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La Jerusalén celestial
"Somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo".


Por: Pbro. Francisco Ontiveros Gutiérrez | Fuente: Semanario Alégrate



La imagen de la Jerusalén Celestial que encontramos en el libro del Apocalipsis nos sugiere meditar en la perspectiva escatológica, o sea, en la meta final de la historia humana. Especialmente en nuestro tiempo todo procede con increíble velocidad, tanto por los progresos de la ciencia y de la técnica como por el influjo de los medios de comunicación social. Por eso, surge espontáneamente la pregunta: ¿cuál es el destino y la meta final de la humanidad? A este interrogante da una respuesta específica la palabra de Dios, que nos presenta el designio de salvación que el Padre lleva a cabo en la historia por medio de Cristo y con la obra del Espíritu.

La meta final es una nueva Jerusalén, en la que ya no habrá aflicción, como leemos en el libro de Isaías: «He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva (...). He aquí que yo voy a crear para Jerusalén alegría, y para su pueblo gozo. Y será Jerusalén mi alegría, y mi pueblo mi gozo, y no se oirán más en ella llantos ni lamentaciones» (Is 65, 17-19). El Apocalipsis recoge esta visión. San Juan escribe: «Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra La Jerusalén Celestial desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap 21, 1-2).

El paso a este estado de nueva creación exige un compromiso de santidad, que el Nuevo Testamento revestirá de un radicalismo absoluto. La resurrección de Cristo, su ascensión y el anuncio de su regreso abrieron nuevas perspectivas escatológicas. En el discurso pronunciado al final de la cena, Jesús dijo: “Voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los tomare conmigo, para que donde esté yo estén también ustedes” (Jn 14, 2-3).

La tensión hacia el acontecimiento hay que vivirla con serena esperanza, comprometiéndose en el tiempo presente en la construcción del reino que al final Cristo entregará al Padre: “Luego, vendrá el fin, cuando entregue a Dios Padre el reino, después de haber destruido todo principado, dominación y potestad” (1Co 15,24). Con Cristo, vencedor sobre las potestades adversarias, también nosotros participaremos en la nueva creación, la cual consistirá en una vuelta definitiva de todo a Aquel del que todo procede. “Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos” (1Co 15,28).

Por tanto, debemos estar convencidos de que “somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo” (Flp 3,20). Aquí abajo no tenemos una ciudad permanente. Al ser peregrinos, en busca de una morada definitiva, debemos aspirar, como nuestros padres en la fe, a una patria mejor, «es decir, a la celestial» (Hb 11,16).









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