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La correa
Aún existe la esclavitud. No sólo la esclavitud física. Muchos hombres son esclavos de sus propios vicios y manías. Una tiranía a la que se han sometido libremente y que diariamente les exige el sacrificio mismo de su existencia.


Por: Fernando Morales | Fuente: Virtudes y valores



Dos curiosos personajes entran en escena. El primero, cabizbajo, triste, con una correa en el cuello –como si de un perro se tratara–. Además carga una maleta, una canasta de comida, una sombrilla y una silla. Detrás, sosteniendo la correa y azotando con un látigo, el segundo individuo no hace más que gritar. Cada vez que se impacienta, tira de la cuerda, precipitando al suelo a su esclavo. Si por accidente el amo pierde la correa de sus manos, el siervo la devuelve inmediatamente a su sitio. Se trata de Pozzo y Lucky, dos personajes secundarios de “Esperando a Godot”, la célebre obra teatral de Samuel Beckett.

Pozzo ordena «¡comida!», y al instante Lucky lo dispone todo, con gesto complaciente, aguantando los insultos y los golpes. ¿Su recompensa? Los desperdicios que su amo deja caer al suelo después de haberse saciado.

Si esto no fuera más que una representación teatral, no pasaría de ser un simple episodio patético. Pero cuando uno va encontrando el rostro de Lucky por todas partes, entonces empieza a ser preocupante. Basta ver la mirada angustiada, el semblante desencajado de tantos rostros, para descubrir las correas que aprietan los cuellos de infinidad de hombres y mujeres.

Casi todos ellos se ataron a algún vicio por sentirse libres; otros, casi sin darse cuenta. Y van desde el ludópata que no puede dejar de apostar, hasta el alcohólico, el maniaco sexual o el drogadicto. No viven más que para servir a su amo, sin derecho a ningún otro pensamiento. El amo, caprichoso y tiránico, exige con gritos y golpes su satisfacción inmediata a todas horas. Y no concede a su esclavo ni un momento de descanso. Poco sueño, mala alimentación e incluso las amistades se le restringen. Todo por satisfacer a su amo. ¿Su recompensa? los desperdicios que de vez en cuando le deja su vicio después de haberse saciado.

Pero ¿cómo se llega a una esclavitud tan degradante? «Yo sólo quería divertirme»; «yo no hacía daño a nadie»; «todos lo hacen…» Nunca sospecharon que detrás de un rostro tan amigable se escondiera un tirano insaciable; jamás imaginaron la furia del látigo. Lo que comenzó entre risas, terminó en un llanto desesperado.

Ahora desearían ser libres, pero si por casualidad su amo pierde la correa, se apresuran a devolverla a sus manos. Sólo podrán librarse buscando ayuda para rebelarse definitivamente contra el opresor, sin ningún tipo de concesiones. Mientras tanto miran con envidia los rostros alegres, las miradas luminosas de quienes supieron decir «no», y en vez de llevar una correa en el cuello, llevan en sus manos las riendas de su libertad.

 

 

 

 

 



 

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