Menu


«Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones»
Reflexión del primer domingo de Adviento - C


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros» (Lc 21,34).

Comenzamos hoy el nuevo Año Litúrgico con este primer Domingo de Adviento, día en que el Señor vuelve a hacer hincapié en los mensajes que ha ido proporcionándonos en los dos domingos anteriores, haciéndonos una exhortación a prepararnos para la Venida del Señor, no para que lo hagamos por miedo a la condenación eterna, que también, sino, sobre todo, porque es una pena que no experimentemos la felicidad eterna de vivir con el Señor por las efímeras idolatrías o los engaños que el maligno nos presenta todos los días. Así, me vienen hoy a la mente las palabras de Cristo: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,2-3).

Esta es la meta de la vida que ofrece el Señor: Estar con Él en el lugar que nos tiene preparado. Así, la invitación que nos hace el Señor no sólo para este tiempo de Adviento sino para toda nuestra vida es prepararnos para que no se nos niegue la entrada en ese sitio, que Cristo ha conseguido para nosotros, pero que requiere de nuestra aceptación y colaboración libre y voluntaria para poder entrar en él, no sea que nos diga Cristo en ese momento: «No todo el que me diga: «Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel Día: «Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?»  Y entonces les declararé: «¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!» (Mt 7,21-23).

Así, nos invita el Señor con la Palabra de hoy a buscar estar con Él, no sólo después del tránsito a la Casa del Padre, sino desde ahora a estar a solas con Él a través de la oración, de la escucha de su Palabra, de los sacramentos, sobre todo la Eucaristía, y de la caridad hacia Él mismo presente en el otro. Así, resuenan en mi mente y en mi corazón las palabras del Salmo: «Una cosa pido al Señor, sólo eso buscaré: habitar en la Casa del Señor por años sin término, gozar de la dulzura del Señor, contemplando su Templo» (Sal 26,4).

Porque en el fondo, de lo que se trata no es tanto de caer en un activismo neurótico y desordenado como de amar al Señor, SER UNO CON ÉL EN LA CRUZ: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef 5,31-32), viviendo tal y como rezamos en el Salmo Responsorial de hoy: «A ti, Señor, levanto mi alma», (Sal 25,1), respondiendo con honestidad en la celebración Eucarística cuando el Presidente nos dice: «Levantemos el Corazón», y nosotros respondemos: «Lo tenemos levantado hacia el Señor», porque es así realmente como quiere el Señor que vivamos, porque tal y como dice el mismo Jesucristo: «Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41), no sea que nos suceda lo que nos advierte el Señor en el pasaje del Evangelio de hoy: «Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros» (Lc 21,34).



Por tanto, se trata de ir purificando el corazón de tanta idolatría que presenta el maligno a diario, y vivir lo que dice San Pablo: «Pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor» (Flp 1,21.23); «Y más aún: juzgo que TODO es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí TODAS LAS COSAS, y las tengo por basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3,8). Y no porque las cosas de este mundo sean efímeras y pasajeras, que lo son, sino que, aunque fuesen eternas, CRISTO ES EL SEÑOR, EL QUE NOS AMA, EL QUE NOS RESCATA, EL ÚNICO DIOS JUNTO AL PADRE Y AL ESPÍRITU SANTO. Es decir, lo importante es amar a Dios, al ÚNICO, que hace caer todo lo demás, si uno libre y voluntariamente se lo permite y colabora con Él, porque tal y como dice Dios por boca de Isaías: «¿A quién me podréis asemejar o comparar? ¿A quién me asemejaréis para que seamos parecidos?» (Is 46,5).

Por tanto, la Palabra que nos regala el Señor hoy a través de la Iglesia no tiene desperdicio. Toda nuestra vida es un verdadero Adviento, una espera del Señor. Así, resuena en mi corazón el sermón de San Bernardo que leemos en la segunda lectura del Oficio el día de Todos los Santos, que dice así en pequeños extractos: «Despertémonos, por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de arriba, pongamos nuestro corazón en los bienes del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria.

El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria. Entretanto, aquel que es nuestra cabeza se nos representa no tal como es, sino tal como se hizo por nosotros, no coronado de gloria, sino rodeado de las espinas de nuestros pecados. Teniendo a aquel que es nuestra cabeza coronado de espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos de nuestros refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de honor y no de irrisión. Llegará un día en que vendrá Cristo, y entonces ya no se anunciará su muerte, para recordaros que también nosotros estamos muertos y nuestra vida está oculta con él. Se manifestará la cabeza gloriosa y, junto con él, brillarán glorificados sus miembros, cuando transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante a la cabeza, que es él.

Deseemos, pues, esta gloria con un afán seguro y total. Mas, para que nos sea permitido esperar esta gloria y aspirar a tan gran felicidad, debemos desear también, en gran manera, la intercesión de los santos, para que ella nos obtenga lo que supera nuestras fuerzas» (De los Sermones de San Bernardo, Abad, Apresurémonos hacia los Hermanos que nos esperan).

«Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios» (Hb 12,1-2). Feliz domingo primero de Adviento.









Compartir en Google+




Reportar anuncio inapropiado |