Menu


Olvídate de ti mismo como San Francisco Javier
Significa vivir el evangelio del servicio, el evangelio del siervo, cuyo mejor salario es simple y sencillamente servir


Por: Jesús de las Heras Muela | Fuente: www.revistaecclesia.info



Fue en la mañana del viernes 21 de abril de 2006. Era mediodía. Me dirigía, a través de la calle Serrano, hacia la sede de la revista ECCLESIA, sita en la calle Alfonso XI, detrás del Retiro y de la Puerta de Alcalá, en Madrid. Me encontraba interiormente turbado.

Tenía intención de hacer una breve visita a las reliquias de San Francisco Javier, presentes en la Iglesia de los Jesuitas, en su parroquia de "San Francisco de Borja". Mi fe no se basa en las reliquias, pero tampoco entiendo el porqué "ningunearlas" o rechazarlas. Y además siempre me conmueve y me interpela como la fe sencilla del pueblo ama y gusta de estas devociones. Y es que por algo será, pienso.


Inquieta primera visita

Aparqué el coche como buenamente -o malamente...¡!- pude. Me dije "en cinco minutos vuelvo". Entré en el templo y veneré con amor y con respeto las reliquias del santo. Observé como los fieles entregaban algún objeto personal para que fuera pasado por el relicario: un rosario, una estampa, un reloj, un pañuelo, la cartera, una foto...

Yo hice pasar la cruz que llevo en el pecho desde hace treinta años y la medalla que recuerda mi ordenación sacerdotal. Ambos objetos están, además, cargados para mí de hondo e íntimo significado. Me vinculan con lo que representa y enraíza con mi familia, donde se encuentran buena parte de las raíces más vigorosas de mi fe. Ahora están también transidos de Javier y de su llama ardiente de divino impaciente.

Quise permanecer un rato en oración. Vi además que varios jesuitas estaban disponibles en los confesonarios. Pero me sentí preocupado e inquieto por la "suerte" de mi coche...


"Zona azul" en ayuda de mi necesidad

Salí y justo en aquel momento otro coche abandonaba un estacionamiento en zona azul, al lado mismo de la Iglesia. Entendí que la ayuda de la gracia y de la Providencia venía en socorro de mi necesidad. Aparqué el coche en el hueco dejado en zona azul, saqué un ticket de media hora y, ya con mayor paz, regresé al templo.

Me confesé, estuve un rato en oración serena y volví a venerar la reliquia de San Francisco Javier. Al marcharme fijé mis ojos en el relicario. Me costaba despedirme de aquella imagen, que ya veneré en el Castillo de Javier, durante la segunda Javierada, y que ya conocía de mis años en Roma y de mis muchas visitas a la Iglesia del "Gesu".

Después recorrí el claustro de la Iglesia. Visité la tumba de San José María Rubio, el apóstol de los pobres. Recordé su canonización en Madrid el 3 de mayo de 2003 en la última visita apostólica a España del Papa Juan Pablo II, de la que fui el responsable de Comunicación. Y experimenté entonces una nueva muestra de los privilegios y gracias con que Dios reviste nuestras vidas -en este caso, la mía-, que une a nuestras biografías con personas y con hechos de tanta trascendencia. Entré en la capilla del Santísimo de la parroquia de "San Francisco de Borja". Estaban concluyendo la Misa de las 12 horas. Más de un centenar de personas participaban en ella.

Pasadas las 12:30 horas regresé a mi vehículo y continué mi recorrido. La gracia de Dios -a través del sacramento de la Reconciliación, a través de la intercesión de San Francisco Javier, a través de la plegaria, a través de la presencia numerosa y devota de los fieles- empezaba a llenar de paz mi turbado y contrariado ánimo de aquella mañana de primavera.


Olvidarse de uno mismo

Los sacerdotes, en su ministerio de confesores, tras la acusación de los pecados de parte del penitente, y antes de impartir la absolución sacramental, previa la imposición de la satisfacción o penitencia, dirigen al fiel -al confensado- unas palabras al hilo de su confesión y en el contexto litúrgico, espiritual o pastoral más oportuno.

El padre jesuita con el que me confesé -no lo conocía, recuerdo todavía su nombre puesto sobre el confesionario, pero es de pura lógica el que lo omita- me dirigió unas breves, hermosas e interpeladoras palabras. Me invitó a olvidarme de mí mismo como Francisco Javier se olvidó de sí mismo -de sus estudios, de su futuro y de su brillantez- para dedicarse al servicio apasionado y ardiente de los demás.

