más de once años realizará una obra extraordinaria. Fue misionero durante once años más o menos. Los viajes en nave en aquella época eran durísimos, y peligrosos. Muchos morían en el viaje por naufragios o enfermedades. Hoy desgraciadamente mueren porque les dejamos morir en el Mediterráneo... Javier pasa en las naves más de tres años y medio, un tercio de la duración de su misión. En los barcos pasa más de tres años y medio, yendo a la India, y luego de la India a Japón.
Al llegar a Goa, en la India, la capital del Oriente portugués, la capital cultural y también comercial, Javier pone su base, pero no se detiene allí. Va a evangelizar a los pobres pescadores de la costa meridional de la India, enseñando catecismo y oraciones a los niños, bautizando y cuidando a los enfermos. Después, durante una oración nocturna ante la tumba del apóstol san Bartolomé, siente que debe ir más allá de la India. Deja en buenas manos el trabajo que ya había iniciado y zarpa con valentía hacia las Molucas, las islas más lejanas del archipiélago indonesio. Para esta gente no había horizontes, iban más allá... ¡Qué valor tenían estos santos misioneros! También los de ahora, aunque no van en barco durante tres meses, van en avión durante 24 horas, pero cuando llegan allí es lo mismo. Hay que estar allí, y recorrer tantos kilómetros, internarse en los bosques... Y Javier, en las Molucas, pone en verso y en el idioma local el catecismo y enseña a cantar el catecismo, que con el canto se aprende mejor. Por sus cartas entendemos bien cuáles eran sus sentimientos. Escribe: «Los peligros y los sufrimientos, aceptados voluntariamente y únicamente por amor y servicio de Dios nuestro Señor, son ricos tesoros de grandes consolaciones espirituales. ¡Aquí dentro de algunos años uno podría perder los ojos por demasiadas lágrimas de alegría!» (20 de enero de 1548). Lloraba de alegría al ver la obra del Señor.
Un día, en India, se encuentra con un japonés, que le habla de su lejano país, donde ningún misionero europeo había ido antes. Y Francisco Javier tenía la inquietud del apóstol, ir más lejos, más allá, y decide partir lo antes posible, y llega después de un viaje lleno de aventuras en el junco de un chino. Los tres años en Japón son durísimos, por el clima, las oposiciones y el desconocimiento de la lengua, pero también aquí las semillas plantadas darán grandes frutos.
El gran soñador, Javier, en Japón entiende que el país decisivo para la misión en Asia era otro: China, que con su cultura, su historia, su grandeza, ejercía de hecho un predominio en toda esa parte del mundo. También hoy, China es un polo cultural, con una gran historia, una hermosa historia... Por eso vuelve a Goa y poco después se embarca de nuevo esperando poder entrar en China. Pero su plan fracasa: muere a las puertas de China, en una isla, la pequeña isla de Sancián, frente a las costas de China esperando en vano poder desembarcar en tierra firme cerca de Cantón. El 3 de diciembre de 1522, muere en completo abandono, sólo un chino junto a él a velarle. Así termina el viaje terreno de Francisco Javier. Había envejecido, ¿cuántos años tenía? ¿Ochenta ya? No... Tenía solamente cuarenta y seis años, había pasado su vida en la misión, con celo. Dejó la culta España y llegó al país más culto del mundo en aquel momento, China, y murió ante la gran China, acompañado de un chino. ¡Todo un símbolo!
Su intensa actividad estuvo siempre unida a la oración, a la unión con Dios, mística y contemplativa. Nunca abandonó la oración, porque sabía que ahí reside la fuerza. Dondequiera que estaba, cuidaba mucho de los enfermos, los pobres y los niños. No era un misionero "aristocrático": siempre iba con los más necesitados, los niños que más necesitaban educación, catequesis, los pobres, los enfermos... Iba hasta las fronteras de la asistencia donde creció en grandeza. El amor de Cristo fue la fuerza que lo llevó hasta los confines más lejanos, con continuas fatigas y peligros, superando fracasos, decepciones y desánimos, más aún, dándole consuelo y alegría para seguirlo y servirlo hasta el final.
Que san Francisco Javier que hizo esta gran cosa, en tal pobreza, y con tal valentía, nos dé un poco de este celo, de este celo para vivir el Evangelio y anunciar el Evangelio. A muchos jóvenes de hoy que tienen algo de inquietud y no saben qué hacer con esa inquietud, le digo: Miren a Francisco Javier, miren el horizonte del mundo, miren a los pueblos tan necesitados, miren a tanta gente que sufre, a tanta gente que necesita a Jesús. Y vayan, tengan coraje. También hoy hay jóvenes valientes. Pienso en tantos misioneros, por ejemplo, en Papúa Nueva Guinea, pienso en amigos míos, jóvenes, que están en la diócesis de Vanimo, y en todos los que han ido a evangelizar en la línea de Francisco Javier. Que el Señor nos dé a todos la alegría de evangelizar, la alegría de llevar adelante este mensaje tan hermoso que nos hace felices a nosotros y a todos.
Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Señor que envíe su Espíritu Santo sobre nosotros para que, como san Francisco Javier, seamos fieles discípulos y misioneros de su Evangelio, hasta los confines de la tierra. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestro itinerario de catequesis sobre los testigos del Evangelio, hoy encontramos a san Francisco Javier. Este santo español es patrono de las misiones, junto con santa Teresita de Lisieux. Francisco nació en Navarra y realizó sus estudios universitarios en París. Allí conoció a Ignacio de Loyola, quien lo acompañó en la experiencia de los Ejercicios espirituales. El encuentro con Cristo que tuvo durante esos días le cambió la vida.
Años después, Ignacio, Francisco y otros amigos formaron la “Compañía de Jesús”, y se pusieron a disposición del Papa para atender las necesidades más urgentes de la Iglesia en el mundo. Enviado a la India como Nuncio apostólico, Francisco Javier realizó una labor evangelizadora extraordinaria, catequizando a los niños, bautizando y atendiendo a los enfermos. Su celo apostólico lo impulsaba a ir siempre más allá de lo que conocía, y así viajó a otros lugares de Asia, como las Islas Molucas y Japón, hasta morir con el deseo de anunciar el Evangelio en China.