El sacerdote no puede perderse lo mejor del pueblo de Dios
Por: Pbro. José Juan Sánchez Jácome | Fuente: Semanario Alégrate
Siempre habrá pendientes, ocupaciones y pretextos que justifiquen nuestro activismo, por lo que si no sabemos sustraernos de esa realidad caótica terminaremos marcados por tensiones que le darán un toque sombrío a nuestra vida, y de las que no podremos salir.
De ahí la necesidad de aprender a despegarnos de esta realidad -que puede incluso llegar a enfermarnos y quitarnos la alegría-, a fin de buscar momentos para estar con Dios a través de la oración. No se trata únicamente de robarle apresuradamente unos cuantos minutos al día o a la semana para estar en presencia de Dios, sino ser cuidadosos de la vida espiritual, tomando días de retiro o incluso semanas de ejercicios espirituales.
Los prelados españoles, Mons. José Antonio Satué, obispo de Teruel y Albarracín, y el P. Germán Arana sj, predicadores de los ejercicios espirituales ignacianos que tuvimos los sacerdotes de Xalapa, nos motivaron a aprovechar esta semana de oración haciéndonos ver que hay que arrancarse un poco de su lugar y tareas habituales para juntar el alma con Dios.
En una semana dedicada única y exclusivamente al Señor, a través de un silencio riguroso, fue trabajando el Espíritu de Dios en nuestros corazones para llevarnos con gozo a la raíz de nuestra vocación sacerdotal.
Cuando a veces pesan tanto los criterios de este mundo que nos hacen vernos tan pequeños, o cuando incluso llegamos a compararnos con otras vocaciones dentro de la Iglesia, reconocimos con sorpresa y entusiasmo, como nos decía el P. Germán, que la vida del sacerdote diocesano es una vida maravillosa, quizá la más parecida a la vida de Jesús, porque es una vida que lo ubica en medio del pueblo de Dios. Aprendemos a ser sacerdotes viendo cómo Jesús pasa en medio del pueblo haciendo tanto bien a las personas.
El sacerdote entra en lo escondido de los dolores y fracasos de la gente, en su pecados y dificultades, llegando a convertirse en padre de una comunidad, especialmente de las personas y familias destruidas que no tienen a nadie.
Este es quizá uno de los rasgos más esenciales de la espiritualidad sacerdotal, por lo que hasta de manera negativa Mons. Satué nos lo hacía ver cuando planteaba que el sacerdote alejado de la gente se pierde lo mejor del pueblo de Dios.
Por lo tanto, la felicidad del sacerdote está en el mero ejercicio del ministerio. No está en el cargo, en la carrera eclesiástica o en otras compensaciones.
De esta forma, el sacerdote no es un agente de piedad, ni un operario de la Iglesia, ni un distribuidor de servicios pastorales, sino un testigo del amor de Dios, plantado en la comunidad cristiana.
Los santos han presentado de manera sublime la grandeza del sacerdocio, no para hablar en términos de poder o de importancia, sino para poner el acento en la nobleza de esta vocación. Bastaría para este propósito detenernos en dos gracias que el Señor nos ha concedido, como señalaba el P. Germán: tener el regalo de hacer presente a Dios en nuestras manos, y el regalo de llegar a ver a Jesús en la vida de los fieles.
No es únicamente la satisfacción del bien que hacemos a las personas, ni la alegría de ver cómo tantos hermanos componen sus vidas al aceptar al Señor, sino llegar a reconocer a Dios en el testimonio alegre de los hermanos.
También encontramos a Dios en la humildad y sinceridad de los hermanos cuando reconocen sus propios pecados. Por eso, planteaba el padre jesuita, negarnos a esta percepción de ser necesitados de la redención del Señor nos colocaría en una falsedad, ya que el pecado no es un tema médico o psicológico, sino una realidad trágica de la que sólo el Señor nos puede salvar.
La realidad del pecado solo la transforma el Señor, por lo que tenemos que aceptar la necesidad de ser redimidos y reconstruidos por el amor del Señor.
El P. Germán compartía el testimonio de un sacerdote que después de confesar a tanta gente llegaba a decir: “Yo soy peor que todas esas personas”. Una cosa parecida respondía Benedicto XVI cuando le preguntaban sobre los pecados de los sacerdotes: “Tengo que considerar mis propios pecados y pedirle a Dios no ser peor que los demás”.
Ante nuestras historias de pecado hay que reconocer que en Dios está el triunfo, la fuerza y el poder. Nada de acobardarnos, humillarnos sí cuando sea necesario, pero nada de acobardarse. A veces las caídas se convierten en ventanas donde se manifiesta la gloria de Dios y también nos hacen más humildes y comprensivos con los demás.
Agradeciendo a Dios la experiencia de los ejercicios espirituales, quisiera señalar puntos que recomendaron los predicadores. En primer lugar, no impedir ni aplazar el triunfo de Dios en nuestra vida.
En segundo lugar, retomar el seguimiento del Mesías siervo que nos convida a caminar hacia la cruz. Es un camino alternativo donde ganar es perder, y subir es bajar, no por buscar el sufrimiento, sino porque es el camino del amor. Solo así podremos entender que el amor es disponibilidad a que los demás tomen de ti lo que necesitan, como Jesús que los amó hasta el extremo y que se vació completamente por los demás.
En tercer lugar, reconocer que la oración no puede girar únicamente en los propios problemas y deseos, sino que la oración sacerdotal es intercesión por el pueblo que se nos ha confiado. En la oración hay que acoger al Dios de las consolaciones y no las consolaciones de Dios. No podemos quedarnos en los estadios de consolación porque nuestra meta es Dios, no lo que nos da.
En cuarto lugar, no olvidar que no somos nada sin la Iglesia. Muchas veces llegamos a decir que somos muy pequeños (por pura presunción), pero vivimos como si fuéramos omnipotentes, como si no necesitáramos de nadie.
En quinto lugar, considerar la profundidad del misterio de la cruz, pues sus brazos son largos y alcanzan a los hombres hasta los abismos más profundos, para que en nuestro sacerdocio -y delante de sufrimientos terribles- no dejemos de proponer la medicina de la cruz. A ejemplo de María -Stabat Mater-, hay que estar de pie, firme, dignamente, cuando nos toque padecer y acompañar el sufrimiento de nuestro pueblo.
Finalmente, me gustaría declarar que no me quiero perder lo mejor del pueblo de Dios, pues también se aplican a Xalapa las palabras de Mons. Luis Quinteiro, obispo de TuiVigo:
“La más extraordinaria riqueza de nuestra diócesis es la vida y el testimonio de nuestros fieles cristianos... Por todas partes, donde menos lo esperas, aparece alguien que te sorprende por su bondad y que te cautiva por la frescura de su fe”.