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Solemnidad de Cristo Rey del Universo
Comentario del Evangelio del 21 de noviembre.


Por: Gabriel Jaime Pérez, SJ | Fuente: Vatican News



La fiesta de Cristo Rey, instituida en 1925 por el Papa Pío XI, se celebra el último domingo del tiempo ordinario del año litúrgico. Veamos qué significa para nosotros, a la luz de este pasaje evangélico y de las demás lecturas bíblicas de hoy [Daniel 7, 13-14; Sal. (93) 92, 1-5; Apocalipsis 1, 5-8]. 

“¿Dices eso por tu cuenta, o te lo han dicho otros de mí?”

Cuando nosotros llamamos a Jesús Señor estamos diciendo que es Rey, porque este es el significado original del término griego Kyrie (Señor), con el cual los primeros discípulos se dirigían a Él. Otros términos griegos para designar al rey eran anax y basileus (de este último proviene la palabra basílica, que significa la casa del rey). Pero el título Señor (en latín Dominus) expresa nuestro reconocimiento de la soberanía de Dios en la persona de Jesús. Lo mismo sucede cuando lo llamamos Cristo, título procedente también del griego, equivalente al hebreo Mesías, que significa Ungido y se le daba a quien era consagrado para ser rey.

Los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas cuentan que, poco antes de llevar las autoridades judías a Jesús para que compareciera ante Poncio Pilato –el gobernador romano de la Provincia de Judea cuyo “pretorio” o despacho quedaba en Jerusalén–, cuando el sumo sacerdote le preguntó ante los demás miembros del sanedrín si era el Mesías, el Hijo de Dios (otro título que en la tradición hebrea se aplicaba únicamente al Rey), Él había respondido: “… verán ustedes al hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso y viniendo en las nubes del cielo”. Este otro apelativo, con el que Jesús se llamaba a sí mismo, evoca la profecía contenida en la primera lectura: “Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un hijo de hombre. Se dirigió hacia el anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, su reino no será destruido jamás”.

Ahora bien, cuando nosotros llamamos a Jesús Rey o Señor o Cristo, o el Hijo de Dios, ¿somos realmente conscientes de lo que decimos? ¿Estamos convencidos del señorío de Jesús sobre el universo, y sobre nuestra propia vida personal y social? Si nuestra respuesta es sí, toda nuestra existencia debe ser una entrega completa al cumplimiento de su voluntad, que es la voluntad de Dios.



 “Mi Reino no es de este mundo…”

Jesús había proclamado la cercanía del Reino de Dios y este Dios es Aquél a quien había enseñado a sus discípulos a invocar como Padre nuestro, diciéndole venga a nosotros tu reino y hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Ahora, al decir mi Reino no es de este mundo, manifiesta que participa plenamente de la soberanía universal de Dios Padre, la cual difiere de los imperios terrenales.

En los escritos de Juan el mundo significa lo que se opone al proyecto de Dios. Por eso la frase mi Reino no es de este mundo no debe ser entendida como si se refiriera a un reinado etéreo sin nada que ver con nuestras realidades concretas. Jesús había predicado que el Reino de Dios es de quienes tienen hambre y sed de justicia y trabajan por la paz, es decir, quienes se esfuerzan por contribuir a que podamos todos convivir sin que nadie pretenda oprimir a los demás como suelen hacerlo los poderosos de este mundo. Él no quiso que se confundiera su soberanía con los poderes terrenales, no dejándose proclamar rey después de la multiplicación de los panes y los peces (Juan 6, 15), y les dijo claramente a sus discípulos que Él, siendo el Señor, no había venido a ser servido, sino a servir. En otras palabras, el Reino de Cristo no es un poder opresor, sino la soberanía del Amor en su sentido más completo.

En el contexto político de lo que se quiere significar hoy con el término “democracia” como el poder soberano del pueblo, el concepto del Reino aplicado al dominio de una o unas pocas personas sobre las demás ha perdido valor y así debe ser. Pero cuando lo aplicamos a lo que significa el “Reino de Dios” en el Evangelio, a lo que nos referimos es a que Dios quiere el reinado del Amor (que es Él mismo) en nuestra vida tanto personal como social, si nosotros con nuestra libertad lo dejamos actuar.   

 “Yo para esto he nacido y venido al mundo: para dar testimonio de la verdad”



Es significativo que la respuesta de Jesús a Pilato termine con una frase que se refiere a la verdad. Esto concuerda con lo que dice el libro del Apocalipsis en la segunda lectura, al llamar a Jesucristo el Testigo fiel: aquel que con sus hechos y palabras da un testimonio veraz, transparente, del proyecto salvador de Dios sobre la humanidad. Además, con esta afirmación Jesús estaba diciendo implícitamente que la pretendida soberanía universal del emperador romano, a quien Pilato representaba y que exigía ser adorado como un dios, era una mentira soberana. También nosotros podemos aplicar esta afirmación a la realidad de todos los poderes terrenos que pretenden erigirse en dominios universales oprimiendo al ser humano, como lo hacen los reinos de este mundo al pretender destronar a Dios.

En el prefacio de la Eucaristía de este domingo, inmediatamente antes de proclamar tres veces Santo al “Señor Dios Rey del Universo” y decir “bendito el que viene en el nombre del Señor”, proclamamos la soberanía universal de Jesucristo como “reino de verdad y vida, de santidad y gracia, de justicia, de amor y de paz”. Dispongámonos pues a poner en práctica nuestro reconocimiento de su soberanía, para que sea Él, con el poder del Amor –que en definitiva es lo que significa “el Reino de Dios”– quien reine verdaderamente en nuestra vida. Y que María santísima, a quien en el santo rosario proclamamos “Reina universal de todo lo creado” como partícipe máxima que es del reinado de su Hijo, nos disponga a vivir lo que decimos cuando proclamamos a nuestro Señor Jesucristo “Rey del Universo”. Así sea.







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