El sacerdocio ministerial -me recordó el padre jesuita confesor- nos llama a olvidarnos de nosotros mismos y entregarnos con total dedicación y amor a la misión encomendada. Y me recomendó que invocara la mediación del santo sacerdote navarro y la intercesión siempre poderosa de Santa María, la madre sacerdotal.

Y, claro, vino automáticamente a mi memoria y a mi corazón aquella escena de París, no por repetida menos emblemática, cuando Ignacio conminaba a Francisco Javier a no pretender ganar el mundo perdiendo la propia alma. Y como, con el paso de los años, él, nuestro querido Francisco Javier, ganó el alma y el mundo en el olvido de sí mismo, en la entrega de sus dones y talentos al servicio de la Compañía y del testimonio ardiente y apasionado de Jesucristo, allende los mares y las tierras.


La clave del evangelio

Y es que cuántas veces nos pierde a todos el exceso celo que tenemos de nuestro propio "yo". Cuántas veces es la afectividad, mal encauzada, mimosamente preservada y engordada, la que nos juega tan malas pasadas. Cuántas veces nos quedamos bloqueados y hasta heridos en el cultivo y en la defensa abusivos de nuestros propios derechos, de nuestra propia dignidad, de la propia autoestima narcisista, en definitiva, en la promoción ilimitada de nuestro "ego".

Olvidarse de uno mismo como Francisco Javier se olvidó de sí mismo significa enterrar en la tierra la semilla de nuestra persona y de nuestro servicio en la espera y en la confianza de que un día el Buen Dios -cuando Él quiera, como Él quiera, donde Él quiera- hará brotar la espiga de oro.

Olvidarse de uno mismo, como Francisco Javier se olvidó de sí mismo, significa cargar con la cruz de nuestra debilidad, de nuestro deber y de nuestro dolor -las tres grandes y cotidianas cruces que nos acompañan día y noche-, y con la cruz a cuestas imitar y seguir a Jesucristo hasta el Alba del Tercer Día.

Olvidarse de sí mismo, como Francisco Javier se olvidó de sí mismo, significa ir más allá, ir más lejos -como él- y entregarse -como él- de cuerpo entero a la misión que la Providencia, a través de la Iglesia, no ha confiado para ganar el mundo y la vida por Jesús y para Jesús, en el servicio a los demás.

Olvidarse de uno mismo, como Francisco Javier se olvidó de sí mismo, significa no buscar y anhelar la corona de la gloria pasajera y efímera del reconocimiento fácil, de la vana complacencia, de los honores y los parabienes terrenales y tan cambiantes, del éxito embriagador, para disponerse a correr bien la carrera, a combatir bien el combate, ciertos de que al otro lado de la meta nos aguarda la corona de la gloria que no se marchita.

Olvidarse de uno mismo, como Francisco Javier se olvidó de sí mismo, significa vivir el evangelio del servicio, el evangelio del siervo, cuya máxima sabiduría, cuyo máximo deber, cuyo mejor salario es simple y sencillamente servir, porque "inútiles siervos somos: sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer".

Olvidarse de uno mismo, como Francisco Javier se olvidó de sí mismo, es entender el evangelio. Es haber hallado su sabiduría, su clave, su corazón. Y saber que lo demás se nos dará por añadidura.


Apacible y firme

Y es que olvidarse de uno mismo, como Francisco Javier se olvidó de sí mismo, significa asimismo entender de amor, de perdón, de reconciliación y de misericordia.

Durante el rato que permanecí en oración ante las reliquias de Javier y al hilo de estos pensamientos y sentimientos recordé las palabras con que el Papa Benedicto XVI hacía memoria del primer aniversario de su elección pontificia y de la oración que pedía el pasado 19 de abril: "A cada uno pido que continúe sosteniéndome rogando a Dios para que me conceda ser pastor apacible y firme de su Iglesia". Pastor apacible y firme de su Iglesia.

Se me quedaron grabadas aquellas palabras. En la tarde del pasado miércoles, 19 de abril, busqué el original italiano de las mismas para calibrar bien los adjetivos pronunciados e invocados por el Papa. Me encontré con que el primero de ellos era "mite" y el segundo "fermo". Sobre este último no cabía dudas: "fermo" es "firme". Sobre el primero ha habido estos días varias traducciones. "Mite" significa "bondadoso", "manso", "agradable", "moderado", "apacible", "dulce"... ¡Qué maravilla, pensé: qué espléndida definición, en su variedad semántica y en su polisemia, de lo que está siendo Benedicto XVI!

