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«Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón»
Reflexion del domingo XIX del Tiempo Ordinario - Ciclo C


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12,33-34).

En este primer domingo de agosto celebramos el domingo XIX del Tiempo Ordinario, totalmente extraordinario, en el que el Señor vuelve a hacernos un valioso regalo a través de la Iglesia en la Liturgia de la Palabra de la Eucaristía de hoy.

El Evangelio que se proclama hoy es una continuación del proclamado el domingo pasado, en el que se nos recordaba la necedad en que puede estar dominada nuestra existencia si esta se caracteriza por la búsqueda de la seguridad en la idolatría del dinero, de los bienes, encerrada en el egoísmo y de espaldas a Dios y a las necesidades del prójimo, tal y como dirá Jesucristo en una de sus frases lapidarias: «Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?» (Mt 16,26).

Así, el Señor viene hoy con una Palabra muy seria que muchas veces pensamos que no la dice para todos sino para una élite de personas elegidas por Él a consagrarse de forma plena en la vida religiosa o en el presbiterado. Este, desde mi punto de vista, ha sido uno de los grandes engaños, que junto a otros, ha hecho que la cultura cristiana esté siendo desdibujada o cambiada por un paganismo apóstata cada vez más agresivo y veloz.

Mientras rezo al escribir estas cuatro líneas sobre el pasaje del Evangelio me vienen a la mente unos versículos del libro del Deuteronomio a los que Jesucristo dará cumplimiento de forma plena: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy» (Dt 6,4-6). Porque el Señor nos ha amado a toda la humanidad con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10).



Y el Señor quiere ser amado con todo el corazón. No quiere ser compartido. Quiere ser amado con todo el corazón, porque sólo amándole a Él de todo corazón se puede ser libre. Así, nos dirá en el pasaje del Evangelio de hoy: «Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12,33-34). ¡Cuántas veces no somos engañados con los ídolos que ensucian nuestro corazón, haciendo que nos alejemos de Dios, y que no seamos felices! Porque el Señor no quiere quitarnos nada. El Señor quiere concedernos la VIDA ETERNA: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).

El Señor llama hoy a una seria conversión, a ponerle a Él en el centro de nuestro corazón. El Señor quiere purificar nuestros corazones: «Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo. Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. Habitaréis la tierra que yo di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,24-28).

Pero el Señor es un caballero. Respeta siempre nuestra libertad. Por eso no violenta, sino desea ser amado libremente, y si uno le acepta y desea seguirle y amarle libremente, el Señor pide colaboración en esa purificación del corazón, proporcionando los medios para tal fin: «¡Insensatos! el que hizo el exterior, ¿no hizo también el interior? Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros» (Lc 11,40-41); «Circuncidad el prepucio de vuestro corazón y no endurezcáis más vuestra cerviz» (Dt 10,16); «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.

Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él. Por tanto, mortificad vuestros miembros terrenos: fornicación, impureza, pasiones, malos deseos y la codicia, que es una idolatría» (Col 3,1-5).

Porque seguir a Jesucristo es algo mucho más profundo que asistir a la Iglesia para cumplir unos preceptos. Es algo más que ser buenas personas. Es responder a la principal vocación a la que nos llama Dios: «Por lo tanto, ceñíos los lomos de vuestro espíritu, sed sobrios, poned toda vuestra esperanza en la gracia que se os procurará mediante la Revelación de Jesucristo. Como hijos obedientes, no os amoldéis a las apetencias de antes, del tiempo de vuestra ignorancia, más bien, así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: Seréis santos, porque santo soy Yo» (1 Pe 1,13-16).



El Señor nos invita y nos llama a que cuando en la liturgia eucarística el presidente diga: -«Levantemos el corazón»-, a poder responderle con total honestidad: -«Lo tenemos levantado hacia el Señor»-, poniendo en práctica las palabras que se nos dice en la Epístola a los Hebreos: «Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios» (Hb 12,1-2).

Así, resuenan en mi corazón las palabras de Cristo: «Pues, de igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a TODOS sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33); «Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero» (Mt 6,24).

Ya el mirar solamente a Cristo crucificado hace presente esta Palabra: «Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8,9). No se puede seguir a Cristo y amar a Cristo por otro camino diferente al que el mismo Jesucristo siguió para mostrarnos su amor y el amor del Padre. No se puede amar a Cristo sino por el camino de la Cruz, que nos llevará a la libertad plena del cielo. De nosotros depende, con la ayuda de Dios, que siempre está solícito para concedérnosla, el seguirle o no. Y dirá el mismo Cristo: «No todo el que me diga: "Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7,21).

Sería una pena que por cuatro baratijas que se nos ofrecen en esta vida perdiésemos el mayor de los tesoros que podemos recibir en la Vida: El mismo Jesucristo. Dios no viene a quitarnos nada, sino a darnos lo mejor: El Ser Hijos de Dios, el vivir la vida deseosos de estar con Cristo plenamente. Por tanto, hoy el Señor nos invita a levantar el corazón al cielo, a nuestra casa, a nuestra patria: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,2-3); «Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas» (Flp 3,20-21).

Por tanto, el Señor nos invita a amarle y a seguirle con fidelidad para vivir plenamente con Él en la Vida Eterna: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?» (Mt 16,24-26). Feliz domingo.







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