Menu


«Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa»
Reflexión de la Solemnidad de la Santísima Trinidad - C


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir» (Jn 16,13).

En este domingo celebramos una de las Solemnidades más importantes dentro del Año Litúrgico. Tras celebrar el domingo pasado la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia el día de Pentecostés, en el día de hoy la Iglesia nos regala un día para contemplar al Señor como realidad de Tres Personas que viven en perfecta relación armónica de amor. Así, ya a través del Salmo Responsorial que rezamos en la liturgia de la Eucaristía de hoy se nos hace una invitación a alabar y a bendecir al Señor: «Oh Señor, nuestro Dios, ¡qué admirable es tu nombre por toda la tierra!» (Sal 8,1).

Porque realmente es admirable el Señor, es eterno su amor y supera todo lo que se pueda expresar por palabras o medios humanos. Pero el Señor no se manifiesta, por decirlo de alguna forma, por vanidad, egocentrismo, o autocomplacencia, sino que la finalidad de su manifestación es que el ser humano llegue a conocerle, a quererle y a participar por la fe de su misma familia: «Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa» (Ga 3,26-29).

Por eso, me llena el versículo del Evangelio de hoy que da título a esta reflexión, «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,13), porque Dios quiere ser conocido y amado. Dios se dona hasta el extremo por amor a cada uno de nosotros, a todo ser humano. No es que tengamos que ir nosotros en su búsqueda, sino que es el mismo Dios el que viene a cada una de nuestras casas: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20).

El Señor viene en nuestra búsqueda para introducirnos en su familia. Dios, que es amor, nos ama tanto hasta darse por entero a cada uno de nosotros para que nosotros, perteneciendo de forma adoptiva y participativa a su Familia, vayamos a manifestar al mundo esta realidad tan certera: “No hay mayor felicidad que la de ser y vivir como Hijo de Dios”.



Dios quiere hacer de nosotros Hijos suyos por el Espíritu Santo en Cristo: «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados» (Rm 8,14-17).

Tal y como nos dice el Papa Emérito S. S. Benedicto XVI: «La Teología y la espiritualidad de la Navidad usan una expresión para describir este hecho: hablan de admirabile commercium, es decir, de un admirable intercambio entre la divinidad y la humanidad. San Atanasio de Alejandría afirma: «El Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios» (De Incarnatione, 54, 3: PG 25, 192), pero sobre todo con San León Magno y sus célebres homilías sobre la Navidad esta realidad se convierte en objeto de profunda meditación. En efecto, el Santo Pontífice, afirma: «Si nosotros recurrimos a la inenarrable condescendencia de la divina misericordia que indujo al Creador de los hombres a hacerse hombre, ella nos elevará a la naturaleza de Aquel que nosotros adoramos en nuestra naturaleza» (Sermón 8 sobre la Navidad: CCL 138, 139).

El primer acto de este maravilloso intercambio tiene lugar en la humanidad misma de Cristo. El Verbo asumió nuestra humanidad y, en cambio, la naturaleza humana fue elevada a la dignidad divina. El segundo acto del intercambio consiste en nuestra participación real e íntima en la naturaleza divina del Verbo. Dice San Pablo: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial» (Ga 4, 4-5). La Navidad es, por lo tanto, la fiesta en la que Dios se hace tan cercano al hombre que comparte su mismo acto de nacer, para revelarle su dignidad más profunda: la de ser hijo de Dios. De este modo, el sueño de la humanidad que comenzó en el Paraíso -quisiéramos ser como Dios- se realiza de forma inesperada no por la grandeza del hombre, que no puede hacerse Dios, sino por la humildad de Dios, que baja y así entra en nosotros en su humildad y nos eleva a la verdadera grandeza de su ser» (Audiencia de Benedicto XVI del 4 de enero de 2012).

Así, el Señor nos invita a tener un corazón agradecido por tantos dones que nos concede diariamente, pero sobre todo, por el don de la Fe, y el don de Sí mismo, que es el mayor tesoro que se pueda recibir en la vida. Un tesoro que llevamos en vasos de barro (2 Co 4,7) y que estamos llamados a defender ante los ataques cotidianos del maligno, que ofreciéndonos trampas disfrazadas de soluciones fáciles, de descanso, nos conducen a la muerte y al vacío (Rm 6,23).

Tal y como nos dice el Papa Emérito S. S. Benedicto XVI: «La prueba más fuerte de que estamos hechos a imagen de la Trinidad es ésta --aclaró--: sólo el amor nos hace felices, pues vivimos en relación, y vivimos para amar y para ser amados» (S.S. Benedicto XVI, Ángelus 7 de junio de 2009).



No hay palabras para agradecer tanta gracia, tanto amor como el que no cesa de revelar el Señor con cada uno de nosotros. El Señor nos llama a SER UNO CON ÉL, para que, como decía la Santa Madre Teresa de Calcuta con la oración del Santo Cardenal Newman: «¡Quien me vea a mí, que te vea a ti!», y viendo a Cristo, conozcan al Padre, porque dice Cristo: «El Padre y Yo somos uno» (Jn 10,30); «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9).

Decimos todos los días al rezar la frase: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo», y estamos tan acostumbrados a decirla que a lo mejor se nos pasa sin tomar conciencia de la profundidad de su significado. Porque esa es la meta de nuestra vida cristiana. Con nuestra vida concreta, con la ayuda de Dios, darle gloria. Y le damos gloria cuando amamos a Dios y al prójimo crucificados con Cristo, SIENDO UNO CON ÉL.

Por eso, es una solemnidad para contemplar a Dios en Cristo, y para seguir profundizando en el proceso de conversión hasta llegar a SER UNO CON ÉL, para amar como Él. Como dice San Pablo: «Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,19-20). Feliz Domingo de la Santísima Trinidad.







Compartir en Google+




Reportar anuncio inapropiado |