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«Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero»
Reflexion del domingo III de Pascua - Ciclo C


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



Le dice por tercera vez: «Simón de Juan, ¿me quieres?» Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: «¿Me quieres?» y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas». Dicho esto, añadió: «Sígueme» (Jn 21,17.19).

Aunque la Fiesta de la Divina Misericordia la celebramos el domingo pasado, en este domingo tercero del Tiempo Pascual vuelve el Señor a hacer hincapié en sus entrañas de misericordia y en el gran amor que nos ha manifestado en Jesucristo, tal y como se proclama en la primera lectura de hoy: «A éste le ha exaltado Dios con su diestra como Jefe y Salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados» (Hch 5,31). Así, suscita en mi corazón la Palabra de hoy el versículo que se cantaba en el Salmo Responsorial del domingo pasado: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 117,1), porque ciertamente es impresionante el ver cómo el Señor «no nos trata como merecen nuestros pecados» (Sal 103,10), sino que su mirada y actitud, al menos hacia mí, han sido siempre de ternura y de misericordia.

Me ayuda enormemente la figura de Pedro en la Palabra que se ha proclamado hoy porque queda manifiesto en él lo que se nos proclamaba en la Vigilia Pascual: «No son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos - oráculo del Señor-» (Is 55,8). El plan que tenía el Señor con Pedro no queda cancelado ni suspendido por su pecado. Como dice San Pablo: «Si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,13). Me ayuda el ver que Pedro aprende de su infidelidad que no es mejor que Judas, que si ha sido elegido por el Señor ha sido por pura Gracia: «Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe» (Ef 2,8-9).

Así, aunque nunca es voluntad de Dios un pecado, ya que a Dios no le agrada el pecado: «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis» (1 Jn 2,1), Dios saca vida de la muerte; es decir, permite alguna vez el pecado para que se crezca en humildad y experimentar que para ser fiel al Señor se necesita de Él: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).

Es lo que decía el mismo Dios a través de Isaías en la Vigilia Pascual: «Por un breve instante te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno te compadeceré - dice el Señor tu Redentor. Será para mí como en tiempos de Noé: como juré que no pasarían las aguas de Noé más sobre la tierra, así he jurado que no me irritaré más contra ti ni te amenazaré. Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará y mi alianza de paz no se moverá - dice el Señor, que tiene compasión de ti» (Is 54,7-10).



Así, me impresiona el gran amor que nos tiene Dios a cada uno de nosotros. Mientras rezo con esta Palabra, rumio en mi mente y en mi corazón el versículo de Isaías: «Eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo» (Is 43,4). Y me seduce y me llama el Señor con su amor inenarrable a amarle por completo a Él, con la misma llamada que le hace a Pedro en el pasaje del Evangelio de hoy: «Dicho esto, añadió: «Sígueme»» (Jn 21,19), llamada a la que hará referencia de otra forma San Juan en una de sus epístolas: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. Nosotros amemos, porque él nos amó primero» (1 Jn 4,10-11.19).

Así, amar al Señor es escucharle y obedecerle, tal y como se nos revela en la primera lectura de hoy. Y para obedecerle se necesita estar UNIDO A ÉL a través del Espíritu Santo, por medio de la oración, de los sacramentos, principalmente la Eucaristía, etc.

Porque el seguir a Cristo es un combate en el que si uno tiene clara la meta y se apoya en el Fuerte, se sale indemne (Sal 140,10). Lo importante es saber a quien se quiere obedecer, y colaborar con el Señor para que Él haga su obra. Así en las palabras que dice Pedro en el versículo de la primera lectura: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29), se expresa de forma nítida y clara lo que le agrada a Dios, tal y como había manifestado Samuel:  «¿Acaso se complace el Señor en los holocaustos y sacrificios como en la obediencia a la palabra del Señor? Mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad que la grasa de los carneros» (1 Sa 15,22).

Y de forma inmediata pienso en nuestra Madre, la Virgen María, que obedece al Señor sin dudarlo, y en Abraham, que cuando el Señor le dice que sacrifique a su hijo único no duda en obedecerle en vez de obedecer al que le diría que era una locura. Porque obedecer al Señor es entrar en la cruz y la muerte para salir victoriosos de ella unidos a Cristo.

Porque Dios no es, como decía Marx, un opio, una alienación, una evasión de la realidad, sino que el Señor nos invita a experimentar su resurrección entrando en nuestra realidad concreta y experimentar con Él que la muerte no nos destruye, que con Él salimos victoriosos también de la muerte. Porque el Señor es fiel. «Es bueno dar gracias al Señor y salmodiar para tu nombre, ¡Oh, Altísimo!; proclamar por la mañana tu misericordia, y de noche tu fidelidad» (Sal 91,2-3).



Así, el Señor hoy vuelve a decirnos: «Sígueme» (Jn 21,19), y yo no puedo sino hacer como dice nuestra Madre, la Virgen María, siempre con su ayuda y bajo su protección: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Feliz domingo tercero de Pascua.







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