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«Os doy un mandamiento nuevo»
Reflexion del domingo V de Pascua - Ciclo C


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros»(Jn 13,34-35).

En este domingo V de Pascua vuelve el Señor a manifestarse a través de su Palabra que se proclama en la Eucaristía, y a manifestar en qué consiste la misión o el nuevo mandamiento que nos ha dejado a los cristianos.

De la misma forma en que el domingo pasado nos revelaba el Señor, a través del pasaje del Evangelio de San Juan que se proclamaba, que Él y su Padre son Uno (Jn 10,30), hoy el Señor expresa que hay una característica que definirá a los cristianos, a sus seguidores: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,35). Y será el amor esa característica porque es el Amor lo que define a la Santísima Trinidad: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1 Jn 4,8).

En el Salmo Responsorial también se nos revela Dios como amor: «Clemente y compasivo es el Señor, tardo a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno para con todos, y es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 144,8-9). Y la plenitud de su amor nos la ha manifestado en su Hijo Jesucristo: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Y no sólo salvándonos de nuestros pecados sino también introduciéndonos en la misma familia de Dios: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,1ª-2).

Por eso, con esta Palabra de hoy, el Señor nos hace una seria invitación a defender esta filiación divina que nos ha dado gratuitamente el Padre en Cristo por obra del Espíritu Santo, sabiendo que «llevamos este tesoro en vasos de barro» (2 Co 4,7), y como dice el mismo Jesucristo: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Por eso, es necesario profundizar en la intimidad con el Señor por medio de la oración, de la escucha de la Palabra de Dios y de los sacramentos, sobre todo la Eucaristía. Porque para poder poner en práctica el mandamiento nuevo que nos da Cristo a todos sus discípulos es necesario experimentar lo que se nos proclama en la segunda lectura: «Entonces dijo el que está sentado en el trono: «Mira que todo lo hago nuevo» (Ap 21,5). Jesucristo ha muerto y resucitado para hacer de mí y de todo el que crea en Él un hombre nuevo: «Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Co 5,17).



Mientras rezo con esta Palabra resuena en mi corazón el diálogo que mantiene Cristo con Nicodemo en el pasaje del Evangelio de San Juan: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios.  Le dice Nicodemo: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» Respondió Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu» (Jn 3,3-6). Este diálogo da la clave para poder poner en práctica esta Palabra de Dios. Porque para poder amar como ama Dios es necesario morir al hombre viejo y SER UNO CON CRISTO, porque el SER de Cristo va unido indisolublemente al AMAR. «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef 5,31-32). Así, dirá San Juan: «Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó» (1 Jn 3,23).

Para poder amar como Cristo debemos tener el Espíritu Santo, que nos une a Él y a los demás miembros de la Iglesia. Y el Señor quiere darnos su Espíritu Santo. No es el Evangelio una quimera, una utopía o algo imposible de poner en práctica: «El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida» (Jn 6,63).

Por tanto, como dirá San Pablo, el Señor nos invita a revestirnos de este Hombre Nuevo que es Jesucristo, por obra del Espíritu Santo, para poder poner en práctica el nuevo mandamiento que da Cristo: «Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador, donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos. Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3,10-14).

Es impresionante y una Gracia inmerecida el poder recibir al mismo Dios en nuestra vida concreta, no en función y gloria nuestra, sino en función de los demás y para gloria de Dios. Ciertamente el Señor hoy hace una seria llamada e invitación a valorar este Tesoro y a poder vivir lo que dice San Pablo: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3,8). ¡Cuántas veces no hemos minusvalorado a Cristo dando preferencia a lo que nos ofrece el mundo! Cosas como el éxito, el placer, el dinero, etc… Incluso cosas que en sí tampoco son malas pero que en comparación con Cristo no dejan de ser sino minucias o vanidades. Porque la auténtica felicidad es vivir como Hijo de Dios, participar del amor de la Santísima Trinidad, no como un mero espectador sino como un agente por pura gracia de Dios.

Porque amar supone renunciar, supone morir a uno mismo, pero al mismo tiempo, se da la paradoja que promete el mismo Cristo, de que muriendo, se consigue más vida: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,24-25).



Así, el Señor presenta la imagen por la que quiere que se conozca a la Iglesia, y conociendo a la Iglesia, le conozcan a Él, que no es sino el mismo Amor de Dios. San Pablo nos presenta esa imagen de forma categórica en una de sus epístolas, imagen que Jesucristo puso en práctica durante su vida terrena, especialmente en los momentos de su Pasión y Muerte, y que con el Espíritu Santo nos concede a los miembros de la Iglesia: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13,4-7). Todo lo que no esté en estas ideas que Dios ha revelado en Cristo no es de Dios. Se puede ser catequista, cura, obispo, cardenal, religioso o sacristán, pero «el que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rm 8,9).

Por eso, el Señor urge a una conversión, a desear ser de Dios, a entregarnos por completo y sin reservas a Él, para que amando como ama Él, el otro crea y se convierta. No hay más. Ni hay menos. «El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30). Por tanto: «Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado. Pues el que está muerto, queda librado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,4-11).

Y como nos dice Cristo en el pasaje del Evangelio de hoy: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,34-35). Feliz domingo quinto de Pascua.







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