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El que se engrandece a sí mismo, será humillado y el que se humilla será engrandecido

Los pies
Meditación al Evangelio 28 de agosto de 2022 (audio)


Por: Mons. Enrique Díaz | Fuente: Catholic.net



Hay quienes interpretan humildad como pasividad o indiferencia, como huir de responsabilidades escudados en la pequeñez o en la ignorancia. Así un día, una persona queriendo evitar responsabilidades y compromisos, dijo: “Es que nosotros los pequeños somos como los pies… no andamos en las alturas”. Entonces recordé el “Elogio de los pies” del escritor Erri de Luca quien así los alababa: “Los pies están lejanos de la cabeza, conocen el suelo, las espinas, las serpientes, lo áspero y lo intrincado, son el equilibrio del cuerpo. Soportan todo el peso, saben correr sobre los escollos… saben saltar y no es su culpa que el esqueleto no tenga alas… Los antiguos los amaban y la primera seña de hospitalidad era lavarlos a los caminantes. Saben orar inclinándose ante un muro o doblándose en un reclinatorio o en el mismo suelo… No saben acusar y no empuñan las armas y fueron crucificados…” Ser pie, ser pequeño no quiere decir no aceptar responsabilidades o no tener una misión.

 

Cuando el Sirácide en sus proverbios nos invita. “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad... Hazte tanto más pequeño cuanto más grande seas…” De ninguna manera está proponiendo esa falsa humildad que tanto daño nos hace y que nos lleva o bien al propio desprecio o a una actitud amorfa y desinteresada de los problemas reales y sus soluciones. Que alguien sea pequeño y humilde no quiere decir que sea acomplejado, sino reconocer la propia pequeñez para ponerla al servicio de la comunidad. Siguiendo el mismo ejemplo de los pies pensemos como son tan importantes que, en un alarde de técnica, sostienen todo el peso de nuestro cuerpo sobre una superficie tan reducida y más cuando está en frecuente movimiento. Si el “homo erectus” ha sido capaz de enderezarse, de dominar el horizonte, levantar la cabeza y mirar hacia el cielo y hacia el infinito, ha sido porque la fortaleza de sus pies lo sostienen en esta postura. Si se paralizan los pies, queda el hombre paralizado. Si los pequeños y humildes se paralizan queda la sociedad paralizada. Son como el aire o el agua, pasan con frecuencia inadvertidos, pero seríamos incapaces de vivir sin estas realidades aparentemente escondidas e inadvertidas.

 

La humildad que agrada a Dios y a los hombres es la de la persona que es auténtica, que vive en la realidad y no en la ilusión. Ya la cercanía de las palabras “hombre” y “humus” (suelo) nos indican que humilde es aquel que está en lo bajo, cercano al suelo, tiene los pies sobre la tierra, está plantado sobre la roca sólida de la verdad, pero con toda la conciencia de ser persona, de ser humano. Es un peligro buscar la falsa humildad que lleve a posturas aparentes para ganar más prestigio o para desentenderse de las propias responsabilidades. Humilde no es el que se coloca en el último puesto para ser llamado delante de todos a ocupar otro puesto o quien se esconde para no asumir sus responsabilidades o quien se queda callado cuando la justicia le exigiría hablar. El ejemplo más grande de humildad lo tenemos en el mismo Jesús que nunca busca honores, ni primeros puestos, pero que toma sobre sus hombros la tarea de anunciar el Reino, de sanar y salvar, de anunciar y denunciar.



 

En los ejemplos que pone Jesús no está condenando todas las comidas en las que se invita a amigos y familiares, sino la postura de quien hace el bien sólo por interés y buscando el provecho propio. ¡Hay quien ni a sus familiares invita a comer porque no le reportarían utilidades materiales! El verdadero bien, el que merece la recompensa de Dios, es el que mira al otro como verdadero hermano y es capaz de descubrir su necesidad, de compartir su dolor y de asumir sus problemas. Jesús no pretende en esta parábola enseñarnos reglas de educación ni buenos modales. Nos habla de otro banquete mucho más importante: el banquete universal al que nos llama el Dueño.  El banquete de la vida donde todos podemos participar como hermanos y todos podemos aportar desde nuestra pequeñez. El acontecimiento que llama la atención de Jesús no es extraño. Quizás nos parecería más extraño lo contrario. Nos cuesta ceder el paso, darle atención al otro, buscarle un lugar a quien lo necesita. La vida se ha tornado una competencia desenfrenada por conquistar lugares, por subir a lo más alto, no importa que se tenga que aplastar a los demás. Hemos hecho de la máxima griega: “más alto, más fuerte, más veloz…” una consigna de nuestra existencia. Y no es que sea mala consigna cuando se entiende en su sentido más profundo, pero cuando es expresión de un egoísmo y una ambición desmedida, cuando nada sacia el corazón del hombre, cuando nada le satisface, la persona se torna en un saco agujerado que nada es capaz de llenar y siempre está deseando más y más, y a costa de los hermanos. A tal grado se ha ilusionado con tener más, con poder más, con que con frecuencia lleva una vida hueca, triste y vacía porque nunca tienen bastante. En su afán de buscar tener más y subir más, muchos tienen que confesar que terminan llevando una existencia desabrida, inmersos en sus ambiciones, insatisfechos por no alcanzar los logros, siempre anhelando lo que no se tiene. Y se buscan entonces los primeros lugares y la ostentación y la apariencia.

 

La imagen de una mesa compartida, donde todo se ofrece gratuitamente, donde podemos participar con alegría, donde todos somos hermanos, requiere la generosidad, la pequeñez y el servicio que sólo pueden vivirse en el amor al estilo de Jesús. Para construir una mesa así necesitamos la verdadera humildad como la vivió Jesús.

 

Dios, Padre bueno, que por amor nos has creado y gratuitamente nos has regalado la vida, danos un corazón lo suficientemente humilde para reconocernos pequeños, pero lo suficientemente grande y generoso que seamos capaces de una mesa de hermanos como lo hizo tu hijo Jesús. Amén.










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