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No nos damos por vencidos
Como los apóstoles, también nosotros estamos reunidos con María Santísima en nuestro cenáculo para recibir al Espíritu Santo.


Por: Mons. Jorge Carlos Patrón Wong | Fuente: Semanario Alégrate



Los apóstoles estaban encerrados en el cenáculo por miedo a los judíos. Las amenazas eran reales, podrían sufrir la misma persecución que sufrió el Maestro, podrían terminar igual que el Señor Jesús. Estaban encerrados y con miedo.

Podemos suponer que estaban encerrados tratando de vivir su duelo porque les habían matado al Maestro, al hombre que les cambió la vida, al que habían seguido en los últimos tres años.

Estaban encerrados con tristeza al reconocer que no estuvieron a la altura, que no se portaron como esos amigos que Jesús hubiera esperado. A la hora de la verdad algunos salieron corriendo y otros lo negaron.

No es fácil caer en la cuenta y reconocer todas esas faltas al amor, a la fidelidad y a la fe.

El ambiente que describe el evangelio es un ambiente de tensión; están encerrados en el cenáculo y cerrados en su corazón. Pero una situación compleja como esta no es obstáculo para que llegue el Espíritu Santo. No hay obstáculo que el Espíritu no pueda superar, no hay estructura que resista a los vientos del Espíritu, no hay ninguna depresión, tristeza y enfermedad que se le niegue a la victoria de Jesucristo.



A pesar de que los pronósticos sean contrarios, es mayo la fuerza que viene de lo alto. Eso es Pentecostés: la fiesta de la irrupción del Espíritu, la fiesta de la realización de los imposibles, la fiesta de la alegría, de la unidad y de la paz.

Pero también Pentecostés es la fiesta de la Iglesia. Para una madre es muy doloroso ver el sufrimiento de sus hijos; es algo que golpea fuertemente su corazón. A pesar de la tristeza, una madre no se deja aprisionar por el sufrimiento, sino que se esfuerza cada vez más por cada uno de sus hijos. Su entrega aumenta y su Fe crece.

La Iglesia también es una madre. En la fiesta de Pentecostés celebramos el nacimiento de la Iglesia y tomamos conciencia de este regalo de Jesucristo. La Iglesia también se conmueve y sufre cuando nosotros, que somos sus hijos, pasamos por muchas dificultades.

Como hace una madre, la Iglesia se desgasta, se desvela y hace oración porque quiere arroparnos, consolarnos y acompañarnos en ese camino que muchas veces resulta doloroso.

¿Qué es lo que hace la Iglesia para levantarnos, animarnos y sanarnos en la vida? Nos ofrece los tesoros que ha recibido, nos ofrece el gran secreto de la vida que es el Espíritu Santo. Con la iglesia aprendemos que hay una salida, que hay un remedio a todos los males que enfrentamos.



Los cristianos no nos podemos resignar ni claudicar, no podemos llegar a decir que nuestra vida es miserable y fracasada; no podemos llegar afirmar que no va cambiar nada en nuestra vida. El Espíritu Santo es la promesa de Jesús que levanta a los caídos, inspira las almas, abre las mentes y corazones y nos regresa las ganas de hacer el bien.

El Espíritu Santo devuelve la alegría y concede la fortaleza. La prueba no sólo está en la vida de los apóstoles, sino en todas las generaciones de seguir de Cristo que hemos conocido y que experimentan la fuerza interior, el consuelo, la alegría y la paz en los momentos más adversos de la vida.

Si alguien ya se dio por vencido o si alguien está bloqueado, reconozca que hay un poder que es el Espíritu Santo que necesitamos invocar para que venga a renovarnos en la vida.

Como los apóstoles, también nosotros estamos reunidos con María Santísima en nuestro cenáculo para recibir al Espíritu Santo. La Iglesia es una madre que hace hasta lo imposible para que llegue a todos nosotros el soplo del Espíritu Santo.







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