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«Mi Reino no es de este mundo»
Reflexión de la fiesta de Cristo Rey Ciclo B


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí» (Jn 18,36)

Damos término hoy al Año Litúrgico celebrando la solemnidad de Cristo Rey del Universo, solemnidad de la que ya el Señor nos hacía como una especie de introducción en los domingos anteriores con la Palabra que nos regalaba a través de la Iglesia.

La Solemnidad de Cristo Rey es una de las más importantes del Año Litúrgico y trae consigo un mensaje de esperanza y de salvación. El Señor se muestra como Rey pero no como Rey de este mundo, sino como Rey de un Reino que Él mismo sugiere como antagónico a la forma de vida que este mundo presenta a la humanidad. Así lo expresa Jesucristo en el pasaje del Evangelio de hoy: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí» (Jn 18,36).

Ya en el Prólogo del Evangelio de San Juan se nos expresa el desprecio de este mundo hacia el Señor, y que se expresará de forma más gráfica con la Pasión y Muerte de nuestro Señor. Así, escribe San Juan: «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron» (Jn 1,9-11). Así, el Señor, a la hora de hablar a sus discípulos sobre su poder y sobre su autoridad, expresa las diferencias existentes entre su Reino y los reinos del mundo: «Mas Jesús los llamó y dijo: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,25-28).

Jesucristo se presenta como Rey con una corona de espinas y con la Cruz como su trono real, siendo el último de todos, dando su vida por amor a su Padre y amor a cada una de las personas que formamos parte de la Humanidad. Porque la esencia de su Reino es el amor. Su forma de reinar es donándose hasta el extremo: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1); «Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13,13-15).



Y realmente Jesucristo vive su vida con una libertad y desprendimiento absolutos, siendo consciente de que es un peregrino. Así, no hay momento de su vida en que caiga en la tentación de la instalación, de quedarse estático, sino que vive siempre en continuo movimiento, haciendo de forma absoluta y plena la voluntad de su Padre Dios: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). Y en Él mismo se dará cumplimiento a sus propias palabras: «El que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Mt 23,12), ya que como rezamos en el Salmo Responsorial de hoy: «Reina el Señor, vestido de majestad, el Señor vestido y ceñido de poder, y el orbe está seguro, no vacila. Tu trono está firme desde siempre, tú eres eterno» (Sal 92,1-2); «Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dn 7,13-14).

Él mismo dirá que por el hecho de no ser del mundo es la causa de que no se le acoja y de que se le odie, y de que a los que le sigan les espere lo mismo que le ha sucedido a Él: «Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo. Acordaos de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi Palabra, también la vuestra guardarán. Pero todo esto os lo harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado» (Jn 15,18-21).

Porque tal y como se nos proclama en la segunda lectura de hoy: «Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados. Y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 1,5b-6). El Señor nos ha comprado para Él y por el Bautismo todos los cristianos somos, además de profetas y sacerdotes, también Reyes, unidos a Cristo: «Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo, que se entregó a sí mismo por nuestros pecados, para librarnos de este mundo perverso, según la voluntad de nuestro Dios y Padre» (Ga 1,3-4).

Así el Señor vuelve a hacer hoy una llamada, como digo, a la fidelidad, a vivir tal y como es la voluntad de Dios, ya que hemos sido adquiridos por Dios por medio de la sangre de Cristo: «Tomad en serio vuestro proceder en esta vida. Ya sabéis con qué os rescataron de ese proceder inútil recibido de vuestros padres: no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha, previsto antes de la creación del mundo y manifestado al final de los tiempos por nuestro bien» (1 Pe 1,17-20).

El Señor llama a vivir unido a Él, profundizando en la intimidad con Él a través de la oración, de la escucha de su Palabra, de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía, de la Caridad al mismo Cristo presente en el otro, defendiendo la Gracia que nos ha concedido: «Así que, recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne, llamados incircuncisos por la que se llama circuncisión - por una operación practicada en la carne -, estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2,11-12.19).



El Señor hoy vuelve a hacer hincapié en amarle totalmente sabiendo que somos peregrinos hacia la casa del Padre, siendo UNO CON CRISTO en la Cruz que Él nos otorga, y reinando con Él en el mismo trono que tuvo Él, sabiendo que en la Vida Eterna, el trono será glorioso. Y si hoy, como está nuestra sociedad en un ambiente totalmente pagano, no somos perseguidos, no se nos nota nada que nos diferencie del mundo, es el momento de plantearnos a qué se debe, porque el Señor nos llama a SER UNO CON ÉL DONÁNDONOS EN LA CRUZ: «Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rm 8,18).

Meditando esta Palabra de hoy me vienen a la mente las palabras que le dirá la Virgen de Lourdes a Santa Bernardette: «No te prometo que haré que seas feliz en este mundo, sino en el otro», y las palabras de San Juan de la Cruz: «Porque, para entrar en estas riquezas de su sabiduría, la puerta es la cruz, que es angosta. Y desear entrar por ella es de pocos; mas desear los deleites a que se viene por ella es de muchos» (San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual).

Por tanto, hoy es un día de fiesta, en el que el Señor nos invita a celebrar lo que nos espera en el Cielo, amándole con fidelidad aquí en esta vida, defendiendo esta unión con Cristo ante los ataques del enemigo en el combate permanente, viviendo como Reyes con Cristo, a través del servicio a Él, y no como esclavos del maligno: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo. Y el esclavo no se queda en casa para siempre; mientras el hijo se queda para siempre.  Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8,34-36); «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo - la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas - no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2,15-17). Feliz domingo de Cristo Rey.







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