Jesús, el Mesías de la cruz
Por: Pbro. Joaquín Dauzón Montero | Fuente: Semanario Alégrate
¡Ojalá tuvieran la curiosidad de ver el mapa de Palestina que tiene su Biblia al final o entre páginas! Podrían localizar lo que afirman algunos escritores diciendo que la escena que nos presenta el evangelio de hoy, desde el punto de vista geográfico, se sitúa en Cesárea de Filipo, cerca del Monte Hermón, en las fronteras de Galilea.
Por otro lado, si nos fijamos en el contenido y la enseñanza del texto, seguramente, Jesús deseaba dejar bien clara su identidad verdadera, ante su nueva familia (familia subrogada), y con ella su poder de entregar la vida para liberar al pueblo, a los pueblos, no de los poderes de los enemigos de Israel, como se concebía al Mesías que esperaban, sino de los poderes del enemigo de la humanidad entera: el diablo. De allí las preguntas sobre lo que piensan de él: “¿Quién dice la gente que soy yo?” y, sobre todo, lo que piensa su nueva familia: “¿Quién dicen que soy yo?”.
Por un lado, al escuchar la respuesta de los apóstoles sobre lo que piensa la gente: “Unos dicen que eres Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que alguno de los profetas”; y de la intervención de Pedro que confiesa su verdad diciendo: “el Mesías de Dios”, Jesús mismo, que no niega la verdad, tampoco desea que sea conocida. ¿Por qué? Porque no convenía, en esos momentos, ya llegaría la ocasión en la que Él mismo la revelaría.
Por otro, era conveniente que la verdad de su mesianismo y el final de su misión fuera conocida por sus seguidores. Por eso, Jesús, va a revelar algo increíble para ellos: “Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, que sea rechazado..., que sea entregado a la muerte y que resucite al tercer día”. El Mesías verdadero, no el mesías del imaginario de Israel, va a morir, e invita a su nueva familia a seguir la misma suerte diciéndoles: “Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga”. “¡Si alguno quiere!”.
Como podemos observar, es una invitación, no una orden, porque si alguien acepta ser libre, no puede ser obligado, la libertad es una conquista personal. A este propósito, sabemos ahora que, tratándose de nosotros, no sufriremos una muerte violenta como la suya, aunque muchos la han padecido en algún tiempo o en algún espacio, pero sí de la muerte diaria de las ataduras que nos aquejan.
Alguien podría preguntar: Y “¿qué cosas nos aquejan?” Bueno, muchas: a nivel corporal, la enfermedad, fenómenos naturales; a nivel psicológico, el desajuste emocional del que resultan el egoísmo y la soberbia; a nivel social, la pobreza económica, la pobreza educativa, la pobreza moral y hasta la pobreza política; etc. que resultan ser algo que cargamos y que podemos considerar como una cruz personal y colectiva, de las que puede liberarnos. Se trata, pues, de una determinación personal, de saber que podemos seguir a Jesús a pesar de nuestra debilidad y hacer una opción consciente por Él. Tenemos su apoyo incondicional, porque está siempre allí donde lo necesitamos.