Mis magníficos traductores de ECCLESIA optaron por traducir "mite" como "apacible". Y con esta palabra, con este adjetivo me quedé yo también.

Y me quedaba con él mientras oraba ante Francisco Javier. Mientras recordaba que debo olvidarme de mí mismo. Y pedía al Señor que a mí también, humilde y modestamente, haga igualmente sacerdote apacible y firme de su Iglesia. Que me revista de entrañas de misericordia y de fidelidad, de mansedumbre y de capacidad de acogida, y, a la vez, de firmeza, de coherencia, de exigencia y de fidelidad en la misión y en el deber, en la comunión y en la corresponsabilidad. Y todo ello, desde la espiritualidad y la praxis del siervo y del servicio.


No confundir los términos

Pero reconozco que me inquietaba pensar que, a menudo, confundimos mansedumbre y apacibilidad con blandenguería, indefinición, indecisión o falta de autoridad. Me inquietaba pensar que, a menudo, si te muestras así los demás te toman la medida a su gusto. Me inquietaba pensar que en el mundo triunfan los implacables, quienes permanentemente hacen uso y constancia de su autoridad, quienes no pasan una, quien van de "fuertes" por la vida. Me inquietaba también pensar que, a menudo, la firmeza se confunde con la intolerancia, con cerrazón y con autoritarismo.

Y pronto recordé de nuevo el consejo de mi confesor de aquella mañana: Olvídate de ti mismo, olvídate de premios, de triunfos y de reconocimientos. Entrégate a los demás. Sé fiel a tu misión. Como Francisco Javier. Y pide al Señor que te haga apacible y firme como Benedicto XVI. Las dos cosas a la vez, porque las dos son precisas y compatibles.


La mano

Cuando llegaba la hora del vencimiento de la licencia de mi coche para estacionar en zona azul y otros quehaceres me reclamaban con hora, me levanté del banco de la Iglesia de "San Francisco de Borja", volví a venerar la reliquia de Javier y ya muy cerca de ella contemplé mejor su mano. Y al instante miré la mía. Y pensé como Jesús tuvo también una mano como la mía, como la de Javier.

¡Qué sería de mi ministerio sacerdotal sin la mano, pensé! Evoqué el momento de la ordenación sacerdotal cuando el ordenante -en mi caso, el Papa Juan Pablo II en Valencia el 8 de noviembre de 1982- toma las manos del ordenando, las unge con óleo sagrado y sobre ellas deposita la llamada "entrega de instrumentos": el pan y el vino, que serán el cuerpo y la sangre del Señor.

Me vino también a la memoria la bellísima homilía del Papa Benedicto XVI en la misa crismal del pasado jueves santo, donde habla de esa entrega y consagración también de las manos y de lo que significa.

¡La mano sirve para tantas cosas! ¡La necesita tanto el sacerdote! Con ella consagra, con ella administra los sacramentos, con ella unge, con ella escribe, con ella indica horizontes, con ella estrecha voluntades, con ella -mano con mano- contribuye a un mundo mejor. La mano hasta habla con el lenguaje de los signos y de los gestos.

Y de todo esto y tanto más, es testigo la mano incorrupta de San Francisco Javier, que estaba ante mi retina y ante mi corazón. Es mano abierta, tendida, acogedora. Llama al perdón y a la misericordia. Evoca la epopeya del aventurero de Dios, del divino paciente.


Los dedos

Y está hablando, con sus dedos perfectos, abiertos y espaciados. Tiene el dedo anular -el del anillo de su desposorio de amor y compañía a Jesucristo y a los hombres- apoyado sobre el dedo corazón. ¡Qué hermoso y qué normal cuando se ama y cuando se sirve! El dedo índice apunta a ir más allá, a ir más lejos, mientras el pulgar permanece firme y recto. El dedo meñique se dirige también hacia los dedos anular y corazón. Habla esta mano. Habla. A mí, al menos, en aquella mañana de su sexta presencia en España, después de cinco siglos, me dijo: Olvídate de ti mismo y entrégate a tu misión con ardor y con amor. Con actitud y corazón de siervo. Con apacibilidad y con firmeza.

¡Gracias, san Francisco Javier, ruega por mí, ruega por nosotros para que aprendamos a olvidarnos de nosotros mismos para ganar el mundo por Cristo y en servicio a los demás!












Compartir en Google+




Reportar anuncio inapropiado |