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La avaricia que destruye la vida y el amor
Que sepamos, más bien, descubrir la verdad profunda de las cosas y la maravilla de la vida para que sepamos alegrarnos en el compartir.


Por: Mons. Jorge Carlos Patrón Wong | Fuente: Semanario Alégrate



Le pedían al Señor Jesús que resolviera casos particulares que tenían que ver o con la interpretación de la ley (pagar o no el tributo al César, lapidar o no a la mujer adúltera), o con situaciones familiares, como la queja que expresa Marta de Betania, de acuerdo a lo que reflexionamos hace un par de semanas.

En estos y en otros casos se manifiesta la sabiduría de Jesucristo que trasciende el conflicto, la duda y la tensión para responder con una enseñanza que señala la verdadera problemática y garantiza una solución. A diferencia nuestra que polarizamos el conflicto y lo abordamos desde un punto de vista subjetivo, Jesús se sitúa en un plano más elevado para analizar el problema desde la raíz.

Ya había mediado el Señor en el problema entre dos hermanas. Y, en esta ocasión, interviene ante una discrepancia entre dos hermanos, por cuestiones de herencias. La tentación afecta a todos por igual y no respeta ni siquiera los vínculos más íntimos.

Así es el poder seductor del dinero y de los bienes materiales que llegan a confrontar, dividir y hasta destruir a las mismas familias. Jesús, que va a la raíz de los conflictos, capta inmediatamente los estragos que la avaricia está provocando entre estos dos hermanos que no buscan la justicia y la equidad, pues la ambición se ha metido en sus corazones.

A este grado llega la avaricia que termina por afectar los lazos de sangre, la historia en común y el amor de familia, para centrar todo en una herencia que repartir y no en una relación que privilegiar y salvaguardar. La avaricia sumerge a las personas en un ritmo de vida que va eliminando el sentido de trascendencia. Comienza con el deseo compulsivo de llenarse de cosas; poco después se entra en competencia con los demás, empujado por la envidia; y más adelante se experimenta el placer, presumiendo lo que se tiene. Al final, las personas se vuelven avaras, se cierran a compartir los bienes y se quedan solas hablando más que con las personas con su propio dinero.



En la Suma Teológica (II-II, q. 118, a. 1-8), Santo Tomás desarrolla el comentario de San Gregorio que relaciona la avaricia con otros vicios, a los que se refiere como las “hijas de la avaricia”: la traición, el fraude, la mentira, el perjurio, la inquietud, la violencia y la dureza de corazón. Considerando este estilo de vida frenético que provoca la avaricia, el cual va llevando a la corrupción y descomposición de las personas, el Señor plantea una pregunta estremecedora: “¿Para quién serán todos tus bienes?” Hay preguntas, como ésta, que prácticamente se responden desde el sentimiento, la inquietud y la nostalgia que dejan.

Esta pregunta de Jesús tiene, por cierto, un sabor más amargo en el libro del Qohélet, cuando después de hablar de la vanidad se pregunta: “¿Qué provecho saca el hombre de todos sus trabajos y afanes bajo el sol?” Por la avaricia, el hombre ambiciona el dinero, acapara bienes y agranda sus graneros, pero no sabe ensanchar su corazón y el horizonte de su vida. Al acrecentar su riqueza, empequeñece y empobrece su vida. Por la avaricia acumula bienes, pero no conoce la amistad, el amor generoso, la alegría ni la solidaridad. No sabe dar ni compartir, sólo acaparar, desdibujando de esta forma la humanidad en su corazón. ¿A dónde nos ha llevado la avaricia? ¿Cuántas cosas ha destruido en la vida? ¿De qué forma nos ha alejado de los demás, al llevarnos a endurecer el corazón? La avaricia confronta y separa a las personas y las lleva a experimentar una profunda soledad. No sólo ha perjudicado la vida de personas y familias, sino de la misma sociedad.

Por eso, Aleksandr Solzhenitsyn, escritor e historiador ruso, se refería a las consecuencias de haber dejado que nos priven de nuestro ser más preciado que es la vida espiritual: “Hemos puesto demasiadas esperanzas en la política y en las reformas sociales, sólo para descubrir que terminamos despojados de nuestra posesión más preciada: nuestra vida espiritual, que está siendo pisoteada por la jauría partidaria en el Este y por la jauría comercial en Occidente”.

Acojamos la exhortación de Jesús: “Eviten toda clase de avaricia”, ya que ésta aísla a las personas, rechaza a los demás, se apropia de los bienes y deja en la soledad a las personas.

Que sepamos, más bien, descubrir la verdad profunda de las cosas y la maravilla de la vida para que sepamos alegrarnos en el compartir, buscando siempre la comunión con los demás.









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