El violín entre el silencio y las palabras
Por: Celso Júlio da Silva, LC | Fuente: Catholic.net

La Carta de Santiago apóstol insiste en el dominio de la lengua con el fin de alcanzar la perfección cristiana (cfr. Santiago, 3, 1-12). A los caballos se les pone el bozal para manejarlos. Los grandes barcos son gobernados por un pequeño timón. La lengua a su vez, ese órgano tan pequeño- bozal y timón-, es chispa que hace arder un bosque. Además, ¡qué gran verdad que un hombre puede dominar todo su cuerpo si es capaz de dominar su lengua!
A la luz de la Palabra de Dios, podemos afirmar una cosa: el pecado de la lengua no es consecuencia de un exceso desordenado de palabras, de juicios y de pensamientos, sino una carencia de proporción entre palabra y silencio, provocando la indigencia de silencio y la indigestión de las palabras. Cuando no existe equilibrio en la vida se alternan y se confunden indigencia de silencio con indigestión de palabras y el sentido de la existencia se desajusta.
Pensemos en un violín. La parte más pequeña que son unas pocas cuerdas estiradas producen el sonido. Sin embargo, hay una parte del violín que es sumamente importante, sin ella las cuerdas no sonarían afinadas, y es ese amplio vacío en el que retumba el sonido de las cuerdas. Las cuerdas son las palabras, el vacío el silencio.
La imagen del violín es sugestiva. El pecado de la lengua tiene su origen en la pérdida de la unidad del silencio. Quien lee los escritos de San Bruno se maravilla con aquella expresión con la que selló para siempre la espiritualidad cartuja: el monje no hace silencio, sino que se hace silencio. Su persona es el amplio vacío del violín en el que entra la reverberación de las notas de las cuerdas que son la Palabra de Dios, la Liturgia, la Presencia de Dios en la soledad. El silencio, en efecto, no es vacío para un monje, sino que es espacio pleno, habitación ocupada por el Espíritu Santo. Porque a fin de cuentas el silencio que es nihilismo no es silencio, es narcisismo callado, donde el espacio no es para Dios, sino para nosotros mismos.
En definitiva, el hombre que domina su lengua es porque ha vivido la unidad del silencio en la confusión de las palabras. Nuestra vida es una vorágine de palabras, de juicios, de prejuicios, de argumentos, de opiniones. A veces es curioso porque hay personas que, queriendo aparentarse listas, inteligentes, actualizadas, hablan como si fuesen propietarias de la verdad. En la confusión de sus palabras el silencio para escuchar a alguien, interesarse por la opinión ajena, aprender algo del otro, es casi como si esto les robara la única propiedad que tienen: su verdad y sus ideas. ¡Vaya, qué gente inteligente, pero tan pobre, si su idea es lo único que poseen! Es gente que parece un violín que chilla, que hace sonar todas las cuerdas a la vez, pero tremendamente desafinadas. Simplemente porque no dejan espacio al silencio que reverbera el sonido.
La unidad del silencio sólo se alcanza con la vivencia de un silencio habitado por la verdad de Dios. Porque a veces absolutizamos ciertas cosas en la vida por hablar demasiado, sin dejar espacio al silencio capaz de poner cada cosa en su debido lugar. Quien vive el silencio habitado por el Espíritu Santo no sólo dominará su lengua y su cuerpo, sino que terminará por relativizar lo que no es absoluto, dando prioridad a lo que realmente cuenta. Ser inteligente no es saber un millón de cosas, almacenar datos en la cabeza, para eso los ordenadores nos dan mil vueltas. Ser inteligente es aprender a discernir en el silencio habitado por el Espíritu Santo lo que cuenta y lo que pasa. Quien habla mucho y se pierde con su lengua demuestra que no tiene un centro donde agarrarse en medio de la vorágine de sus palabras. Inteligente es quien reconoce que sólo en el silencio se puede aferrar a una sola idea, la que sea el motor de toda la vida, como bien decía Soren Kierkegaard.
A veces la palabrería hueca nos hace absolutizar lo absurdo. Cierta vez Giuseppe Sarto, Papa Pío X, fue a llevar los sacramentos a un moribundo. Entra en la alcoba y se encuentra con el médico que, mofándose, dice que ya no son necesarios los sacramentos, pues para eso estaba él allí con sus conocimientos científicos. Parlanchín, aquel doctor hablaba y hablaba de los éxitos de la medicina, mientras el P. Sarto, callado, le escuchaba atentamente. Cuando aquel doctor terminó de pavonearse con tantas palabras, el futuro Pío X, sonriendo con simpatía le dijo: gracias por tu ilustración. Si de veras la medicina es tan exitosa, me asombra que los cementerios estén llenos. En cambio, vengo aquí simplemente para ayudar a morir en gracia a este hombre. Por cierto, al contrario del cementerio, hay miles de almas en el cielo que son fruto exitoso sea de mi oficio y por la mediación de tantas oraciones. Pío X era allí un violín maravilloso, propicio para alegrar con la canción de su fe y su testimonio las últimas horas de aquel moribundo. Había encontrado la proporción entre silencio y palabra.
Por tanto, dominar la lengua- de acuerdo con lo que nos dice el apóstol Santiago- no es cortar por completo nuestra capacidad de comunicar, de ser felices en el uso de la palabra, sino más bien, moldear nuestras palabras con la presencia del Espíritu Santo. Esto conlleva gestar nuestras palabras en el vientre del silencio habitado por Dios. La autenticidad de nuestras vidas no proviene de nuestras palabras, de la imagen que apantallamos, sino del silencio de donde nace la palabra que aporta lo que es esencial.
El cardenal Sarah en su libro La Fuerza del Silencio inmortalizó una idea que nos puede servir: el hombre se caracteriza por la palabra, pero sólo el silencio lo define. Hoy es un desafío encontrar la unidad del silencio ante una marea de información y de imágenes que nos saturan. Quizás la mayor evangelización que se puede hacer hoy es precisamente recuperar el valor maravilloso de la palabra que nace del silencio habitado por Dios.
El que no sabe controlar su lengua se vuelve esclavo de sus palabras. Sintéticamente ya afirmaba Juvenal: la lengua es la parte peor de un mal esclavo. Santiago, en otras palabras, nos invita a pedir al Espíritu Santo la gracia de volvernos prisioneros del silencio para luego ser auténticamente libres cuando hablemos delante de los hombres.
Al final, el que no hace la experiencia del silencio habitado por Dios, ése sí, maquillándose de sabihondo, terminará por volverse esclavo de su lengua. Será un violín que rechina porque no posee el vacío habitado por Dios, que no es otra cosa que la sensatez de vivir en el silencio que- como escribió San Juan de la Cruz- es música silenciosa, la soledad sonora, la cena que alegra y enamora (Cántico Espiritual).

