Menu


«Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido»
Reflexión del domingo XXIV del Tiempo Ordinario Ciclo C


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«Y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: “Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido”. Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15,6-7).

En este domingo XXIV del Tiempo Ordinario el Señor nos trae por medio de la Liturgia de la Iglesia una Palabra de Salvación en la que vuelve a manifestar el Señor sus inagotables entrañas de misericordia, ya «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tim 2,4). Me impresiona cómo manifiesta el Señor lo que le produce mayor alegría; cómo el Señor es amor, un amor que supera todo lo humano: la comunión plena. El Señor se alegra e invita a todos los miembros de la Iglesia a alegrarnos con Él cuando alguien acoge o experimenta la misericordia gratuita del Padre.

Mientras voy escribiendo y rezando con esta reflexión resuenan en mi corazón las palabras del Profeta Ezequiel: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado -oráculo del Señor- y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?» (Ez 18,23). Y resuenan en mi corazón porque muchas veces uno va buscando las propias complacencias, lo que le agrada a uno, y no piensa en lo que le complace a Dios, en lo que le produce alegría a Dios. Y hoy el Señor expresa de forma totalmente clara que lo que desea, y lo que le alegra es que el ser humano experimente la Vida: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3); «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Porque ciertamente todos hemos experimentado lo que dice San Pablo: «El salario del pecado es la muerte» (Rm 6,23).

El Señor muestra hoy con absoluta sencillez y claridad lo que expresaba por medio del Profeta Isaías: «Deje el malo su camino, el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase al Señor, que tendrá compasión de él, a nuestro Dios, que será grande en perdonar. Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos -oráculo del Señor-. Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros» (Is 55,7-9).

Porque Dios no piensa ni actúa como actuamos nosotros. Es impresionante cómo en esta época en que hay personas engañadas que blasfeman matando a personas inocentes de forma indiscriminada presentándolo como una ofrenda agradable a Dios, Dios no cesa de manifestarse y de revelarse como un Dios que, evidentemente, no es que ya no quiera la muerte de personas inocentes, sino que tampoco quiere la muerte del malvado. Como dirá perfectamente San Pablo: «En verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir -; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,7-8). Porque muchas veces caemos en los engaños de pensar de forma farisaica que hay que dar la talla ante Dios, que para que Dios nos ame hay que cumplir y ser buenos. Pues el Señor no se cansa de repetir lo que algunas veces el maligno consigue velar como si pusiese algo que impidiese verlo con claridad: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17).  O como nos dice San Pablo en la segunda lectura de hoy: «Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo. Y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna» (1 Tim 1,15-16).



Recuerdo otra vez hoy, mientras escribo estas líneas, las palabras del Papa Francisco en su primer Ángelus como Papa: «En este quinto domingo de Cuaresma, el evangelio nos presenta el episodio de la mujer adúltera (cf. Jn 8,1-11), que Jesús salva de la condena a muerte. Conmueve la actitud de Jesús: no oímos palabras de desprecio, no escuchamos palabras de condena, sino solamente palabras de amor, de misericordia, que invitan a la conversión: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (v. 11). Y, hermanos y hermanas, el rostro de Dios es el de un Padre misericordioso, que siempre tiene paciencia. ¿Habéis pensado en la paciencia de Dios, la paciencia que tiene con cada uno de nosotros? Ésa es su misericordia. Siempre tiene paciencia, paciencia con nosotros, nos comprende, nos espera, no se cansa de perdonarnos si sabemos volver a Él con el corazón contrito. «Grande es la misericordia del Señor», dice el Salmo. (…) No olvidemos esta palabra: Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. «Y, padre, ¿cuál es el problema?» El problema es que nosotros nos cansamos, no queremos, nos cansamos de pedir perdón. Él jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón. No nos cansemos nunca, no nos cansemos nunca. Él es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Y aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con todos» (Primera oración mariana del Papa Francisco en la Plaza de San Pedro, 17 de marzo de 2013).

Y esta última frase que pronuncia el Papa Francisco resume de forma estupenda lo que desea el Señor: «Aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con todos»; «Misericordia quiero, y no sacrificios» (Os 6,6). Porque como dirá San Pablo: «Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5,14-15).

El Señor, «que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10), nos llama a ser UNO CON ÉL para permitirle hacerlo a través de nuestras humildes y pobres personas. Porque nosotros también estábamos perdidos y el Señor nos encontró. No fuimos nosotros los que salimos en su búsqueda sino que Él vino a nuestras vidas y al acogerle, nos rescató. Y no se cansa de salir en nuestra búsqueda cada vez que obedeciendo a quien no merece crédito, nos perdemos. Por eso, resuenan en mi corazón las palabras de Pablo: «Caritas Christi Urget nos (el amor de Cristo nos  apremia)» (2 Co 5,14), y las del mismo Jesucristo: «Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10,8).

Vivimos en una sociedad en la que al mismo tiempo que todo se ve bien, paradójicamente se alza sin piedad contra los culpables de cualquier pecado público. Siempre recuerdo la vez en que una alumna me decía: «El perdón no es justo. No está bien. Si alguien ha hecho mal, se merece el castigo. El perdón no es justo». Y ciertamente Jesucristo revela la plenitud del amor perdonando a quienes le están matando aunque estos están muy lejos de pedirle perdón: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Y seguir a Jesucristo es vivir con las mismas actitudes que Jesucristo, haciendo la voluntad del Padre: «Vete y haz tú lo mismo» (Lc 10,37).

Pero para poder hacer lo mismo que Cristo necesitamos el Espíritu Santo, necesitamos estar unidos a Él, ser UNO CON ÉL. Y para ello es necesaria la oración, la lectura de la Palabra de Dios, los sacramentos, sobre todo la Eucaristía.



Así, hoy el Señor quiere compartir su alegría con nosotros y nos da la misión de alegrarle rescatando a tanta gente perdida que vive hoy como ovejas sin pastor (Mt 9,36). Por tanto: «Amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los perversos. «Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados» (Lc 6,35-37). Feliz domingo.







Compartir en Google+




Reportar anuncio inapropiado |