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«El Reino de Dios está cerca de vosotros»
Reflexión del domingo XIV del Tiempo Ordinario Ciclo C


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«En la casa en que entréis, decid primero: “Paz a esta casa”. En la ciudad en que entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad los enfermos que haya en ella, y decidles: “El Reino de Dios está cerca de vosotros”» (Lc 10,5.8-9).

En este domingo el Señor nos regala una Palabra de consuelo y de alegría por medio de la liturgia de la Iglesia, además de una llamada a la misión de ser portadores del Evangelio a toda la humanidad: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,18-20).

Ya en la primera lectura de hoy el Señor nos hace una invitación a la alegría ante la promesa de su consuelo. El Señor nos quiere hacer ver que no se olvida de ninguno de nosotros, y que realmente es en el Señor donde encontramos la verdadera alegría que ansía nuestra alma: «Porque así dice el Señor: Mirad que yo tiendo hacia ella, como un río la paz, y como raudal desbordante la gloria de las naciones. Seréis alimentados, en brazos seréis llevados y sobre las rodillas seréis acariciados. Como uno a quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados. Al verlo se regocijará vuestro corazón, vuestros huesos como el césped florecerán» (Is 66,12-14).

Porque ciertamente, uno va buscando la felicidad muchas veces en los ídolos del mundo que nos presenta el maligno, que ofrecen la felicidad a través de espejismos y engaños, y cuando uno cae en esos engaños, experimenta el vacío y la muerte: «Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen» (Jr 2,13).

Por eso brotan hoy en mi corazón y en mi boca las palabras del salmo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 117,1). Y mientras rezo con esta reflexión vuelven a resonar en mi corazón las palabras del Papa Francisco: «No olvidemos esta palabra: Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. “Y, padre, ¿cuál es el problema?” El problema es que nosotros nos cansamos, no queremos, nos cansamos de pedir perdón. Él jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón. No nos cansemos nunca, no nos cansemos nunca. Él es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Y aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con todos» (Papa Francisco, Ángelus domingo 17 de marzo de 2013).



El Señor viene hoy con un anuncio de paz. Él es el único que puede concedernos la paz que ansía nuestro corazón. Y, al mismo tiempo, nos llama a ser portadores de su Paz, de su Evangelio, de su amor, tal y como expone San Pablo en una de sus epístolas: «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5,14-15), o como dirá el mismo Jesucristo: «Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10,8). O como se nos proclama en el último versículo del Salmo Responsorial de hoy: «Venid a oír y os contaré, vosotros todos los que teméis a Dios, lo que Él ha hecho por mí» (Sal 65,20).

Por eso, hoy el Señor llama a anunciar el Evangelio a los demás, y llama a anunciarlo de una forma determinada, con la propia existencia, con las actitudes que exponía en los pasajes del Evangelio de los domingos anteriores: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará» (Lc 9,23-24); Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9,58).

Así, llegan a lo más profundo de mi corazón las palabras de San Pablo que se proclaman en la segunda lectura: «En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si nos es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!» (Gal 6,14).

Resuenan en mi corazón mientras voy rezando con esta palabra, las palabras de San Juan Bautista: «Es preciso que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). Porque la actitud que muestra Jesús que es necesaria para anunciar el Evangelio es la humildad. Es con la humildad de Cristo en la Cruz como cae destruido el maligno: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10,18);  «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí.» Decía esto para significar de qué muerte iba a morir» (Jn 12,31-33).

Por tanto, el Señor vuelve a hacer una llamada a seguirle, a anunciar el Evangelio, SIENDO UNO CON ÉL EN LA CRUZ, con toda humildad, dejando que sea el mismo Cristo el que hable, el que viva en cada uno de nosotros, tal y como dice San Pablo: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20). Esta es la llamada que nos hace el Señor en este día y en mi corazón hoy está el deseo y la disponibilidad para responderle como nuestra Madre, la Virgen María: «Hágase en mí según tu Palabra» (Lc 1,38). Feliz domingo.









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