Aprender del Samaritano
Por: Mons. Jorge Carlos Patrón Wong | Fuente: Semanario Alégrate
Cuando uno quiere especular, Dios nos pone en nuestro lugar. Se puede hablar de manera apasionada de la Palabra de Dios y de todo lo que se refiere a la vida espiritual. Si algo estimula en nosotros la Palabra de Dios es la capacidad de asombro ante la novedad y frescura con las que llega a nuestra vida.
Jesús no se cierra a un diálogo erudito con el doctor de la ley, a pesar de que sus intenciones no eran nobles pues quería ponerlo a prueba, como dice el evangelio. Sin embargo, con exquisita delicadeza y sabiduría va llevando este diálogo hacia el lugar que pide la Palabra de Dios, para que las cosas no se queden simplemente en una tertulia o hermosa controversia, sino que se ponga de manifiesto lo que Dios quiere, lo que Dios nos pide, en este caso, en relación con el prójimo.
Cuando se trata de la Palabra de Dios no podemos quedarnos en un plano teórico, ni mucho menos en justificaciones que rebajen nuestro compromiso, respecto de lo que Dios nos está pidiendo.
Por eso, llega el momento en que, después de especular, Jesús pone las cosas en su lugar, volviendo a su justa dimensión la realidad del prójimo que necesita -muchas veces con urgencianuestro apoyo, consuelo, cercanía y misericordia.
El Señor Jesús baja esta pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?”, de la cabeza al corazón. Cuando queremos teorizar sobre la vida cristiana para buscar evasivas , el Señor nos lleva a tocarnos el corazón para reconocer a nuestro prójimo, conmovernos con su situación y no pasar por alto sus urgencias, desgracias y necesidades.
En nuestros tiempos hay mucha gente tirada en el camino. Y lamentablemente, hoy como ayer, muchos siguen pasando de largo ante los dolores y desgracias de los hombres. Pero por la gracia de Dios el cristiano, como el Buen Samaritano, se conmueve ante las heridas de los demás, comprometiéndose y desviviéndose en su recuperación.
Ante la pregunta, que sigue pesando en el desenlace de esta historia, tenemos que reconocer que uno no escoge al prójimo, sino que Dios lo pone en nuestro camino. El prójimo es el que está tirado en el camino, el que se encuentra solo, el que tiene las heridas abiertas delante de nosotros, el que ha desfigurado su humanidad, el que a pesar de su necesidad extrema no siempre acepta y espera nuestro apoyo. Su situación precaria, de abandono y de indefensión es tan evidente que nos atrapa y nos conmueve, al punto de comprometernos con él.
El prójimo no es únicamente la persona que decidimos socorrer; ni el que ayudamos únicamente con nuestro dinero, sin implicarnos de manera personal; ni el que escogemos para apoyar, como una forma de quedarnos tranquilos con nuestra conciencia, sino aquel que nos desinstala, que se cruza en nuestro camino y demanda, antes que nada, tiempo, compasión, comprensión, atención y misericordia.
El Buen Samaritano, conmovido por la humanidad herida, desfigurada y abandonada en los caminos de la vida, supo entender que la cuestión central en la vida de un cristiano no es averiguar quién es mi prójimo, sino llevar en el alma una verdadera disposición de compasión y ternura ante quien nos necesita. Sólo cuando se posee un corazón cargado de entrañas de misericordia es posible movilizar todas las capacidades humanas para socorrer al otro, cargándolo sobre la propia vida y haciéndose hermano de él y de su futuro.
Como al doctor de la ley también a nosotros el Señor Jesús nos pide que no especulemos sobre una realidad que requiere nuestra compasión y compromiso urgente. Tenemos que llegar a identificar bien a nuestro prójimo en estos tiempos de tantas miserias para que no pasemos de largo como el levita y el sacerdote, sino que como el Buen Samaritano pongamos aceite y vino en las heridas de nuestro prójimo.