Los bienes y las exigencias del amor conyugal
Por: Mons. José Rafael Palma Capetillo | Fuente: Semanario Alégrate
Desde el principio de la humanidad, Dios bendijo la unión conyugal del hombre y la mujer, unidos en el amor fiel, el cual pide ser benévolos el uno para con el otro. Así sucedió desde que Adán admiró a Eva como “carne de mi carne, y hueso de mis huesos” (Gn 2,23), refiriéndose tanto a lo que se ve como también a la estructura interna, que abarca la osamenta y además lo que hay en el interior, incluyendo la conciencia y el alma. El matrimonio es el ejemplo para toda comunidad y para la Iglesia universal de la unidad en la diversidad. El Catecismo subraya cómo Dios va elevando la dignidad del matrimonio.
El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona – inclinación del cuerpo y del impulso natural, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad–; mira una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a fecundidad. En otras palabras, se trata de características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos.
Unidad e indisolubilidad del matrimonio
El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos: “De manera que ya no son dos sino una sola carne” (Mt 19,6; cf Gn 2,24). El hombre y la mujer están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total. Esta comunión humana es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del matrimonio. Se profundiza por la vida de la fe común y por la Eucaristía recibida en común.
El Concilio Vaticano II señala que la unidad del matrimonio aparece ampliamente confirmada por la igual dignidad personal que hay que reconocer a la mujer y el varón en el mutuo y pleno amor. La poligamia es contraria a esta igual dignidad de uno y otro y al amor conyugal que es único y exclusivo.
Los esposos tienen que aprender a compartirlo todo, no sólo el techo y el lecho, sino todas las experiencias tan significativas que Dios les permite llevar juntos. Los motivos para vivir la fidelidad en el matrimonio y por lo tanto a la monogamia son siempre expresiones de la autenticidad de todo seguidor de Cristo y proclamador incansable del amor. Hoy más que nunca se necesitan modelos en los matrimonios y en las familias que nos recuerden la alegría de responder a la llamada de Dios y asumir dignamente las responsabilidades de cada día. ¡Dios llene de bendiciones sus hogares!
Texto basado en: Catecismo de la Iglesia Católica, 1643-1645. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 49. JUAN PABLO II, Familiaris consortio, 13.19